En el taller de Obispo, donde la humedad se deslizaba como un espectro felino entre las rendijas del tiempo, y el olor a estaño se mezclaba con la fragancia de una calle que parecía latir con vida propia, las computadoras llegaban como náufragas que habían sobrevivido a tormentas eléctricas y naufragios digitales. Algunas traían consigo placas madre corroídas por el olvido, memorias evaporadas como sueños mal cerrados, y pantallas negras que recordaban noches sin luna en planetas deshabitados.

Las recibíamos con el gesto solemne de cirujanos alquímicos, con la reverencia de quienes saben que, en ese santuario de cables y chispas, no se reparaban máquinas: se devolvían almas electrónicas.

Aquella mañana, sobre la mesa de trabajo apareció una veterana. Su chasis, marfil envejecido, había sido blanco en otra era. Ahora, amarillento por los años, mostraba cicatrices que parecían tatuajes de guerra: rasguños, golpes, manchas de café que contaban historias en un idioma que solo los objetos antiguos comprenden. Nadie conocía su verdadera edad. Algunos decían que había presenciado, en silencio, el colapso del campo socialista; otros juraban que fue la cómplice de un poeta clandestino que imprimía manifiestos prohibidos bajo la luz espectral de la madrugada. Pero eran leyendas, murmullos que flotaban como hologramas en la atmósfera del taller.

La abrí con la delicadeza de quien desentierra un artefacto de civilizaciones extintas. Dentro, las telarañas de polvo tejían constelaciones diminutas, como si el tiempo hubiera bordado su propia galaxia en aquel interior. El microprocesador era una reliquia de otra era; los chips, pequeñas lápidas con inscripciones borradas por la erosión de los bits; la memoria, una anciana que repetía líneas de código como si fueran versos de canciones olvidadas.

Le cambié todo. Placa madre, procesador, memorias: un trasplante que, en otro cuerpo, se llamaría milagro. Pero dejé intacta la carcasa. Porque las arrugas —sean de piel o de plástico— son mapas de lo vivido, y hay historias que no deben borrarse.

Al encenderla, el pitido inicial del POST se prolongó como un suspiro contenido. Luego, en un tono apenas audible, surgió una voz que parecía venir de un rincón remoto del universo:

—Gracias —creí que dijo.

No me sorprendió. En el taller, entre ventiladores que giraban como hélices de naves olvidadas y cables enroscados como serpientes cósmicas, uno aprende que las máquinas hablan cuando se sienten escuchadas. O quizás nosotros, los creyentes del hardware y del software, vamos convirtiéndonos en videntes, en médiums de silicio y electricidad.

Desde entonces, cada vez que encendía un equipo recién resucitado, esperaba unos segundos más antes de comenzar a trabajar. Porque nunca se sabe si, en ese breve lapso, una computadora te ofrece sus gracias desde lo más profundo de su corazón digital… o simplemente te sonríe.

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