En medio de la campiña, bajo la luz oblicua de la tarde, un desconocido viajero gimotea en doloroso tranco, exhala fatigado su aire vencido, de zamarra mustia y raída, de báculo torcido, de melena canosa en ventolera, de piernas enjutas forzadas, de espalda inclinada y tortuosa, de rostro rugoso magullado, cruzaba los llanos luego de las serranías, arrastraba su alma moribunda. Escaso de provisiones, sus cueros vacíos libados, flacos talegos vanos, los botines rajados y la boca yerma. En un momento pudo oír las corrientes plosinas al alcance, que le indicaban su salvación, su vida. Quizá una milla más de camino y alcanzaría las dulces aguas, antes que la Perenta[1]
estrella se oculte tras las Caídas[2]
lejanas.

Luego de llenar los pellejos y saciar la garganta, estuvo arando el camino con sus pies entre la dehesa, riscos y zarzas, mirando bajo los rugosos párpados, los surcos de una antigua calzada, que cruzaba una aldea abandonada, entre árboles ocotes muertos y antiguos campos de labranza. Mientras imaginaba a los fantasmales habitantes del villorrio, en sus faenas y aflicciones diarias, el destello de la Perenta atardecida le cegó por un momento. Hubo de quitar la mirada para descubrir al sur en la lejanía, la triste silueta de una ciudad extraviada, agónica, levantada sobre una extensa y alta meseta, despoblada sin duda, pues ni fumarolas, ni trompetas ni algarabías desprendían sus interiores vacíos, y sus muros a medio caer, languidecían en sus fisuras, como en sus cicatrices un anciano guerrero languidece. A medida que se acercaba en su andar fatigado, más sacudía a sus oídos el atronador silencio de las muchedumbres, de aquella ciudad desierta, de los obreros, artesanos, venteros y comisarios, que ya no martillaban, ni voceaban ni protegían. Le recibió la descomunal muralla defensora, que le gritaba sus silencios a través de la inmensa cavidad de un portal, hendido en medio de esos graníticos cantos, cuyo sello de madera ya no existía, no resguardaba ni abatía. Tampoco vio lanzas vigilantes, no escuchó cornos ni tamboriles, ni sintió el aroma de las boyantes cocinerías, que su hambreado buche le fantaseaba. Siguió su paso el viajero entre las calles agrietadas, consumidas, buscando algún refugio en los destechados recintos, preguntándose el forastero, qué ciudad era aquella, qué reyes la gobernaron, qué gentíos la vivieron, qué leyes la castigaron.

Era la otrora magnífica ciudad de Alicie, llamada también la Alta Urbe, construida por los primeros Gúmaros sobre la saliente colina, en la que el Nortus y el Ántico batallaron alguna vez. Allí gobernaron los Admirables Parsinios, allí murió el Teleno decapitado, allí se levantó la alta Biblioteca y el monumental edificio senatorial, allí también nació Caranto, el hijo de Conisteo y de Bárbora, fieles servidores Arthalianos.

Cuando la Perenta estrella ya ocultaba, sus encarnados brazos en lontananza de mares, la ciudad vacía obscureció repentina sus bajeles, regurgitando sus fantasmales recuerdos, para que deambulen vacantes por sus calles fracturadas. Justo en el último crepuscular destello de la tarde, pudo el caminante hallar un viejo consistorio para su refugio, en el que tropezó torpe y a ciegas, con aquello y con lo otro, pues en el obscuro recinto sus florecidos candiles, lámparas y farolas, hace decenios ya que habían quemado sus postreras migajas de aceite. Tentando las paredes el viejo se internó en los pasillos apagados, pidiendo escuchar el canto de un grillo, el lamento agudo de una lechuza, o descubrir los brillosos ojos de un micho, pero nada de aquello halló, solo se halló él y su alma, solo él y su penitencia. En ovillo el viejo por fin se redujo, para afianzar sus espaldas y trasero, contra la primera descascarada esquina de tabiques, que sus manos a tientas lograron descubrirle. Antes de dormirse en cansancio, extrajo penoso de entre sus saquillos, su cuchillo quebrado y flojo con el que, sin ver, casi sin fuerzas y entre resoplidos, marcó su nombre en el muro, creyendo que era su última noche respirando, para que su cuerpo fuera bien nombrado, por el que descubriera en venidero, sus huesos yacientes y abandonados.

Mirando en la oquedad, cerrando largamente los ojos, respirando oscilante, errático, esperando el sueño o la muerte, la primera que llegase de ambas sombras, una eterna y la otra pasajera, se descubrió mirando por un boquete, que la abatida muralla abortó con los años, y tras de este, multitud de estrellas distantes, en visión que insinuaba sus propios orígenes, también remotos y estelares.

Por la abertura que le hechizaba, se comenzaron a colar sonidos pendulares de campanarios, de cantos callejeros, de venteros ofertando, de galopes yendo y viniendo, de risas y pláticas femeninas, de pregoneros anunciando, de sacerdotes en súplica, de cacerolas temblequeando al fuego, de niños corriendo, jugando, de muchedumbres en algarabía, durante momentos, durante horas, hasta que la luz Perenta le despertó, golpeándole a través del mismo ensoñador boquete. La luz estelar penetró arremolinada en el recinto, rebotó en las paredes, en las columnas dobladas, aquí en los alabastros partidos, allá en la terracota hendida, hasta caer de nuevo en sus ojos, en los decrépitos ojos del caminante, que quiso creer, en verdad quiso creer, que era la primera vez que avistaba clara aquella estancia que le resguardó, pero que no, que le era turbadamente familiar, repetida, en un eco mental desconocido y horripilante. Miró a su lado, en la pared que le abrigó durante la noche, para reconocer su propia marca de muescas, pero no vio su nombre una vez, dibujado a cortes cerriles, si no que vio diez, veinte, una centena de las mismas, de su nombre, esparcidas por toda la baja muralla, como si cientos de él mismo le hubieran precedido. Entonces buscó con la vista por todo el lugar, por una señal o vestigio, una visión del pasado, algo que le enfocara la mente hacia su propia identidad. En medio de vistazos en agobio, entre cofres y doseles polvorientos, entre baldosines rotos y molduras caídas, pudo ver, debajo de un paño de moho blanquecino, unos escudos viejos apilados, y más allá, aún no tocados por la luz del día, un haz de espadas herrumbrosas, dobladas, romas y latentes. Al ver esas armas en abandono, comprendió el viejo en sorpresa que alguna vez, hace muchas estaciones, sus propios brazos empuñaron, espadas brillantes y agudas como aquellas fueron, y que sus hombros alguna vez cargaron, relucientes escudos como aquellos fueron, armas que ahora aguardaban fútilmente, los espectrales brazos de guerreros muertos, las huesudas manos de soldados vencidos. Golpeada su mente por esas repentinas quimeras del pasado, con las manos cubriendo su rostro, con el estómago torcido y los ojos apretados, húmedos, suspiró el anciano una vez, una segunda y una tercera, hasta que sus memorias retornaron por completo. Recordó entonces el viejo caminante, que era el último vestigio de su raza, el último de los Gúmaros defensores, castigado por una falta ajena, castigado con una vida sin muerte, una vida que ya no deseaba más vivir.

[1] Sol del mundo Estrago.

[2] Montaña o Cadenas montañosas ubicadas entre la tierra y el océano.

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