Tenía los ojos verdes color oliva. Era divertida, traviesa. Vivía con su mamá y el Tío Lucho, la pareja de su madre.
El Tío Lucho siempre le decía que tenía “ojos de cuica”. Le acariciaba el cabello con una especie de ternura macabra. La sentaba en sus piernas y le hacía cosquillas en la barriga.
Su madre llegaba tarde del trabajo.
—Ya está durmiendo —decía Lucho.
—¿Qué haría sin ti, eh? —le agradecía ella.

Cinco años más tarde, los ojos de Estrellita se habían apagado. Ya no se divertía. Arrastraba los pies como si su existencia pesara doscientos kilos. No salía a jugar y se pasaba el día encerrada en su habitación.

Cuando alguien golpeaba su puerta, el corazón se le aceleraba.
Rezaba para que no fuera el Lucho. Rezaba con fuerza.

Y a la mañana siguiente, al despertar, se preguntaba si acaso Dios la estaba mirando.
Porque si así fuera… ¿Cómo podía permitirlo?

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