Ordenando Personales

Ordenando Personales

E. H. Lewis

13/07/2025

Prefacio

En el instante justo antes de comenzar esta historia, debo advertir que es bastante verdadera, en un extremado por ciento y de acuerdo a mi experiencia personal y en vinculación directa a los eventos reales aquí narrados, en el orden que a mí me ha parecido más oportuno.

Por ciento que es para mí próximo a un misterio, aunque resulta muy exagerado en la vecindad de su límite máximo.

Quiero decir, este por ciento parece encontrarse cerca del ciento y uno… ¿mil? ¿Verdad?

Correcto.

Y muy por encima del valor intrínseco e innegable de su totalidad total.

No obstante, en ocasiones, ni siquiera yo estoy muy seguro de que haya ocurrido de la forma en que hoy la refiero, incluyendo, pero no limitado, al orden de sus factores muy objetivos, subjetivos y circunstancialmente circunspectos en relación al dilatado resto de nuestra humanidad, regulada por la imprecisa eficacia científica de cada uno de los cinco sentidos, los estrictos márgenes del espacio en el cual sucedieron, y las nocivas variables de su corto tiempo.

Digamos, entonces, ​¿un noventa y nueve? ¿Ocho?

¡Noventa y tres!

¿Sin mil?

O no. Etcétera.

Y ochenta y cuatro, pues los mentirosos no entran en el Reino de los Cielos, tal y como dice La Biblia, casi al final, pues la puerta es estrecha y el camino angosto, empinado, como el lomo de un camello pasando por el ojo de una aguja de regulares dimensiones, si se me permitiese parafrasear las frases de ese mismo libro.

Nadie ha protestado hasta ahora, así que setenta y cinco, y me abstengo. Es mi última oferta.

Y sálvese quien pueda, que el que admite, acepta. Y el que calla, otorga.

Sin más preámbulo ni advertencia pues, aquí va esta historia a la que hice referencia un poquito más arriba, al inicio del principio.

La cual debo recalcar que es bastante cierta. Incluso, lo suficiente para creerla.

Aunque resulta necesario también aclarar, e incluso reiterarlo, poco antes de comenzar con el inicio de esta historia muy verdadera, real e irrefutable, fiel a los eventos que ocurrieron casi en el mismo orden ahora narrados por mí, que estaba allí mismo en presencia material y física, en el espacio temporal acertado y con todos mis sentidos disponibles y en pleno uso de mis facultades autodidactas profesionales e inteligencia naturalmente restringida a los rudimentos de la biología anatómica y las precipitaciones químicas de mi cerebro humano, con otros muchos etcéteras, valga la reiteración… debo aclarar, dije y repito otra vez, y lo ratifico todavía más, que los personajes incorporados en la narrativa idéntica a la realidad que describen y su correspondiente locación geográfica son puramente ficticios, lo que disminuye la veracidad de lo ocurrido solamente en un 2.7854318 por ciento, para un total, si lo redondeamos a números redondos, cero, pues no existe otro número más redondo que ése, si intentamos ser tan exactos, exactamente como es necesario e imprescindible, de la misma forma ya explicada desde el punto preliminar más distante.

En fin, aquí les va:

La historia:

Yo soy una persona del género humano, como ya habrán podido imaginar por la introducción de esta historia. No una planta, o algún que otro animal introdoméstico, o siquiera extradoméstico, en cautiverio voluntario, involuntario, relativo, periódico o circunstancial al dorso…

Pasado este punto, veamos el siguiente:

Mi contribución laboral diaria a la economía nacional consiste en reparar ordenadores personales en el taller de reparación de ordenadores personales, por su puesto, “A la orden”, localizado en el sótano del edificio en cuestión, y sobrepasado verticalmente por una fábrica de huecos para rosquillas huecas, una clínica veterinaria especializada en padecimientos psiquiátricos, y una ferretería con más iluminación que la multiplicación de fotones en la cúspide de cada día de verano.

