LA ÚLTIMA TARDE DEL PROFESOR KALTENBRUNNER

LA ÚLTIMA TARDE DEL PROFESOR KALTENBRUNNER

Noelia Pérez V.

02/08/2025

La nieve caía en Viena con la parsimonia de un violinista cansado. No era una nevada fuerte ni débil, sino esa clase intermedia que parece una duda meteorológica. Las luces amarillentas del Primer Distrito se difuminaban entre copos, y cada transeúnte caminaba como si arrastrara una culpa distinta. Desde la fachada grisácea del edificio número 12 de la Naglergasse se oía, a ratos, el eco brusco de una carcajada contenida. Era una risa incómoda, solitaria, que parecía no pertenecer a nadie en particular.

El inspector Gregor Melzer había dejado hacía años de preguntarse por qué Viena tenía esa tendencia a lo siniestro cotidiano. Uno podía entrar a una cafetería a las cinco de la tarde, pedir un melange, y descubrir que en la mesa contigua alguien escribía su testamento entre cucharadas de nata. No era extraño para él. La ciudad tenía una larga tradición de mezclar arte con tragedia, belleza con muerte, orden con decadencia.

Y esa tarde, mientras cruzaba la Michaelerplatz rumbo a la escena del crimen, Melzer sintió que el invierno le hablaba con voz sarcástica: “Otra vez un cadáver, y otra vez Viena haciendo de Viena.”

Lo habían llamado una hora antes. Un asesinato —o eso parecía— en el apartamento del profesor Ulrich Kaltenbrunner, un académico célebre dentro de círculos que nadie recuerda: filosofía moral, literatura apócrifa del Imperio, música para sordos, y otros temas afines. Un excéntrico respetado, en resumen.

Cuando Melzer llegó al edificio, el portero —un hombre minúsculo, con un bigote que parecía dibujado por un niño hiperactivo— lo recibió con un gesto nervioso.

—Inspector… nunca había visto tanta sangre en un piso tan ordenado —dijo, rascándose la nuca como si quisiera arrancarse la memoria.

—Eso ya lo veremos —replicó Melzer, siempre escéptico de la memoria ajena.

Subió las escaleras oliendo esa mezcla típica vienesa: polvo antiguo, perfume barato y una ligera humedad que proclamaba falta de calefacción en los pasillos. El apartamento 3B estaba abierto. Dentro, un silencio seco, tenso, lo recibió como un anfitrión muerto.

Una lámpara de cristal parpadeaba, creando sombras que parecían moverse con ritmo propio. Sobre el parquet había un cuerpo boca abajo, una figura delgada, rígida, con un charco de sangre que se extendía como una firma.

El profesor Kaltenbrunner.

Melzer se agachó, observando el detalle más revelador: la postura extrañamente teatral del cadáver, como si caer hubiera sido un acto ensayado.

Detrás de él, en un sillón de terciopelo verde, había una mujer. Muy elegante, demasiado compuesta para la situación. Miraba por la ventana como si la escena del crimen fuese un concierto poco interesante.

—Soy Elisabeth Sternberg, colega del profesor —dijo sin voltear la cabeza—. Yo encontré el cuerpo.

Melzer anotó mentalmente algo: esa mujer no estaba sorprendida, y mucho menos devastada.

—Cuénteme cómo lo encontró —pidió, caminando hacia ella.

Elisabeth cruzó las piernas. Cada gesto suyo evocaba una especie de teatralidad involuntaria, como si la tragedia fuera un idioma que hablaba fluidamente.

—Vine a entregarle unos documentos. Entré y lo vi así. No escuché nada extraño. El portero me abrió. Yo no tengo llaves del departamento.

—¿Y por qué vino exactamente? —preguntó Melzer, aunque sospechaba que la respuesta no significaría mucho.

—Un manuscrito —respondió ella, señalando una carpeta roja sobre el escritorio—. Ulrich estaba preparando una conferencia sobre la culpa secreta en la historia austríaca. Le fascinaban esos temas… peligrosos.

