SERVITEC: Ecos y memorias que no se apagan
Regresé a SERVITEC como quien vuelve al puerto donde alguna vez fue joven, con la sal del tiempo aún adherida a la piel. No era un regreso cualquiera: era el retorno a un lugar que había aprendido a pronunciar mi nombre en voz baja, como si me esperara desde siempre. CITA, aquella firma del INSAC, se había desvanecido como los barcos que se hunden sin hacer ruido, y yo, que entonces vivía entre los pasillos de DATINSAC La Habana, sentí que Obispo —con sus seis cuadras de distancia de mi casa, y su historia y sus balcones que parecían susurrar secretos— me empujaba suavemente hacia el reencuentro.
Era la década de los noventa, y yo, con cuarenta años a cuestas, traía en la memoria el zumbido de las microcomputadoras como si fueran insectos mágicos que habían venido a reemplazar a los viejos dioses de silicio. Los mainframes, colosos de otra era, que se desdibujaban en mi recuerdo como templos abandonados, y las perforadoras de cintas y tarjetas, que alguna vez dictaron el destino de los datos, se convertían en melodías lejanas, como tangos que vuelven sin ser llamados.
Dentro de mí convivían el miedo antiguo —ese que se instala en la juventud y se niega a morir—, el asombro por lo nuevo, y una experiencia que el tiempo había cincelado con paciencia de relojero. Muchos colegas aún caminaban bajo la sombra de la transición, como quien cruza un puente sin saber si el otro lado existe. Las PC, esas criaturas pequeñas y prodigiosas, prometían un mundo nuevo, pero no todos sabían cómo tocarlo sin romperlo. En ese vacío, en ese silencio lleno de preguntas, me adentré.
Así nacieron los cursos: breves como haikus, pero cargados de sentido. No eran clases, eran ceremonias. De ocho a diez, cada mañana se convertía en un ritual donde se tejía conocimiento con hilos de camaradería. Hablábamos de microprocesadores como si fueran linajes de sangre antigua: el 8080, el 80286, el 486, cada uno con su alma y sus secretos. Yo investigaba como quien busca reliquias, armaba recorridos como quien diseña mapas para navegantes perdidos. Enseñaba a distinguir el noble Intel del impostor Celerón, sin que se perdiera el encanto de la curiosidad.
Mis compañeros comenzaron a mirarme distinto. Ya no era solo el técnico del taller, sino el contador de historias de silicio, el maestro que convertía la técnica en poesía. Enseñar se volvió mi vocación, mi destino entre cables y pantallas. No abandonaba el taller; lo llevaba conmigo a cada clase, y las clases regresaban conmigo al taller, como olas que no se cansan de besar la orilla.
Hoy, cuando cierro los ojos y dejo que esos recuerdos emerjan como luciérnagas en la noche, siento una nostalgia dulce, como el perfume de una flor que ya no existe. Sé que viví intensamente, que dejé una huella —aunque pequeña— en la memoria de un taller, en la vida de unos pocos, en el tiempo de una ciudad que se aparece todavía en mis sueños.
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