A Mario lo dejó su novia porque no tenía lavadora. Y, en cierto modo, él lo entendía. Lavar a mano nunca fue una costumbre digna de orgullo. No era romántico ni estético. Era, simplemente, el reflejo crudo de la pobreza que le esperaba si seguían juntos.
—No puedo seguir viniendo a tu casa a lavar a mano, en una tina vieja y fea, yo no merezco esto —reclamó Tatiana, mientras recogía su mochila y cerraba la puerta con un golpe seco, intentando fingir una dignidad que ya no tenía.
Lo irónico es que en su casa ni siquiera tenía agua. Por eso, desde que tenía catorce años, su madre, entre coqueteos forzados y favores prestados, enviaba a Tatiana religiosamente cada viernes a lavar a la casa del señor Matías Huanchaco, el padre de Mario, quien sabiéndose enfermo y astuto como buen viejo de barrio, había instalado una conexión clandestina de agua corriente. Aquella hazaña fue una sensación digna de envidias en su momento, pues su familia era de las pocas que tenía la dicha de poder bañarse bajo la soprendente comodidad que una cañería de PVC podía ofrecer, y a diferencia de los demás, no tenían que agacharse torpemente hasta una tina de plástico corriente para recoger agua y echársela encima, como era costumbre en el pueblo joven La Bella Esperanzza.
—Por favor… quédate —suplicó Mario con un hilo de voz.
Pero ya era tarde. Ella se había ido. No volvería. Ni siquiera se dignó a mirar atrás. Sustuvo la ropa limpia en su mano derecha, y con la otra cerró la puerta. Y nunca volvió.
Mario no tenía lágrimas porque tampoco tenía ojos, había jurado que sus ojos serían solo para Tatiana, y, como se fue, sus ojos partieron con ella.
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