La palabra “peligrosos” quedó flotando en el aire como un copo indeciso.

Melzer estudió el cadáver. No había arma visible. Podía ser una puñalada en algún punto no obvio del torso, o un golpe en la cabeza. Pero la sangre dibujaba un patrón irregular, casi… simbólico.

Un sonido detrás del inspector lo hizo girarse. Un hombre obeso y rojizo como un jamón cocido había entrado sin pedir permiso.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó Melzer.

—Ferdinand Oskar, vecino. Escuché movimiento. Y pensé… bueno… ¿está muerto? —dijo mirando el cuerpo como quien mira una estatua mal hecha.

—Salga del departamento —ordenó Melzer.

—Claro, claro… disculpe… solo que me preocupa la seguridad del edificio —farfulló mientras retrocedía—. Aunque entre usted y yo… el profesor era muy raro. Siempre hablando solo. Y esa gente que venía a visitarlo por las noches… ya sabe… intelectuales…

Melzer suspiró. Intelectuales. En Viena eso podía significar desde poetas suicidas hasta nobles arruinados que jugaban al misticismo.

Cuando Oskar desapareció, Melzer volvió hacia Elisabeth. Tenía muchas preguntas, pero algo le decía que la mujer respondería solo lo que quisiera. Así era la gente con educación excesiva: sabían el arte de hablar sin decir nada.

—¿Cuál era su relación con el profesor? —preguntó, intentando empezar por lo obvio.

Ella se encogió de hombros.

—La relación habitual entre dos académicos: respeto, discusiones, y una buena dosis de envidia mutua. Aunque si desea especular sobre lo personal… no, no éramos amantes. El profesor era incapaz de entregarse siquiera a sus propios deseos.

Melzer tomó nota mental de aquello. Había algo venenoso en el tono de la mujer.

—¿Y el manuscrito? —preguntó.

—Le sugiero que lo lea. Quizá explique más que yo.

En el escritorio, la carpeta roja parecía arder en silencio. Melzer la tomó, pero no la abrió. Aún no.

Antes de que pudiera decir algo más, un ruido seco resonó en el pasillo. Un portazo. Una voz temblorosa.

—¿Ulrich? ¡Ulrich!

Una joven de unos veinte años irrumpió en el apartamento. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos húmedos. Llevaba una bufanda tejida a mano y guantes demasiado grandes, como si viviera corriendo detrás de sí misma.

—¿Dónde está? ¿Qué pasó? —preguntó, sin aliento.

—¿Usted es…? —inquirió Melzer.

—**Clara. Clara Weiss. Soy su alumna. Él debía corregirme unos textos. No respondió mis cartas. Vine a verlo… —susurró, mirando el cadáver solo un instante antes de cubrirse la boca con un sollozo.

Melzer percibió algo extraño: el llanto era real, pero había en la joven una tensión difícil de definir. Como si parte de su tristeza estuviera ensayada y otra parte fuera un secreto luchando por salir.

—Debe salir del lugar —dijo el inspector con una suavidad que no creía poseer—. No toque nada.

Clara asintió, pero antes de marcharse miró a Elisabeth con una mezcla indescifrable de odio y miedo. Elisabeth respondió levantando apenas una ceja, como si presenciara una obra de teatro mediocre.

Y allí, entre tres personas vivas que no se soportaban, y un muerto que los unía involuntariamente, comenzó la verdadera investigación.

EL MANUSCRITO

Melzer se encerró en su despacho cuatro horas después, con el cadáver ya enviado al Instituto Médico Legal y las dos mujeres y el vecino sometidos a declaraciones preliminares. Ninguna historia coincidía del todo con otra. Y todas tenían un hueco narrativo significativo.

Abrió por fin la carpeta roja.

El manuscrito se titulaba:

“La culpa invisible: ensayo sobre crimen sin castigo.”

No era precisamente reconfortante.

El texto comenzaba con una frase subrayada:

“Toda muerte en Viena es una confesión disfrazada.”