“A la orden” es pues el nombre del taller en donde permanezco atrapado durante ocho horas, como también habrán podido imaginar, pese a que allí también reparamos los personales a la misma y en el mismo, valga la obligatoria redundancia poética.

Quiero decir, a la orden y en el mismo orden de llegada y admisión. Aunque esto no tiene nada qué ver con nada personal, pues somos profesionales muy profesionales, y nos resistimos a alterarnos y alterar el orden de los factores para no afectar el producto del producto final.

A no ser, claramente, que el cliente pague un poquito extra de su propio bolsillo a uno de los nuestros, especialmente el del gran jefe, alias el dueño.

Entonces el orden se vuelve personal, y el ordenador personal de inmediato se transfiere al principio de la lista de reparaciones, y el orden preestablecido por el orden de llegada sale por la ventana más próxima, ignorando de paso los factores de cada producto anterior en un fenómeno exclusivo, donde el efecto precede a la causa, y la causa se excusa por su repentina ausencia y se niega de volver a presentarse.

En sentido figurado, debo aclarar, pues les recuerdo a todos que nos encontramos en el fondo de un sótano.

Y aquí estábamos bien temprano cuando este cliente, de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que era el número 1, 238, 394c, o decimotercero del día siguiente, bastante sábado a partir de la medianoche, decidió influenciar de forma artificial y premeditada el flujo natural de los eventos de la mañana del presente viernes.

El gran jefe del taller, alias el dueño, se me acercó con una sonrisa muy baja, de hombro a hombro, y pavoneándose como si se le hubiese olvidado el cinto del pantalón en cabotaje a media asta.

-Marquito -dijo.

Me sentí sospechosamente atrapado.

-¿Qué hay? -respondí, observándolo sobre mis anteojos con intenciones de estrangularlo de una mirada, pues yo carezco del nivel básico de paciencia requerida para tratar con otros seres humanos contemporáneos.- Estoy muy ocupado. Tengo trabajo como para siete generaciones. Hasta los nietos de mis nietos van a estar arreglando tarecos.

­-Marquito, Marquito, ¿me puedes ayudar con algo?

Respiré por última vez, llenándome de tanta paciencia que el oxígeno me llegó incluso a los cordones de ambos zapatos.

Dos veces mi nombre, perseguidos de cerca por una demanda de ayuda significaba una trampa, pues de acuerdo a situaciones anteriores similares, “me puedes ayudar” debía ser traducido al lenguaje casi coloquial de “hazlo tú solo, mientras yo me voy a comer huecos de rosquillas y a fingir contestar llamadas telefónicas imaginarias de seres ilusorios muy importantes con propuestas comerciales inexistentes, y a ser el jerarca inapelable de todos los empleados esclavos y siervos en los cimientos de la edificación”…

Yo reúno algo de inteligencia para hacer las cosas que quiero, pero se me escapa con el oxígeno ante aquellas que no, y son obligatorias. Quiero decir, en este mundo existen dos tipos de personajes, y son contendientes: ellos en un extremo, incluyendo el jefe, y yo aquí abandonado, en el otro, rumiando ansiedades y mascullando sinsabores, incluso durante las horas de almuerzo. Así que bufé el mayor desencanto que pude imaginar.

-Marquito, Marquito -el jefe me obligó a regresar a la realidad. Y repitió:- ¿Me puedes ayudar con algo?

Me encogí bruscamente de un hombro, conservando el otro en estado de alerta en caso de que me fuese imprescindible chillar por refuerzos.

-La demora causada por esta conversación ha provocado un evidente efecto irreversible de las variables de retraso en el consiguiente futuro, extendiendo el trabajo que me queda a otras dos generaciones adyacentes adicionales -le advertí, apuntando con un gesto desesperado a los tres ordenadores dispuestos sobre mi mesa de trabajo.- Debo proseguir de inmediato con mis presentes funciones elementales con el objetivo de recuperar el tiempo perdido y así proteger mi árbol genealógico de otros contratiempos imprevistos y obvias repercusiones en la amalgama del universo, los cuales indudablemente afectarían el balance gravitacional de las partículas operacionales en la discontinuidad de los concurrentes, de acuerdo con la teoría del eminente experto filatélico, doctor pediátrico y renombrado especializado en las influencia de la Vía Láctea en la alimentación preliminar de infantes, duque de Albañales, Albóndigas y Caños, don D. E. Insten., de procedencia obviamente pinareña…

-No entiendo nada de lo que dices, pero… -él irguió un dedo y enarcó ambas cejas, interrumpiéndome.

