Había una vez —porque así comienzan todos los cuentos que se respetan— un niño con el alma sembrada de preguntas y los bolsillos llenos de silencios. Vivía entre libros que olían a tiempo y tardes que sabían a tinta. Su abuelo, un periodista de los de antes, de esos que sabían que las palabras no son solo letras, sino barcos, le contaba historias como quien siembra semillas: con paciencia, con fe, en el milagro de lo invisible.
—Mira, hijito —le decía el abuelo, mientras encendía su pipa que nunca fumaba—, un cuento no es un papel con letras, es un ser vivo. Nace de una mirada, crece con la duda, respira con el ritmo de quien lo escucha, y muere cuando nadie lo recuerda.
Aquel niño —llamémosle Tomás, aunque pudo haber sido cualquier niño con once años y un universo adentro— decidió escribir su propio cuento. Pero no con lápiz ni computadora. No aún. Primero se lo contó para sí, como una oración secreta.
“Debe tener una pregunta sin respuesta —le había enseñado el abuelo—, una atmósfera que te huela a algo, y un personaje que se parezca a vos, aunque tenga alas o tres ojos o hable con los caracoles”.
Tomás cerró los ojos en una siesta de julio, de esas donde el mundo se queda dormido y los grillos escriben en braille. Y allí, en ese rincón del mundo donde los niños imaginan sin pedir permiso, tejió su historia como se teje un suéter para el invierno del alma.
Era la historia de un niño que había nacido sin sombra. Por más que el sol lo abrazara, no dejaba huella en el suelo. Los otros niños lo miraban raro, y las maestras lo tocaban dos veces para comprobar que existía. Un día, cansado de no tener sombra, el niño decidió buscarla. Preguntó al río, a los perros, a los relojes de sol, incluso a los árboles más sabios. Nadie sabía.
Hasta que un viejo vagabundo, de barba como lluvia y mirada de siglo, le dijo:
—Las sombras no se buscan, muchacho, se encuentran cuando uno se mira por dentro.
Entonces, el niño sin sombra se sentó a esperarse a sí mismo.
Tomás lo escribió todo con la voz. Lo murmuraba mientras caminaba entre las flores secas del patio, lo repetía bajito al cepillarse los dientes. Cuando creyó tenerlo completo, lo recitó frente al abuelo, con ese temblor que sólo conoce quien pone el alma sobre la mesa.
El abuelo lo escuchó con el oído y con las arrugas. No lo interrumpió ni con un parpadeo. Y al final, como quien da un veredicto sagrado, dijo:
—Ese cuento ya tiene sombra, hijito. Porque te la prestaste vos mismo.
Tomás sonrió, aunque no tanto por el elogio, sino porque comprendió que los cuentos no necesitan nacer perfectos: sólo necesitan nacer.
Desde entonces, cada vez que alguien le preguntaba cómo se hace un cuento, él respondía con una frase que robó de Cortázar y modificó como quien amasa un pan ajeno:
—Un cuento es una verdad disfrazada de juego, y si no duele un poquito mientras lo inventas, entonces es que aún no lo encontraste.
Y así fue como el niño, ovillando palabras, se convirtió en tejedor de mundos, heredero del asombro, nieto de la tinta que después se trasmutó con la época en editor de textos.
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