El manuscrito era una mezcla desconcertante de filosofía, crónica histórica y confesión velada. A ratos parecía que el profesor describía un crimen cometido por él mismo. En otros pasajes se dejaba entender que temía ser asesinado. Y en otros, que la muerte era una necesidad estética.

Era típico de Kaltenbrunner escribir de ese modo: con ironía grave, con ambigüedad casi matemática.

Pero había algo más perturbador: cada capítulo mencionaba a una persona real. Y dos nombres aparecían repetidamente.

Elisabeth Sternberg.

Clara Weiss.

Las presentaba como ejemplos de “culpas colectivas”, de “pecados heredados”, de “silencios transmitidos por tradición emocional”.

Melzer suspiró. A veces los intelectuales no entendían que escribir sobre alguien sin su permiso es la forma más elegante de cometer un homicidio literario.

Había, sin embargo, un fragmento que se destacaba sobre los demás:

“Una tarde, cada máscara caerá. La mía primero. Y quien lea esto deberá comprender que la verdad no está en los hechos, sino en la interpretación que de ellos hacen mis observadores. Seré asesinado muchas veces, incluso si muero solo una.”

El inspector frunció el ceño.

¿El profesor anticipó su muerte?

¿O simplemente jugaba a ser trágico, como tantos académicos vieneses?

Cerró la carpeta.

Necesitaba volver a hablar con ambas mujeres. Y con el vecino.

ELISABETH

La encontró en la cafetería Demel, sentada con una taza de chocolate caliente y la actitud de quien está acostumbrada a enfrentar policías con elegancia.

—Inspector, esperaba que me encontrara —dijo antes de que él hablara.

—El manuscrito la menciona repetidas veces.

—Por supuesto. Ulrich era obsesivo. Creía que cada persona con la que discutía era su enemigo, o su amante, o ambos. Yo solo era la única capaz de decirle que estaba escribiendo como un lunático.

—¿Discuten recientemente?

—Todos los días. Unos minutos antes de morir, incluso.

Melzer levantó la vista bruscamente.

—¿Unos minutos antes?

—Le dejé el manuscrito para que lo firmara. Él me gritó que no tenía autoridad para corregir su texto. Yo me reí y me fui. El portero puede confirmarlo.

—¿Y lo dejó vivo?

—Tan vivo como alguien que nunca vivió por completo —respondió Elisabeth con una sonrisa triste.

El inspector anotó algo más importante: la mujer no tenía coartada sólida. Y parecía casi… satisfecha de estar implicada.

Cuando Melzer se levantó, ella añadió:

—Inspector… si busca un asesino, búsquelo en los márgenes de un libro, no en el mundo real. Allí es donde Ulrich hacía sus enemigos.

Una frase demasiado perfecta para ser inocente.

CLARA

Clara vivía en un pequeño departamento cerca del Gürtel. Lo había heredado de su abuela. El lugar olía a té rancio y a libros usados.

—No lo maté —dijo ella antes de que Melzer hiciera pregunta alguna.

—No dije que usted lo hubiese hecho.

—Pero lo piensa. Lo noto en sus ojos. Todos piensan que las alumnas jóvenes estamos enamoradas de los profesores. Y que los matamos cuando nos rechazan.

—¿Estaba enamorada?

Silencio.

No un silencio tímido, sino tenso, filoso.

—Él era… importante para mí —admitió al fin—. Me había prometido recomendarme para una beca. Yo necesitaba esa beca. Realmente la necesito.

—¿Discutieron?

—Sí. Él… él dijo que mis textos eran inmaduros, que yo no entendía nada de la vida, que debía sufrir más antes de poder escribir algo decente. A veces creo que él disfrutaba destrozarme emocionalmente.

Melzer tomó notas.

El patrón se repetía: el profesor se había creado un pequeño círculo de enemigos emocionales. O de admiradores despechados. A veces eran la misma cosa.

—¿Dónde estuvo entre las 17 y las 19 horas?

Clara tembló ligeramente.

—Caminando por el canal. Sola.

Una coartada inútil.