Observé el techo, o el fondo del primer piso, de acuerdo con otras perspectivas un poco más visionarias y esperanzadas.

La distracción resultó más intrigante y eficiente de lo que jamás pude haber esperado, así que insistí en descifrar el misterioso objetivo de aquel dedo, calculando posibles interpretaciones lógicas e imaginarias.

-Aquí tienes la orden. Tiene preferencia extrema, ¿sabes?, porque está algo atrasada -añadió el jefe con voz muy rígida.- Lleva un día entero en admisión, así que deja todo lo que crees que estás haciendo y concéntrate en terminarla como si fuese lo último que vas a hacer en el universo, y tu vida en el planeta dependiese de esto nada más… ¿Me entiendes bien? Bájate de la Vía Láctea.

“¿En el planeta?”, repetí mentalmente, todavía observando el techo del taller en el mismo nivel de incomprensión. O el fondo del próximo, como ya quedó establecido.

-Aquí tienes -insistió aquel planetícola maleducado.

Un papel color rosa y casi transparente fue a parar a mi mano derecha, seguido por una copia amarillenta y otra exageradamente verde.

-Tienes un par de horas -concluyó él.- ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Solamente lo básico. Bien sencillo. Aprieta un par de tuercas por ahí, algunas otras por allá, y aplícale un poquito de la manteca de magia que te quede, sin mucha algarabía ni desperdicio, ¡y se acabó! Recuerda que esto es un negocio comercial, no una agencia de caridad para rescatar ballenas huérfanas.

-Ballenas -asentí, fingiéndome cómplice.

Él agitó ambos párpados en direcciones opuestas:

-No, ignora las ballenas, ¿está claro? ¡Nada del otro mundo, y sí mucho de éste! ¡Bien rápido!

El jefe desapareció por donde mismo había llegado, en esta ocasión sin tanto bamboleo, pero dejándome en un estado emocional muy impreciso, entre confusión, desagrado y violencia psiquiátrica al borde de una revolución industrial de nervios.

-Ballenas huérfanas del otro mundo -observé los papeles, apretándolos hasta que se pusieron blancos.- Ignoradas, jóvenes y… ¡el planeta, caramba!

La orden número 1, 238, 394c consistía en el diagnóstico y reparación de un ordenador personal que había decidido tomarse unas vacaciones, y que por razones desconocidas ahora se negaba a iniciar el proceso básico de encendido.

Volví al techo.

-¡Hmfb djmk ñklme prndl, y trlwfgh! -me dije, finalmente aceptando mi mala fortuna.- ¡QXZ!

Los tres equipos que todavía permanecían en mi mesa de trabajo fueron a parar al suelo con la delicadeza artística que semejante tarea parecía requerir en situaciones similares, y en correspondencia directamente proporcional a mi presente estado de ánimo casi secreto e introvertido, aunque manifestado de forma espontánea mediante el irregular despliegue de arrugados fragmentos de aquellas emociones más sobresalientes, arrebatadas y rústicas que ahora desbordaban el microscópico receptáculo de mi paciencia.

