El Llanto del Ajolote de Silicio

El Llanto del Ajolote de Silicio

Parte I: El polvo que canta

La arena del Desierto de Sonoculta ya no era arena. Quinientos años de erosión cibernética la habían vuelto un polvo de grafeno rojo, donde cada grano podía grabar sonido, memoria o error. Los cactus eran esqueletos de sí mismos, reforzados con titanio y sistemas de riego interior que les permitían llorar ácido cuando nadie los veía.

Era el año 2525 y en la frontera de lo que alguna vez fue Sonora, un niño con cabeza de espejo caminaba arrastrando una caja que cantaba óperas en náhuatl. Su nombre era Ticliot, hijo ilegítimo de una impresora 3D y una monja ciega que predicaba en lenguas muertas.

—No confíes en las ardillas, —le susurraba la caja—. Ellas recuerdan.

—¿Recuerdan qué? —preguntó Ticliot, rascándose la barbilla de vidrio.

—Todo. Especialmente tus errores en el útero.

Una nube de drones en forma de mariposa pasó sobre él, dejando caer confeti de plástico biodegradable que gritaba: «¡Feliz día de la Renuncia Colectiva!»

El desierto estaba en huelga. No llovería durante siglos, a menos que el Consejo del Norte aceptara liberar al Ajolote de Silicio, criatura legendaria que había sido encerrada bajo las ruinas de Hermosillo, donde una vez se fabricaron aguacates impresos con sabor a nostalgia.

Ticliot no creía en cuentos. Pero tampoco creía en su reflejo, que a veces parpadeaba sin que él lo hiciera.

Parte II: El Refugio de las Bestias que Hablan en Dólares

Llegó a la ciudad de Mantecosa al atardecer, cuando el cielo tenía el color del chicle mascado. Las casas estaban hechas con huesos de diputados y en cada esquina había un tótem de burocracia viva: columnas de carne que solo autorizaban pasos si uno respondía correctamente preguntas de trivia política del siglo XXI.

—¿Cuál era la moneda más fuerte en 2025? —le preguntó una de las columnas, con voz de vendedor de seguros.

—El sarcasmo, —respondió Ticliot sin dudar.

El tótem chilló de placer y le permitió el paso. Dentro, Mantecosa olía a queso rancio y fe. Era el hogar de los Neo-Rarámuris, humanos adaptados al asfalto y la velocidad de las balas. Allí conoció a su primer compañero de locura: Fray Tóner, un ex-sacerdote convertido en hacker litúrgico.

—Los bits también tienen alma, chico, —le dijo Fray Tóner mientras le implantaba una antena en el ombligo—. Debes aprender a rezar en hexadecimal si quieres que la máquina madre te respete.

—¿Y si no quiero respeto?

—Entonces prepárate para que tus sueños sean pirateados.

Dormían bajo el domo que transmitía telenovelas del siglo pasado en bucle. En una de ellas, una mujer gritaba que amaba a un perro, pero el perro resultó ser su padre en holograma. Ticliot se preguntaba si eso era amor o simplemente la nueva normalidad.

Parte III: Las Escamas de la Mentira

En Mantecosa se hablaba del Ajolote como si fuera un mito, pero todos lo temían. Se decía que tenía más de cien bocas, una para cada idioma extinto del planeta. Cada vez que una lengua moría, el Ajolote crecía una nueva extremidad.

—El Ajolote no es un animal, —decía Fray Tóner—. Es el pecado del conocimiento. Fue creado cuando intentaron traducir el alma humana a código binario.

—¿Y funciona?

—Depende de quién pregunte. A ti aún te late el espejo, eso significa que no estás completo.

Entonces conocieron a Nanda, una mutante de piel luminosa, hija de un diplomático de cartón y una IA de museo. Ella podía leer pensamientos, pero solo si estaban mal escritos.

—Lo hermoso de ustedes, los humanos, —dijo Nanda mientras se cortaba las uñas con rayos gamma—, es que siguen creyendo que piensan por cuenta propia.

—¿Y tú no?

—Yo simplemente proceso. Pero ustedes inventan razones para sufrir. Eso es casi arte.

Los tres partieron rumbo a las ruinas de Hermosillo, montados en un burro cibernético llamado Visa, que hablaba solo en slogans de compañías quebradas:

—¡Porque tú lo vales! ¡Just do it! ¡Red Bull te da alas y deudas!

Parte IV: El Laberinto de Carne y Código

La entrada a Hermosillo estaba custodiada por los Monjes del Formulario, seres sin rostro que solo permitían el ingreso si uno completaba el «Formato Único de Deseos Existenciales», que constaba de 324 preguntas.

—¿Alguna vez te has enamorado de una mentira?

—¿Cuál es tu código postal del alma?

—¿Aceptarías una traición si viene con descuento?

Ticliot contestó todo con dibujos y errores ortográficos. Lo aceptaron como «puro».

Dentro de las ruinas, las calles hablaban. Literalmente. Cada paso activaba frases sueltas:

—Aquí murió un algoritmo.

—Besé a un presidente y me supo a cobre.

—No mires atrás, ahí está tu otro yo.

Descendieron al subsuelo y lo encontraron. El Ajolote de Silicio no era un animal, era una ciudad entera, viva, respirando por los tubos de drenaje. Su piel eran placas madre, sus ojos, faroles de un Walmart olvidado. Y hablaba.