Luego añadió, casi en un susurro:

—Inspector… él tenía miedo últimamente. Creía que alguien lo seguía. Decía que veía a un hombre de abrigo gris frente a su ventana. Yo… nunca lo vi. Pero él estaba convencido. Incluso me confesó que había hecho algo terrible en el pasado. Algo que podría salir a la luz.

—¿Qué cosa?

—No quiso decírmelo. Dijo que si lo contaba, su obra perdería sentido.

Interesante.

Muy interesante.

OSKAR

Ferdinand Oskar, el vecino obeso, vivía en un departamento que parecía una mezcla entre un museo viejo y un basurero cultural. Discos de ópera apilados, revistas de hace veinte años, olor a repollo hervido.

—Yo no maté a nadie —dijo de inmediato.

—No lo acusé.

—Pero sé cómo funciona esto —respondió Oskar, secándose el sudor de la frente—. En todos los casos policiales hay un vecino sospechoso. No quiero ser yo.

—¿Qué sabía del profesor?

—Era desagradable. Pedante. Siempre hablaba como si estuviera dando clase. Y tenía un ruido molesto de vez en cuando, como… murmullos. No sé.

—¿Murmullos?

—Sí. Como si hablara con alguien, pero… más bajito de lo normal.

—¿Visitas nocturnas?

Oskar abrió mucho los ojos.

—Ah, eso sí. Venían hombres. Dos o tres veces por semana. Tipos silenciosos. Nunca los saludaba. Tenían aire de… funcionarios. No sé.

—¿Funcionarios de qué?

—De los que te hacen sentir observado.

Melzer pensó en servicios secretos, archivos ocultos, historia del Imperio. En Viena, instituciones que ya no existen aún tienen formas de existir.

—¿Vio algo el día de la muerte?

—Sí —respondió el vecino—. Un hombre saliendo del edificio. Con un abrigo gris.

El inspector se irguió.

—¿Puede describirlo?

—No. Era de espaldas. Pero caminaba rápido. Como alguien que quiere salir del mapa.

LAS PIEZAS COMIENZAN A GIRAR

De vuelta en su despacho, Melzer conectó puntos.

Había tres sospechosos claros:

Elisabeth, fría, culta, enemiga íntima.

Clara, frenética, vulnerable, dependiente emocional.

Oskar, rencoroso y con demasiada imaginación.

Y además una figura nueva: el hombre del abrigo gris.

Demasiado literario para no ser real.

Melzer releyó un fragmento del manuscrito:

“A veces, quien te observa no quiere matarte, sino recordarte que ya estás muerto.”

El profesor había estado jugando a ser víctima.

Pero ¿había alguien dispuesto a convertir ese juego en realidad?

Tres días después, el informe forense llegó:

Causa de muerte: intoxicación por cianuro administrado en bebida caliente.

Hora aproximada: entre las 17:00 y las 18:00.

Eso cambiaba todo.

El profesor no había sido apuñalado ni golpeado.

Había bebido su muerte.

Y en su apartamento, la policía había encontrado una taza vacía.

Solo una.

REVELACIONES Y MÁSCARAS

Melzer reunió a las dos mujeres y al vecino en el salón del departamento del profesor, recreando la escena del crimen como una obra teatral vienesa.

Ellos dudaron en entrar.

Elisabeth por orgullo.

Clara por miedo.

Oskar porque odiaba las escaleras.

Melzer habló:

—El profesor fue envenenado. El veneno estaba en su bebida. Alguien estuvo aquí entre las cinco y las seis de la tarde. Y esa persona conocía bien a la víctima.

Miró a Clara.

—Usted vino sin avisar. Y discutió con él. Pero no había tazas extras. No bebió con él.

Clara bajó la cabeza.

—Él no me habría ofrecido nada. Siempre decía que una mente floja bebía demasiado té.

El inspector giró hacia Elisabeth.

—Usted sí bebía con él. Lo mencionó el portero: cada vez que venía, compartían un chocolate o un café. Y estuvo aquí minutos antes de la muerte.

Elisabeth sonrió como si la acusación fuera un cumplido.