Adicionalmente, desconecté todos los cables que encontré, incluyendo los que me pertenecían, reorganicé las herramientas de acuerdo a la fecha de su manufactura, respiré dos veces en descenso, conté hasta tres grupos, retiré las piezas sobrantes y las archivé en el cesto del otro lado del taller mediante el sofisticado empleo de trayectorias parabólicas poco acertadas, organicé un poco más lo ya organizado, miré a la derecha por un rato, consideré un poquito las posibilidades de su izquierda, encontré un tornillo que se me había extraviado la semana anterior y lo volví a esconder, intenté ensamblar un par de otras tolerancias imprevistas, me las subí en cada oreja, exploré su variedad de excusas, las coloqué también en el suelo junto a los tres ordenadores, y concluí que había llegado al final de todos los pretextos posibles para ignorar de forma satisfactoria el cumplimiento de las últimas instrucciones del gran jefe de los sótanos.

Así que no me quedó otra opción que arrastrar ambos pies por turno, en orden alternado, repetitivo y bastante inconforme, hasta el otro lado del fondo del edificio, donde se encontraba la recepción justo a la derecha de la puerta principal del taller, siempre seductora, prometiendo conducir a una emancipación laboral casi absoluta, y un desequilibrio económico tan apetecible como sobrevivir a la intemperie y descalzo en la región más inhóspita de un glacial de pedacitos de vidrio ilustrados por pingüinos de brocha gorda con inclinaciones muy esotéricas al altruismo democrático.

Allí también se encontraba el equipo en cuestión, número 1, 238, 394c, lo cual no resultó inesperado para mí, especialmente porque éste era el área improvisado para tales funciones en el segmento inicial del complejo procedimiento de admisión de tarecos rotos, que constituía asimismo parte integral de la larga cadena de reparaciones y otros etcéteras burocráticos bastante absolutos, si es posible de alguna forma ignorar los adicionales sobornos, chantajes, esclavitudes, torturas, humillaciones, y otras acciones criminales afines en extremo premeditadas y terriblemente ofensivas ahora injertadas en el referido sistema administrativo. Recuerden, por favor, que somos muy profesionales.

En conclusión, allí estaba esperándome aquello, reservado y desafiante, en la esquina más inaccesible, rodeado de otros tarecos igual de inútiles y bajo una mesa cubierta de dos y media capas de polvo y variados motivos rupestres casi sinónimos de primitiva actividad de seres humanos evidentemente aburridos, a los cuales se les había adjuntado también una maquinilla deforme para la producción doméstica de infusiones psiquiátricas matinales, un juego de tacitas rojas para la dispensación de líquidos hervidos y humeantes, medio batallón de cucharitas pigmeas y agitadores verdes, todos en estado de alerta guerrillera, y un tazón de azúcar tan blanca y sútil, que casi parecía bicarbonato pasado por un colador de increíbles intenciones diseñado para laboratoristas muy exigentes.

Detrás de esta mesa, y armoniosamente organizada paralela a ella, quedaba la pared, muy similar a las otras muchas paredes que es acostumbrado encontrar en edificaciones terrestres subterráneas. Aunque debo reconocer que la única y quizás más relevante diferencia es que esta pared estaba exageradamente desnuda, y tenía una ventana, incluso abierta. Por supuesto, todavía permanecíamos en el sótano, en el mismo fondo inferior de su arquitectura, rodeados por toneladas del resto del planeta, y este orificio no conducía a ninguna parte real, sino a un sistema de proyección electrónico que mostraba la apacible imagen de una montaña coronada de blanco y guarnecida por árboles verdosos repletos de enormes pájaros entrometidos, hipócritas y desorientados.

De regreso por última vez a la mesa, y sin lugar a dudas con el propósito de agotar todos los recursos de mi resignación y concluir lo poco que nos faltaba, permanecían además una planta carnívora y anacrónica, de dudosa procedencia biológica y peores modales gregarios, siempre altiva y meditabunda; y un gato excesivo, posiblemente tan blanco como la montaña, aunque gris de churre, reposando cómodo y nobiliario en el marco de la ventana falsificada y medio derretido de sueño, que abrió un ojo y extendió una de sus garras como saludándome por obligación y de acuerdo al reservado estilo de este último día laboral.