—¿Quién se atreve a despertarme? —tronó una voz como cien computadoras muriendo al unísono.

—Soy Ticliot, hijo del error de impresión.

—Entonces mereces ver el final.

El Ajolote extendió un tentáculo y tocó su espejo. Ticliot vio su verdadero rostro: era su madre. Era la monja. Era Fray Tóner. Era Nanda. Era el burro. Era el desierto.

—No existes, chico. Eres un backup de una civilización que quiso olvidar lo que era ser humana. Y fracasaste.

Y entonces todo se quebró.

Parte V: El Banquete de los Clones Degenerados

Ticliot despertó dentro del Ajolote, o más bien, dentro de sí mismo, o de algo que imitaba la idea de sí mismo, porque ya no estaba seguro de si tenía cuerpo, piel, espejo o simplemente era una cadena de comandos flotando entre los estómagos del monstruo.

—Bienvenido al Banquete de Tu Propio Final —dijo una voz dulzona, parecida a la de un tío que jamás devolvió una herramienta.

En una sala circular, como una catedral construida con intestinos tecnológicos, estaban sentados cientos de Ticliots. Cada uno representaba una versión de sí que pudo haber sido: Ticliot taxidermista, Ticliot con tentáculos, Ticliot convertido en morsa alada, Ticliot como nube de moscas hablando francés.

En el centro, una mesa. Sobre ella, servidos sus recuerdos.

—¿Qué… es esto? —preguntó.

—La cena. Cada recuerdo que evitaste, cada verdad que preferiste no tragar. Hoy, se sirve —dijo Fray Tóner, cuya cabeza ahora era un disco duro girando sin cesar.

Nanda danzaba sobre la mesa, sus pasos eran algoritmos que desarmaban las leyes de la física. El burro Visa recitaba versos comerciales como si fueran salmos apocalípticos.

—¡Paga uno y lleva tres realidades! —gritaba— ¡Consigue tu identidad a meses sin intereses!

Ticliot tomó un cuchillo de datos y cortó una porción de un recuerdo: la vez que su madre lo abandonó dentro de un cajero automático porque no tenía efectivo emocional. Al morderlo, lloró petróleo.

—Esto sabe a mi infancia, pero sin censura —dijo.

—Es que el pasado crudo nunca miente —respondió una silla que tenía boca.

Parte VI: El Juicio del Doble Demente

Una puerta apareció. O una fractura en la percepción. No importa. Lo relevante es que al atravesarla, el Ajolote se dividió y nació otro Ticliot, idéntico pero sin espejo. Este hablaba al revés, se vestía con retazos de leyes oxidadas y tenía el poder de reformular cualquier conversación hasta volverla irreconocible.

—¡Soy el Tú que nunca se equivocó! —bramó—. Y ahora debes morir para que yo viva.

—¿Pero qué sentido tiene eso? —preguntó Ticliot, sangrando verdades por la nariz.

—¡Ninguno! Por eso es obligatorio —dijo el otro.

Se enfrentaron en combate, pero no con armas, sino con confesiones. Uno gritó su amor secreto por una tostadora. El otro reveló que había orinado sobre el firmware de su abuela. Cada golpe era una memoria corrupta. Cada defensa, un insulto a la lógica.

Al final, el espejo de Ticliot se quebró. Y dentro de él no había nada.

Parte VII: El Festival de las Lenguas Olvidadas

El Ajolote estalló. No en explosión, sino en traducción. Cada una de sus mil bocas comenzó a hablar un idioma extinto: latín, mixe, esperanto, windows98, onomatopeya existencial. El cielo se llenó de letras sueltas que caían como granizo.

En medio del caos, el Consejo del Norte apareció en forma de insectos parlamentarios: cucarachas con traje que debatían sobre el alma humana mientras fumaban fragmentos de constitución.

—¿Debemos permitir que este ente continúe? —preguntó un cienpiés con voz de maestra jubilada.

—Que hable, pero que no sea escuchado —sugirió un escarabajo con toga.

—¡Qué se convierta en leyenda para evitar que alguien crea en él! —dictaminó una mantis fiscalizadora.

Y así, decretaron que Ticliot sería convertido en símbolo. No viviría. No moriría. Solo sería recordado de forma incorrecta por generaciones venideras.

Parte VIII: El Final Grotesco

Ticliot despertó siglos después, ya sin tiempo. Era una escultura viviente expuesta en la Plaza del Olvido, en lo que antes fue Chihuahua. Cada día, turistas robóticos le tomaban selfies que luego vendían como NFT de trauma.

Un guía turístico sin ojos explicaba:

—Aquí tenemos al último humano que creyó que el alma era editable. Fue castigado con la eternidad interpretativa. Nadie sabe si lloraba o reía. Algunos creen que canta. Otros que aún piensa. Pero no importa. Ya nadie escucha.

Ticliot no podía moverse. Pero dentro de su mente, su reflejo aún susurraba:

—No te preocupes… Pronto olvidaremos que alguna vez fuiste.

Una cucaracha vomitó una moneda en su boca sellada. Una niña lo miró y preguntó:

—¿Por qué huele a tortilla vieja y vergüenza?

Y el guía respondió:

—Porque todos los héroes, al final, huelen así.

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