La primera vez que hablaron, sus historias se entrelazaron como si ya se conocieran desde antes. Había tanto en común —sus heridas, sus sueños, sus derrotas y esperanzas— parecía que el universo los había moldeado por separado… pero con la misma forma.
Él,venía de la razón.
Ella, del corazón.
Dos extremos distintos.
Dos mitades necesarias.
Y fue así, sin esfuerzo, sin guión, como empezaron a reconocerse. A entenderse sin explicaciones, a hablar el mismo idioma sin haberlo aprendido. Compartieron sus pensamientos, conectaron sus almas, se completaron en el silencio y se encontraron en la risa.
Sus emociones se alinearon con una suavidad casi sagrada. Se acompañaron en lo tierno, se descubrieron en lo salvaje, se liberaron en lo íntimo. En cada encuentro, no solo se unían los cuerpos; se abrazaban los miedos, se acariciaban los deseos, se fundían los instintos y las más puras intenciones.
Lo suyo no era solo pasión.
Era fuego con propósito.
Era refugio.
Era verdad.
Era su hogar.
En ese amor que ardía con tanta fuerza, también hallaron calma. Paz. Esa sensación de por fin pertenecer a alguien sin dejar de ser uno mismo. Dos almas que, después de tanto buscar, encontraron su lugar exacto: hechas a la medida, imperfectas, pero perfectamente sincronizadas.
Cuando estaban cerca, todo tenía sentido.
Pero cuando la distancia llegó…
las emociones se desbordaron.
Las mentes se nublaron.
Y lo que antes era armonía, se volvió tormenta.
Aun así…
Ese amor no desapareció.
Solo se escondió.
Se guardó donde nadie pudiera apagarlo.
Porque saben que aún puede volver a arder.
Está esperando.
A que se calmen las aguas.
A que recuerden que se eligieron para crecer, no para destruirse.
A que se miren otra vez desde la luz…
y se abracen más fuerte en la oscuridad.
Allí, donde todo comenzó.
Donde sin límites, su conexión aún arde.
Silenciosa.
Viva.
Incontenible.
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