El último invierno de Helena Rottmann

El último invierno de Helena Rottmann

Arancibia Joe

22/07/2025

En la villa burguesa de Steinach, arrinconada entre las colinas marchitas del sur alemán, donde los inviernos llegaban como viejos quejumbrosos y las primaveras nunca terminaban de convencer, vivía Helena Rottmann, la hija del farmacéutico retirado, y aún más, la sombra de una mujer que alguna vez creyó haber conocido el amor. Su historia no era ruidosa ni memorable, al menos no para la mayoría. Pero como ocurre con algunas vidas discretas, en ella se hallaba ese matiz de tragedia tan íntimo, tan finamente tejido, que parecía haber sido escrito por la misma mano que borda los sueños de los hombres trágicos.

Helena tenía cuarenta y tres años cuando comenzó el invierno que sellaría su destino. Era todavía una mujer de rasgos nobles, aunque la palidez de sus mejillas y la leve curva descendente de sus labios hablaban de un alma donde la esperanza se había convertido en un huésped incómodo. Vivía sola desde la muerte de su madre, en una casa que olía a cera de abejas y libros empolvados, entre retratos que sólo sabían mirar hacia atrás.

No era particularmente religiosa, pero cada jueves, por costumbre más que por fe, encendía una vela frente al retrato de su padre. En ese ritual, Helena encontraba una forma de ordenar su soledad, de plegarla en segmentos manejables. Era el tipo de mujer que aún usaba cartas de papel para mantener el contacto con sus primas en Kassel, y que había leído a Goethe con una devoción casi peligrosa. Por eso, cuando Heinrich Lubeck volvió al pueblo tras más de dos décadas, algo en su interior, algo pequeño y tembloroso como un pájaro recién salido del cascarón, pareció resucitar.

Heinrich había sido su amor de juventud, aunque “amor” es una palabra que a veces resulta demasiado burda para ciertos vínculos. Él había partido a Viena a estudiar medicina, con una vocación que oscilaba entre la cirugía y la poesía, y ella había quedado en Steinach, educada por institutrices y libros franceses, aguardando. Las cartas comenzaron intensas, luego esporádicas, después fingidamente indiferentes. Un día simplemente cesaron. Se dijo entonces que él se había casado con una pianista. Luego, que la pianista se había suicidado. Después, que Heinrich había trabajado en la India, curando leprosos. Helena no creyó ninguna de esas versiones del todo, pero las conservó como quien guarda postales viejas de un viaje que no hizo.

Ahora, Heinrich volvía con el cabello blanco, los pómulos afilados como un invierno ruso y la mirada llena de ese tipo de cansancio que sólo las almas hondas conocen. Había alquilado una habitación en la antigua pensión Höfler, cerca del bosque, y paseaba por el pueblo como si reconstruyera un mapa antiguo a partir de migajas emocionales. Helena lo vio por primera vez una mañana gris de noviembre, mientras él se detenía frente a la farmacia vacía que había pertenecido a su padre. El reencuentro fue contenido, casi ceremonial. Hablaron del clima, de los difuntos, del estado del país. Y sin embargo, detrás de cada palabra, parecía agazapada la vida que no vivieron.

—No has cambiado tanto, Helena —dijo él, con una voz que parecía estar hecha de recuerdos.

—Tú sí —respondió ella, sin amargura, sin alegría.

Los encuentros se volvieron regulares. Paseaban por los senderos boscosos, hablaban de música y política, de Schopenhauer y la decadencia moral de la burguesía. Helena sentía, contra toda lógica, que algo germinaba. Pero no era exactamente amor lo que crecía. Era más bien una especie de réquiem por el amor. Y eso, paradójicamente, lo volvía más poderoso.

Una tarde nevada de enero, Heinrich le confesó que estaba enfermo. No con palabras, sino con gestos: el modo en que sus manos temblaban al sostener la taza, el silencio prolongado cuando intentaba recordar un nombre, la forma en que su cuerpo parecía replegarse hacia sí mismo como si buscara morir en privado. No hizo falta que lo dijera. Helena supo.

—Te quedarás aquí —declaró ella, sin consultarlo—. En mi casa. Hay habitaciones vacías y no tiene sentido que enfrentes esto solo.

Él la miró con una ternura que parecía venir del centro mismo de la tierra. No negó. No agradeció. Se dejó llevar.

Los meses siguientes fueron una lenta agonía compartida. No había besos, ni caricias, ni palabras románticas. Pero había algo más alto, más serio, más humano. Cada noche, ella le leía fragmentos de Thomas Mann o de los diarios de Tolstoi. Le preparaba caldos con jengibre y le cantaba, con una voz que ya no era joven, pequeñas arias que su madre solía entonar. Cada noche era un acto de fe sin dios, una misa sin altar.

Y sin embargo, el amor no resiste del todo al cuerpo en descomposición. A veces, Heinrich tenía ataques de furia: gritaba, rompía objetos, la llamaba por el nombre de su difunta madre o de aquella pianista que quizá nunca existió. En esos momentos, Helena se volvía de piedra. Sabía que era el alma quien se resistía a morir. Sabía también que él no la amaba, no de ese modo, no en ese plano.

La última noche de febrero, Heinrich pidió que abrieran las ventanas, aunque nevaba. Quería sentir, dijo, “cómo el mundo se enfría por última vez”. Ella obedeció. Se sentó a su lado y le tomó la mano. Permanecieron así, sin hablar. Al amanecer, él ya no respiraba. En su rostro había una expresión que no era de paz ni de sufrimiento, sino de certeza. Como si, al final, hubiera entendido algo.

Helena no lloró. No en ese momento. Ni siquiera en el entierro, al que acudieron apenas siete personas. No lloró durante las semanas siguientes, cuando cerró su casa y volvió a escribir cartas —esta vez para avisar que no contestaría más. No lloró tampoco cuando, en abril, dejó el pueblo sin decir adónde iba. Sólo dejó una nota para su prima en la que decía: “He vivido algo que se parece al amor, pero que lo ha superado. No hay nombre para eso.”

Se dice que Helena fue vista en Viena, en una biblioteca. Luego en Lucerna. Finalmente, en un monasterio del Tirol. Nunca regresó a Steinach. Pero en la casa Rottmann, aún se enciende cada jueves una vela frente al retrato del farmacéutico. Nadie sabe quién la enciende.

Y cada invierno, cuando cae la primera nevada, los aldeanos aseguran que una figura de abrigo negro pasea sola por el bosque, murmurando versos de Heine, como si esperara a alguien que no ha dejado de morir.

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