Sentada en una pradera abierta
al borde del océano,
durante la hora azul,
cuando la luz del día muere
y el cielo se tiñe de un melancólico índigo.
El viento mueve suavemente su vestido
y su cabello, pero no hay desorden:
es un viento tibio, cómplice,
como si trajera murmullos del otro.
Frente a ella, el mar se extiende con la calma de una tormenta que ya pasó,
cuyo eco aún se siente en el pecho.
Las olas rugen, respiran.
Y en esa respiración, hay memorias,
nombres que ya no se pronuncian.
Ella ya no llora, pero hay lágrimas detenidas
en la forma en que abraza sus rodillas.
En la arena, una figura apenas visible
parece formarse con el viento:
Silueta de él.
Un fantasma leve.
Amor que no fue, pero sigue siendo.
En su pecho, una pequeña luz:
un corazón que late, dulce, sí…
pero hecho de algo impenetrable,
como un cristal templado por el dolor.
Una dignidad que ama incluso en la ausencia,
con una nostalgia que en vez de destruir,
brilla con su propio fulgor.
OPINIONES Y COMENTARIOS