Claudio: la fragilidad de lo posible

Claudio: la fragilidad de lo posible

Paula

19/07/2025

Nunca
fue posible precisar el momento exacto ni el lugar, pero desde el
primer instante él pareció inalcanzable. Su presencia llenaba el
espacio entre quienes lo rodeaban con esa distancia transparente que
no dejan ver los ojos, pero que el corazón reconoce enseguida. Había
algo en su manera de estar de pie, como si el mundo tuviera que
aprender a girar a su alrededor. Sus gestos, pausados y seguros,
marcaban el ritmo de un lenguaje silencioso que solo quien tuviera
paciencia podría descifrar.

Lo observaban en medio de la multitud, sin atreverse a acercarse.
Fue entonces cuando descubrieron que su sonrisa tenía límites, que
solo concedía a quienes lograban cruzar la barrera de su calma
imperturbable. Todo intento de acercamiento encontraba una distancia
invisible que recordaba que no cualquier gesto podía alcanzarlo.

Quizás por eso, desde ese instante, seguir su rastro era como
perseguir la brisa: tan real, tan cerca y, sin embargo, siempre un
poco más allá. Había en él la promesa de un misterio que invita a
soñar y la suave nostalgia de lo inalcanzable.
Lo ven, lo
admiran, y él lo sabe. Pero a menudo se siente como un enigma
prestado, una figura que despierta ansias más que preguntas, y
podría preguntarse si alguien alguna vez se ha detenido a descubrir
lo que hay más allá de la piel y la mirada que lo devuelve deseado,
pero siempre lejano.

Hay en él una atracción tejida desde la ausencia, una presencia
hecha de silencios y espacios vacíos, como si lo esencial de su ser
habitara precisamente en lo que no se revela. No es el brillo de sus
palabras ni la fuerza de sus gestos lo que convoca miradas, sino esa
invitación muda, el misterio de lo no dicho, de lo que queda a
medias en una conversación o se adivina en la curva apenas insinuada
de una sonrisa.
A veces parece que su belleza reside en lo que
calla, en los gestos que retiene, en la sombra de las preguntas que
nunca formula. Hay momentos en los que quienes lo rodean se sienten
irremediablemente atraídos hacia él, no por la promesa de
respuestas, sino por la promesa de un enigma, por el deseo de
explorar los vacíos y leer entre líneas lo que no está.
Se
mueve por el mundo como quien deja huellas en la arena: leves,
transitorias, imposibles de retener, y es esa fugacidad la que
intensifica el anhelo de hallarlo en lo invisible, de encontrar
acceso ahí donde solo deja indicios, donde lo real y lo posible se
confunden en la distancia entre la presencia y el deseo.
Quizás
en esa ausencia resida la verdadera seducción: en la búsqueda
inacabada, en la sospecha dulce y amarga de que, tras cada sonrisa y
cada pausa, se guardan pensamientos mudos y heridas no compartidas. Y
así, su misterio no es solo lo que lo rodea, sino lo que impulsa,
una y otra vez, a intentar descubrirlo.

Hay en su manera de estar, en el equilibrio sereno de su cuerpo y
en la firmeza templada de sus gestos, una belleza masculina que no
responde a moldes: ese magnetismo discreto, casi involuntario, que
surge de una convicción callada, de la fuerza contenida bajo la
piel. Sin embargo, lo que de verdad lo distingue es esa lucidez con
la que observa el mundo—una mirada entrenada para captar matices,
para desenredar las tramas sociales donde otros solo ven
costumbres.
Quizás por eso, su atractivo va más allá de lo
visible. Habla poco, escucha mucho y en sus silencios hay preguntas
más intensas que cualquier respuesta. Da la impresión de que todo
lo analiza con el rigor de quien ha aprendido a no dejarse engañar
por la apariencia de las cosas, y sin embargo, últimamente, la
realidad parece pesarle un poco más.
A veces, cuando cree que
nadie lo mira, su expresión se suaviza y en la sombra de sus ojos
asoma algo parecido al cansancio; como si tanta realidad le hubiera
desgastado la esperanza. Parece buscar todavía —quizás sin
saberlo—una razón sencilla, elemental, alguna señal pequeña que
lo devuelva al asombro, a la promesa de que todavía hay algo genuino
que vale la pena ser descubierto entre lo cotidiano y lo fugaz.
Así,
la fuerza de su presencia convive con esa fragilidad apenas
insinuada, y es ahí donde su atractivo se vuelve más hondo, más
inquietante: en la honestidad de su desencanto y en el anhelo, apenas
disimulado, de volver a creer.

Nadie sabría decir cómo se desenvuelve en ese terreno donde el
amor borra las certezas y exige un lenguaje nuevo, un territorio en
el que las palabras se inventan sobre la marcha, simple y
desprotegido, como los primeros pasos de quien aprende a confiar.

Quizás en el amor se muestre con la misma honestidad discreta que
en el resto de la vida: sin grandilocuencias, atento a los matices,
desconfiando de las promesas fáciles. En las distancias cortas, su
cautela se insinúa en la forma de acercarse, en el modo en que sus
palabras dejan huecos para el asombro y la posibilidad de ser
descubierto de verdad. Hay en él, en ese terreno incierto, una
fragilidad serena: la búsqueda del encuentro genuino, la necesidad
de creer que lo extraordinario puede nacer en lo cotidiano.

Pero a veces, incluso en los días más previsibles, sucede algo
que nadie espera. Una tarde, cuando la ciudad parece anestesiada por
la rutina y el cielo apenas promete humedad, alguien —quizás sin
saberlo—lo mira de otra forma. No es su nombre ni un saludo; es
apenas la pausa de una conversación ajena, un instante suspendido en
el aire, cuando se siente observado no por su figura ni por su
silencio, sino por algo más antiguo y esencial.

En ese cruce de miradas —breve, inesperado— se abre una fisura
en su certidumbre. Siente, por primera vez en mucho tiempo, que quizá
haya alguien más buscando lo extraordinario escondido en lo común,
alguien que, como él, desee que lo real supere las palabras y los
gestos aprendidos.

Hay un temblor en su pulso, una posibilidad, la inquietud luminosa
de lo que podría cambiarlo todo en un segundo.

Porque basta un cruce de miradas, una señal tenue y fugaz, para
transformar la rutina en el origen secreto de lo inesperado.

Y,
quizás sin saberlo aún del todo, esa tarde en que la ciudad se
tornaba gris y silenciosa, no fue solo él quien fue encontrado. En
el tenue cruce de miradas, pudo haber también alguien que, con una
mezcla de cautela e inocencia, decidió acompañar ese misterio que
habita en lo cotidiano.

No es un amor grandilocuente ni efímero, sino la promesa discreta
de un vínculo genuino: hecho de silencios compartidos y miradas que
se atreven a desarmar la distancia. Tal vez sea ese, apenas
asomándose en sus días, el amor que devuelve el asombro y la
esperanza; el amor que no exige certezas sino la valentía dulce de
seguir descubriendo, juntos, lo extraordinario que puede nacer cada
mañana en lo simple.

Y aunque la fragilidad sigue latiendo en cada pausa, ya no se
siente solo en esa vulnerabilidad, porque alguien más camina a un
paso cercano, susurrando que lo imposible a veces puede empezar a
tocarse.

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