De las verdades tristes.

Dicen los doctores en política —esos que se graduaron en universidades donde la ideología era asignatura obligatoria y el miedo, materia prima— que hay revoluciones que aún brillan como faros en la niebla del continente. Faros, dicen, de América. Aunque uno sospeche que son más bien linternas oxidadas apuntando hacia el exterminio de la razón.

Brillan, sí, pero bajo los apagones que ciegan al pueblo, bajo hoteles de cinco estrellas que el pueblo solo contempla desde las aceras rotas, mientras hace cola para conseguir el pan o el olvido. Resplandecen, dicen, como un milagro de resistencia. Pero ese resplandor es el fulgor de las ruinas; son los escombros de una economía a la que le arrancaron el alma para colocarle un discurso.

Y entretanto, ellos —los soberbios de uniforme invisible, los que se disfrazan de pueblo desde la altura de sus tribunas— siguen arando los campos con tanques de retórica, sembrando mentiras donde antes crecían sueños. Hablan en nombre de la historia, pero han olvidado la voz de Martí, quien advirtió, como un profeta sin templo:

«Los pueblos no se fundan ni se gobiernan con métodos militares.»

Pero no escuchan. Nunca escuchan. Porque están demasiado ocupados domesticando la esperanza y llamando traidor al que piensa.

Y así, entre proclamas y retrancas, van destruyendo la tierra que juraron liberar, como quien quema su casa para demostrar que sabe encender fuego.

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