La habitación aún conserva el aliento tibio de las promesas, pero ya no queda nadie que respire dentro de ellas.
Él yace al borde de mi cama como un cuadro sin firma, como un cadáver que alguna vez supo besar. No hay violencia en su postura, sólo esa maldita y espantosa paz que tienen los cuerpos que ya no arden por dentro.
La penumbra lo acaricia como antes lo hacía yo, pero esta vez es distinto: no hay jadeo, no hay deseo, no hay culpa. Sólo la sombra acurrucada sobre su piel que se ha vuelto de un blanco enfermizo, como de estatua olvidada en un mausoleo sin nombre.
Yo lo amé.
Dios sabe que lo amé con la misma furia con la que se incendian las ciudades malditas, con la ansiedad de quien muerde por hambre y no por deseo.
Pero hoy, mírame, estoy aquí de pie, frente a lo que queda de él.
El artista muerto.
El asesino de sí mismo.
El lienzo que se negó a sentir más color.
Su pecho no se alza.
Y eso me parte.
Me quiebra no por su muerte física, sino por esa descomposición espiritual que emana desde sus ojos vacíos.
Se ha podrido el amor dentro de él, y con él, su humanidad.
El hombre que besaba mi cuello como si se aferrara al último sorbo de agua en el desierto… ahora es sólo un cadáver tibio, uno que aún camina, pero que ya no vive.
Se ha convertido en mi fantasma.
No importa que respire.
No importa que hable.
No importa que, a veces, ría como antes.
Él ya está muerto. Lo sé. Lo siento. Lo veo.
Porque su alma la tengo yo.
La enterré con cada palabra que no dijo, con cada disculpa que no pidió, con cada noche que me dejó sola creyendo que amar era poseer y no sostener.
Y lo que más me atormenta… Es que aún me visita.
No en sueños, no como un espectro blanco flotando en el marco de una puerta. Me visita con los gestos.
Con esa forma que tienen los muertos de dejar perfume en las sábanas.
Me mira desde el reflejo del vaso vacío.
Se carcajea desde el silencio de la casa. Y cuando me toco, a solas, él es la mano que me juzga desde otra vida.
—¿Qué te pasó…? —le susurro al borde del colapso, mientras mis rodillas tiemblan sobre el suelo.
Mis dedos tiemblan y rozan su mejilla helada, tan ajena, tan de otro mundo. No responde. Pero sus ojos…
¡Dios!
Sus ojos me devoran.
Antes eran castaños, como la miel quemada en diciembre.
Hoy, son dos pozos negros, dilatados por la decepción, como si la vida le hubiera escupido dentro hasta que no quedó nada.
—¿Qué les hicieron a tus ojos…? —lloro—. ¿Dónde estás?
Ese no eres tú.
Ese que me mira no eres tú.
Lo repito como si fuese un exorcismo. Pero no funciona. No hay cruz que purifique la ausencia.
Su cuerpo no se mueve. Solo está ahí, inerte, como esperando que yo haga algo, que le dé sentido. Pero el sentido ha muerto con nosotros. El amor, ese que grita y muerde, ha sido diseccionado como una mariposa en vitrina.
Y es entonces, al ver su carne sin vida, que algo dentro de mí se enciende.
El pecho me arde.
La sangre me hierve.
Me duele, me duele tanto que siento que gritar me mataría.
Yo, la amante viva.
Él, el amor muerto.
La escena es grotesca: mi boca sobre la suya, queriendo robarle el alma que ya no existe. La lengua intentando lamer el calor que alguna vez me habitó.
Pero no responde.
No hay reacción.
Sólo un muerto frío, hermoso, miserable.
Mi muerto.
Y entonces, lo confieso.
Sus ojos vacíos me han condenado.
Su silencio me ha vuelto mártir.
Ya no soy yo. Ya no soy carne.
Soy sombra. La viva que se acuesta con su verdugo muerto.
El cuerpo me pide fuego.
El alma, justicia.
El corazón, venganza.
Pero todo es en vano.
Su imagen me perseguirá en esta vida y en la otra.
En el purgatorio me esperará.
Seremos eternos en el tormento.
Él, frío.
Yo, ardida.
Así nos condenamos.
Así nos amamos.
BARAKAT RUFFILO.
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