—Sí, pero él estaba vivo cuando me fui.

Oskar carraspeó.

—Inspector… ¿y si fue ese hombre del abrigo gris?

Melzer negó con la cabeza.

—No hay cámaras que lo confirmen. Y si fue real, quizá solo era alguien huyendo del frío.

Luego, Melzer colocó la carpeta roja sobre la mesa.

—Este manuscrito contiene algo más que reflexiones filosóficas. Contiene amenazas veladas. Secretos. Culpas. Y motivos.

Abrió en un punto subrayado:

“El verdadero asesino será el que más tema perderme.”

Clara se echó a llorar.

—¡Yo lo amaba! Pero no lo maté.

Elisabeth rió con amargura.

—La palabra amor está tan sobrevalorada… Ulrich inspiraba otras cosas: envidia, desprecio, fascinación.

Melzer decidió dar el golpe final.

—El profesor dejó una nota escondida en su escritorio.

No era cierto.

Pero el efecto psicológico funcionó.

Elisabeth palideció.

Clara dejó de llorar.

Oskar abrió la boca como un pez.

—En esa nota —improvisó Melzer— él escribió: “La persona que me matará ya ha intentado hacerlo antes.”

Un silencio hiriente.

Entonces Clara habló.

—Elisabeth lo envenenó el año pasado. Lo sé. Él me lo dijo.

La académica se levantó bruscamente.

—Eso es una mentira absurda.

—Él solo bebía de su mano cuando usted venía —continuó Clara con voz temblorosa—. Tenía miedo de usted. Dijo que lo quería destruir intelectualmente. Que usted era la única capaz de matarlo sin ensuciarse las manos.

Elisabeth golpeó la mesa.

—¡Era una metáfora!

—Pero el veneno no es metafórico —interrumpió Melzer—. Y usted estuvo aquí en la hora exacta de la muerte.

Elisabeth, por primera vez, perdió la compostura.

—Usted no entiende nada —susurró—. Ulrich ya estaba muerto desde hacía meses. Solo faltaba que alguien cerrara el libro.

LA CONFESIÓN

Elisabeth terminó hablando mientras nevaba nuevamente sobre Viena.

—Él destruyó tesis, carreras, amistades. Humillaba a sus alumnos. Y se creía intocable. Yo intenté advertirle. Pero un hombre que nunca escucha se suicida lentamente con sus palabras.

—¿Lo envenenó porque la mencionaba en su manuscrito? —preguntó Melzer.

—Lo envenené porque ya había envenenado nuestras vidas.

Había rabia, pero también alivio.

—No quería matarlo —añadió—. Solo quería que se detuviera. Pero él bebió la taza de inmediato. Ni siquiera olió el aroma extraño. Murió corriendo hacia su propio final, como siempre.

Clara lloraba en silencio.

Oskar miraba hacia otro lado.

La nieve seguía cayendo.

Melzer suspiró.

La ciudad seguía siendo Viena:

belleza, tragedia, intelectuales con demasiadas palabras y muy poca prudencia.

EPÍLOGO

Meses después, mientras caminaba por el Burggarten, Melzer recordó una frase del manuscrito del profesor:

“En Viena, nadie muere realmente. Solo cambia de escenario.”

El caso estaba cerrado.

Elisabeth cumplía condena reducida.

Clara había recibido la beca, irónicamente otorgada por un comité que idolatraba al profesor muerto.

Oskar seguía observando por la mirilla, esperando que algún día la ópera de su edificio tuviera otro acto.

Y Viena…

Viena seguía siendo esa ciudad que respira elegancia mórbida, donde el asesinato es siempre una variación más del mismo vals.

Melzer compró un café.

Miró la nieve caer.

Pensó en Ulrich Kaltenbrunner, un hombre que murió exactamente como había vivido:

convencido de que todos los demás eran culpables.

Y mientras el viento helado acariciaba las estatuas del parque, el inspector entendió algo:

Que en esa ciudad, la culpa nunca es del asesino.

La culpa es de Viena.

Porque Viena no mata.

Pero inspira.

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