La luna pálida engalana la noche. Con su brillante hermosura hipnotiza a los animales nocturnos y les invita a la majestuosidad del retiro, de la oración y de la comunión con la noche. En medio de este ritual exquisito el escarabajo nocturno vuela alrededor de las velas susurrando poemas que quizá enamoren a la luz. Recita versos magníficos, ricos en rima, ricos en melodía, cargados de sentimientos y esperanzas. Hoy no será, pero hoy no será, dice quedamente la luz.
Hoy no y mañana tampoco, porque hay límites entre los seres que se pueden amar y los seres nacidos para ser espectadores del amor. La luz fue bendecida con el don de ser espectadora y el escarabajo con la maldición de sentir en la carne el amor, ¡Oh, sagrada maldición! Como invocar el amor cuando uno quiere y el otro no.
La noche se engalana con la presencia de la luna, los animales nocturnos recitan canticos a tan exquisita belleza y el escarabajo entre vuelos desesperados cae preso de la telaraña. Mejor venga la calamidad vestida de muerte antes que soportar el desprecio del amor. Mejor sea el beso venenoso de la araña, morir desangrado ante la luna y momificado al alba. Mejor sea cualquier cosa antes que soportar el siempre «no» de la luz.
Un grito casi mudo se eleva al cielo, poco o nada se estremece la luna, mientras se escucha el sonido de la primera mordida. La luz se escapa de sus ojos, sus alas se mueven en un último intento por preservar la vida. Es tarde, la vida cedió a la muerte y un escarabajo flora ante la luna pálida y casi en brazos de la luz de vela.
Acaba la obra, se oculta la luna, se duermen los animales nocturnos, despierta el viandante. Se sorprende, encuentra el cadáver de un escarabajo dorado colgando a su lado, mientras sus lágrimas casi secas vuelven a brotar recordando aquel amor que perdió mientras dormía.
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