Al parecer, el individuo que lo había colocado allí era mi enemigo. No, no me refiero al gato, sino a ese ordenador personal número 1, 238, 394c, al que ya he hecho mención por largo tiempo. Pero también al gato. Y además a la carnívora. Y hasta a aquella ventana falsificada, que cambió de montaña a la vista nocturna de una ciudad hormigueando de gente tan desorientada como los pájaros iniciales.

-Odio mi vida, odio el trabajo, odio las herramientas, odio la recepción, odio los vegetales, odio el planeta, odio las ballenas, y odio también… hasta el odio al odio… -recité.

Me sentí un poquito mejor. Pero se me pasó de inmediato.

La puerta de salida me resultó más atractiva que nunca. Maquillada a la penúltima moda arquitectónica y bastante estirada en las mismas galas de la inauguración original, su misteriosa personalidad romántica y frágil reclamaba a gritos mi atención intelectual inmediata.

Consideré mis opciones, formulé odas prófugas y susurré plegarias epistolares con anotaciones en cada margen y plenas de elementos poéticos inesperados y otros argumentos distinguidamente ficticios que justificasen un desinterés muy astuto y retrógrado, aunque peculiar y aprensivo. Y así me le acerqué, sin atreverme a revelar mis intenciones verdaderas, o siquiera fingir mirarla directo a sus bisagras, como quien va con más inclinación a volver que llegar.

-Pues muy buenos días, joven -le gruñí, bojeando a la deriva en el brusco archipiélago de mi escape furtivo.

Nada en respuesta. Sólo apatía absoluta, de fósil vertical extinguido en el segundo horizonte de donde no cuecen habas(1).

-¿Qué te parece si nos extraviamos juntos? -insistí.- ¡Vamos, dame una oportunidad y no seas tan hermética!

Y la empujé con la punta de un dedo rígido, cual supersticioso cavernícola en ayunas, doctor de encrucijadas y brujo de su propia tribu, ahora bruscamente inspirado por este dilema literalmente metafórico.

El gato elevó ambos párpados y alargó el cuello, concluyendo aquel esfuerzo con un bostezo descomunal de consulta de dentista y una pata bien tiesa, con la lengua afuera. Exactamente, no la pata, sino el sujeto de la oración anterior, acomodado en el extremo de la extremidad extendida.

Escuché un inesperado ruido metálico y la puerta se abrió de un tirón, golpeándome el dedo. Exhalé un par de gemidos entrecortados, muy semejantes al estertor de un marsupial explorador de autopistas durante un período de excesivo tráfico.

-Buenos días -dijo la recién llegada, evidentemente sorprendida por el recibimiento.

-Buenos “esos”, Be -respondí.

Ella apretó los labios, y colocó sobre una silla su bolso relleno de cosas inservibles, incluyendo pócimas de enmascaramiento facial urbano, enjuagues de olores enigmáticos, conductos de plomería nómada, contenedores de antimateria portátil, regadíos pésimos para zonas plegables con síndrome de asedio marítimo, y muchos otros enseres misteriosos de primeros auxilios afines a nivel de emplazamiento familiar, toque de queda en día feriado y binoculares de altura por correspondencia telegráfica con pértigas gramaticales reversibles de dos tonalidades, y se acercó a la inútil exageración macroscópica de células holgazanas, aplastándole ambas mejillas en paralelo.

-Pues muy buenos días especialmente a ti, precioso -concluyó.- ¿Cómo está hoy mi reyecito?

El gato chirrió inerte, fingiendo encontrarse desfallecido del agotamiento y listo para varias sesiones de masaje mandibular en todas las restringidas categorías clásicas del ocio.

“A este mamífero no le queda nada de vergüenza”, confirmé, angustiado.

Interrumpiendo la recién iniciada disertación terapéutica entre especies y mi escarpado procedimiento de fuga abstracta con atributos de impresionismo concreto y otras tendencias poco equivalentes, el dispositivo de comunicación remota vibró, saltando sobre la mesa.

-“A la orden” -respondió Be, descolgando el extremo de aquel esotérico artefacto.­- Muy buenos días. ¿En qué podemos servirle?

