En torres de piedra, con musgo selladas,
vivía una dama de ojos violados,
hija del duque de tierras heladas,
y su medio hermano, de labios callados.
Criados por monjes, juraron silencio,
pero en los inviernos, el alma se abría;
bajo el roble viejo, con tierno desprecio,
sus cuerpos temblaban con tibia herejía.
—“Hermano, no somos del todo pecado…”—
decía ella en lenguas del bosque encantado,
y él, con la mirada del ciervo atrapado,
le daba su alma, su furia, su lado.
Mas llegó un fragón de aliento sulfúrico,
que ardía los cielos con alas de hierro,
y halló a los amantes en beso impúdico,
manchando de fuego el rosal del encierro.
El padre los vio —con ojos de cuervo—,
y dijo al obispo: “¡Esto es brujería!”
El clérigo rió, con gesto de siervo,
y urdió un castigo con cruz y agonía.
“Que beban del cáliz de púrpura y hielo,
que yacen los reyes que amaron sin ley,
y que su pecado, tan dulce y tan fiero,
lo arrastre el abismo y no vuelva al Rey.”
Mas en la espesura, un unicornio
lloraba la suerte de los dos impíos,
pues vio en su reflejo, con raro desdoro,
el mismo deseo, los mismos desvíos.
La doncella fue llevada a la torre,
allí donde el hambre quiebra las rosas;
el joven, colgado del yugo del pobre,
cantaba su amor entre horcas y cosas.
Pero el unicornio, blanco y eterno,
rescató sus almas con salto sin fin,
los llevó al crepúsculo más subalterno,
más allá del cielo, del odio, del fin.
El fragón volvió, de rabia vestido,
buscando cenizas que aún respiraran,
mas sólo encontró un anillo partido
y pétalos rojos que nunca se aclaran.
Desde entonces dicen los niños en coro,
que en noches de sangre y luna sin fe,
el bosque murmura en acento sonoro:
“El amor es crimen que nunca se fue.”
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