Amar y dejarnos amar es, quizá, uno de los riesgos más profundos y transformadores que podemos tomar en la vida. No hay garantías, no hay certezas absolutas. Involucra exponer nuestras heridas, nuestras inseguridades, nuestras verdades más íntimas, y aún así decir: “aquí estoy, dispuesto a sentir”. Y eso, en un mundo que muchas veces nos enseña a protegernos, a no necesitar a nadie, a no depender, es un acto de verdadera valentía.

Arriesgarse a amar no significa lanzarse a lo desconocido sin cuidado, sino tener el coraje de confiar cuando podríamos elegir cerrarnos. Significa aceptar que el amor no siempre será perfecto, que habrá errores, decepciones, y momentos de duda. Pero también implica abrirnos a la posibilidad de algo inmensamente bello: una conexión auténtica, la sensación de ser visto y aceptado tal como somos, la experiencia de compartir el camino con otro corazón que late con el nuestro.

Dejarnos amar, por otro lado, puede ser incluso más difícil. A veces sentimos que no lo merecemos, que si alguien nos conoce de verdad se irá. Pero permitir que otro nos ame, con nuestras luces y nuestras sombras, es reconocer que somos dignos de afecto sin tener que ser perfectos. Es confiar en que alguien puede quedarse, no por necesidad, sino por elección.

En el fondo, amar y dejarnos amar es apostar por la vida en su forma más pura: relacional, humana, imperfecta y profundamente significativa. Quien ama, aunque corra el riesgo de salir herido, nunca pierde. Porque cada intento verdadero de amar nos moldea, nos enseña, nos humaniza. El amor, incluso cuando duele, siempre deja algo que nos hace mejores. Y vale la pena.

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