Un murmullo ininteligible e interminable emanó del mismo. Lo escuché con claridad, aunque no alcancé a comprender nada, cual era de esperar, pues era “ininteligible” en el sentido más estricto del término. Aunque “interminable” puede considerarse un poquito exagerado.

Intenté prestar mejor atención:

-Sí, por supuesto… ¿Me puede usted repetir el número? -pidió Be.

Y yo completamente en blanco ante aquellos crujidos, sin alcanzar a descubrir ninguna similitud con los fonemas más comunes de nuestro idioma cotidiano.

Ella apuntó entonces hacia mí, y me hizo una seña muy singular, apremiante y egoísta, arrastrando el puño en círculos sobre el aire y casi obligándome a despertar de mi imprevisto análisis filológico, rayando ya en etnografía espontánea.

Me encogí de hombros, estiré el rostro tanto como me fue anatómicamente posible y le mostré una larga retahíla de volúmenes de ignorancia académica, especialmente ilustrados por farandurelos daltónicos entendidos en flora silvestre de tubérculos y dicotiledóneos análogos.

Ella no se dio por vencida, ejecutando nuevos malabares y a punto de establecer su propio sistema folclórico de contradicciones, que probablemente poseían algún significado legal en la reducida jurisdicción de sus fantasías histriónicas.

No obstante el evidente apremio de las circunstancias, yo decidí entregarme a la completa desobediencia secular sin intenciones de remordimiento ascético: abrí los ojos todavía más, elevé las cejas, retorcí los labios, y mostré con exactitud las dimensiones de aquel pez que casi se volvió pescado debido a mis esfuerzos completamente inútiles en esta realidad inmediata, al igual que su pantomima.

-Sí, por favor… -insistió.

Y me siguió apuntando con tanta incoherente vehemencia, que yo me sentí acorralado y en la obligación de ejecutar una espiral empleando apenas el extremo superior de mi torso hasta que pareció digno de servicios ortopédicos de emergencia, pretendiendo adicionalmente perseguir la dirección de sus exagerados argumentos escénicos.

-Papel -concluí, evaluando el espectáculo y sus posibilidades, y casi presintiendo un destello de deducción detectivesca inundando mi cráneo desde zonas irreconocibles tan pronto imité aquellas brujerías ornamentales.- Claro, papel, y algo para escribir, ¿no es verdad? ¿O con qué escribir? Porque papel es para escribir, aunque un lápiz también… O la pared. No obstante es más en-qué que para-con-qué… el papel, ¿correcto? ¿Y la pared? ¿Tan poco, o demasiado?

Be entornó los ojos, y agitó la cabeza varias veces empleando un plano vertical bastante obvio.

-¿Por qué no dijiste eso? -vociferé, incómodo.

El gato brincó, y Be ejecutó entonces una versión más escueta y apremiante de la misma obra dramática anterior.

Obedecí a regañadientes.

-Sí -afirmó, garabateando columnas de jeroglíficos quebrados, elegantes y cortos-, ¿me dijo uno? Y dos, tres-ocho…, anjá, sí… ¿Tres? Sí, tres y nueve… cuatro… ¿cuatro? Correcto… Sé.

“¡Sé que se nada en círculos”, concluí para mi interior. “¡Y no! ¡Es imposible que esto sea posible!”

Aunque sí, pues se trataba de la misma serie de dígitos de mi orden de piratería asignada: ¡1, 238, 394c!

-¡Qué impertinencia!

Be me lanzó una mirada de compasión religiosa. La devolví con entusiasmo.

-Un momentico, por favor…

Se dirigió a mi:

-¿Esa es tuya?

Suspiré profundo.

-La acabo de encontrar -confesé.

Ella regresó al cliente.

-Sí, al mediodía… Estamos cerrados entre las once y media y la una de la tarde debido al horario de almuerzo, pero no… sí…, ¿sí? O no, como usted desee… ¡Por supuesto!, la puede recoger después de la una, ¿bien? ¿Una y media? ¡Perfecto!

