Una mañana de enero —un enero que no sabía aun si era comienzo o final de algo—, el avión rugió con la furia contenida de diez águilas ancestrales. Cuando el piloto liberó los frenos, aquel artefacto descomunal, mezcla de aluminio, piel humana y esperanzas selladas en pasaportes, se alzó con una dignidad casi griega hacia el reino de las nubes.
Desde el asiento 22A, un cubano que respondía al nombre de Julián sintió que algo en él se liberaba… o se rompía. La libertad, como los sueños, venía con un precio: miedo en la lengua, nostalgia en las costillas.

Dos años después, en una de esas noches que solo el invierno del exilio sabe conjurar —toda la nieve muda cayendo sobre los techos y los suelos—, Julián se hundió rendido a los ciclos del sueño. Era enero otra vez. Enero, el mes de la transmutación.
Su cuerpo entró, sin pedir permiso, al sueño REM: ese breve territorio donde el alma se asoma sin ropa al espejo. Ahí los ojos se mueven con frenesí bajo los párpados, la respiración imita el vértigo, y el cerebro juega a estar despierto sin estarlo. Allí nacen los sueños más vívidos, los que no se borran con el café.

Y fue entonces que el horror comenzó.

Julián se vio a sí mismo —como el Julián que fue — acostado en su antigua cama de la casa en La Habana Vieja. Todo estaba intacto: la humedad en las paredes, la luz que no venía, el zumbido punzante de los mosquitos que se alimentaban de desesperanza.
Era exactamente la misma escena que había vivido mil veces, salvo por un detalle: él nunca había emigrado. El exilio era un sueño, la libertad un parpadeo.
Eran las ocho de la noche y un apagón dictaba las leyes del mundo. El aire olía a calor detenido, y una tristeza espesa —como miel oscura— lo sujetaba del pecho. Lloraba. Sin ruido. Lloraba como lloran los que han despertado dentro de una vida que no eligieron.

Seis minutos después, Julián abrió los ojos. Mojado, pálido, con el corazón marchando a contratiempo.
Al día siguiente, frente a su psicólogo, dijo con voz que apenas era suya:
—Fueron los seis minutos más tristes de mi vida.

Y nadie supo si hablaba del sueño… o del despertar.

El psicólogo sabía que era del sueño.

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