En una casa de rejas y sauce,
donde el tiempo no entra, ni el aire, ni el sol,
una niña jugaba a los nombres
mientras el mundo callaba su horror.
Tenía trenzas y un cuaderno nuevo,
dibujaba gatos y lunas en flor,
pero había un cuarto al fondo del día
donde el alma aprendía el temor.
Un perfume agrio, un roce sin rostro,
una voz que decía: «no temas, es ley»,
y la infancia, esa patria invisible,
fue enterrada sin rito, sin fe.
Nadie notó la grieta en su risa,
ni el invierno constante en su piel.
Solo el cura decía: “Es callada, muy buena”,
mientras el altar olía a hiel.
Años después, en otra provincia,
desaparecieron dos sombras al mes.
Las noticias decían: “Son hombres de estatus”,
la justicia, otra vez, no los fue a ver.
En la pensión donde alquilaba el olvido,
una mujer tejía al anochecer,
no usaba nombre, ni espejo ni himnos,
solo un cuaderno lleno de sed.
Cada vez que encontraba al elegido,
le hablaba bajito, con voz de merced:
“¿Recuerdas el cuarto? Yo sí, y mi cuerpo,
también te recuerda, sin retroceder.”
Nunca gritaban, no daba lugar.
Les cerraba los ojos con manos de sal.
Los dejaba tendidos en campos ajenos,
con flores robadas a un funeral.
Creía que hacía lo justo, lo puro,
como si lavara con sangre su ayer,
como si en cada cuerpo inerte
resucitara a la niña que no pudo ser.
Algunos decían: “Son muertes limpias,
sin odio, sin caos, sin ritual brutal”,
y en su cuaderno —página tras página—
ella anotaba: “Fui a redimir, no a matar”.
Una vez la siguieron, un hombre la vio,
trazó su perfil, la quiso atrapar,
pero antes que el juicio llegara a su puerta,
ella misma se dejó encontrar.
Frente al juez habló en voz de iglesia,
como quien recita un verso moral:
“No soy un monstruo, soy un espejo,
devuelvo al mundo su propio mal.”
Hoy duerme en celdas sin nombre ni tiempo,
y algunos aún rezan por su piedad,
pero en sueños, las niñas la buscan,
y la llaman madre, justicia, o paz.
OPINIONES Y COMENTARIOS