Elevé tres dedos entre nosotros.

Be denegó con entusiasmo.

Los estiré más. Añadí otro y medio.

-Muchas gracias por su negocio -concluyó ella.- Hasta luego.

-¿Por qué no dijiste a las tres de la tarde? -me ofendí.- ¡O a las cuatro y treinta y doce mil ochocientos noventa y nueve con cinco centavos en kilómetros de círculos cuadrados!

-¡Porque no tienes un día entero para arreglarla, sino un par de horas! -me gritó el gran jefe desde el otro extremo de aquel lugar, en un ángulo incógnito perfecto para aspirantes al espionaje anónimo clandestino.

Intenté adaptarme a la situación, e improvisar aprovechando esta excusa recién descubierta:

-Ay, ¡qué susto me diste! Tengo que sentarme por un rato… Me duele el corazón del pecho… y un hígado en este costado… No puedo casi respirar… Todo me da vueltas contrario a las manecillas del reloj de arena en la ribera del destino. Y se me escurre la vida por un bolsillo entreabierto… ¡Oh! ¿Qué son esas luces enceguecedoras? ¿Y las voces? ¿Son los treinta y dos angelitos del cielo… de la boca?

El jefe suspiró muy despacio.

-¡Qué cansado me tienes, Marcos!

-Además, ay, me duele también este dedo -recordé.- Be me golpeó con la puerta cuando llegó. Ya no puedo trabajar por el resto del día de hoy, ni tampoco los subsiguientes. De seguro, ahora tendré que ver a un doctor especializado en puertas, porque apenas puedo doblarlo… ¿Ves?

Aquello me traicionó, desobedeciendo mis últimas instrucciones.

Lo intenté de nuevo.

-Ay, ay, ay…

Nada.

Ignorando mi dedicación humanitaria, el jefe denegó con vehemencia de anarquista medieval, extraviando en el proceso la poca ternura que le quedaba de humanoide residente y terrícola obligatorio. Le lanzó una patada al planeta, que obviamente no tenía la culpa, aunque era un mejor candidato a los maltratos de lo que jamás desearía ser yo; y finalizó, con voz sospechosamente melodiosa de barítono en prensa hidráulica:

-¿Tengo que decirle de nuevo a tu madre que no quieres trabajar?

Me estiré de un brinco.

-¡Que extraño! -fingí sorpresa.- Me siento mucho mejor, gracias por el desinterés. ¿Dónde está ese ordenador desordenado, que lo voy a poner en el sitio que le corresponde!

-¡Una hora! -gritó él, y salió del taller tan rápido que dejó un surco en el clima.- ¡Tu madre!

Bufé un desafío casi equino:

-¡Qué tiene que ver mi madre con nada de esto!

Be pretendía estar ordenando la mesa.

-¡Yo soy un artista! -rumié.- ¿Así que se lo va a decir a mi mamá? ¡Qué se habrá creído! Pues lo voy a desheredar. Y va a tener que buscarse otro hijo único.

-¡Tanto polvo! -comentó Be.

-Los primogénitos están en escasez -concluí victorioso.- ¿O es hijo-génitos? Porque primos debe ser algo distinto. Y no creo que tengamos ninguno.

-Yo limpié todo apenas ayer por la tarde, ¡y mira cómo se ha puesto! -ella continuó ignorándome.

Decidí regresar a los torbellinos de los eventos contemporáneos, mientras distribuía la mayor porción de mi cuello, el prefacio de un codo y ambas rodillas en dirección al ordenador inaccesible:

-La culpa la tiene ese mamífero peludo con propiedades absorbentes de barroco omitido -sugerí, sin poder determinar si estaba bromeando o no.- Es tres partes ladrillo en talco.

Mi cabeza produjo un sonido hueco al intentar ocupar el espacio de la superficie inferior de la mesa, aspirando inútilmente a contradecir las características mas esenciales y dolorosas de la materia sólida, incluyendo las de algunos reforzamientos metálicos cubiertos de ángulos tanto defensivos como exorbitantes en zonas estratégicas capaces de desalentar hasta turbas accidentales de conquistadores pobremente calzados blandiendo hachuelas manufacturadas a la intemperie.

-Estos átomos están muy apretados y firmes -deduje desorientado.- Necesitan bastante lubricación en cada esquina. Especialmente, en las que duelen…

-Marquitos, ¿te puedo confesar un secreto, por favor? -ella interrumpió mis reflexiones, también deteniendo por un instante sus actividades sanitarias.- Mi nombre no es Be.

Un gozne en mi espalda crujió mientras arrastraba el ordenador en dirección a un área menos abstracto.

-¿Qué quieres decir? -exclamé, perplejo de la impaciencia.

-Mi nombre no es Be -repitió ella, evidentemente afligida.

-No te preocupes -intenté consolarla, reanudando mi disparatado intento con mayor entusiasmo.- Yo respeto la privacidad personal de casi todas las personas. Nadie se va a enterar.

-No, no me estás escuchando -y reiteró:- Mi nombre no es Be. Nunca ha sido Be.

-Claro que es Be -declaré, irritado, dándome otro golpe muy concreto y permanente.- Siempre ha sido Be. Be por aquí, Be por allá, ¡Be por dondequieras!

Al parecer, mi respuesta fue muy poco satisfactoria:

-Mi nombre es Verónica -aseguró, convencida.- Si acaso, sería “Ve”.

-Eso es exactamente lo mismo que yo digo: “Be” -mugí.

-No. Es “Ve”. “Be” es completamente distinto.

-Pues a mí me suena “Be” las dos veces.

-No. Mira: “Be”… -explicó, atrapando una esquirla de oxígeno pusilánime y fugitivo con inclinaciones al saqueo fiscal en aguas internacionales. Movió entonces las manos a un lado en un exagerado ángulo obtuso, y atrapó otro igual de arisco, añadiéndole múltiples detalles en cursiva errante:- “Ve”.

Presté atención, pero no vi nada.

-¿A dónde quieres que vaya?

-¡Eres imposible!

Terminé de empujar el tareco con un pie todavía embutido en el zapato derecho.

-Esto pesa más de lo que pude concebir, incluso exageradamente y añadiendo cada una de mis peores ristras de malas intenciones -reconocí.- Es probable que el andamiaje de soporte externo emplee una aleación de aluminio y algunos otros metales nocivos para el consumo humano en condiciones clínicas de golpiza accidental obligatoria. Por lo tanto, pronostico, con un riesgo aceptable del tres por ciento de error, que sea picadillo de plomo reforzado con osmio en crema de bacalao muy dócil, y añadido por proceso de decantación a un tumulto complementario de muchos electrones rítmicos dominicales de hasta cinco milímetros de circunferencia magnética anexos al núcleo galáctico residual de cada átomo, y elevados a la potencia del ene… err… gúmeno…, quiero decir número, y otros definidos valores primarios de admoniciones rectangulares en la hipotenusa del hipotálamo… ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? ¿Quieres que te alcance una silla?

Be sostenía la mesa pegada al suelo, con los ojos apretados, y movía los labios articulando muecas.

¿Se le estaría ocurriendo algún nuevo secreto?

Sentí pánico.

-Estoy exhausta… -musitó.- Apenas acabo de llegar… Y tengo tanto que hacer…

-Pues no esperes por mi aprobación ni ayuda -intenté consolarla, recíprocamente escurridizo.- Ya nada más me queda una tajada de minutos… Voy a requerir un par de milagros bien urgente, pues son casi las diez.

-Las nueve -me rectificó ella.

-En lo que arrastro este implacable bulto de una tonelada y media de tornillos infelices a través del infinito, amargo y lúgubre desierto de mi pálida agonía hasta el mustio oasis del exageradamente remoto área de consulta, diagnóstico y reparación, olvidado en los confines del hastío y la indiferencia, extraviado al dorso de regiones inhóspitas, fraudulentas e imprevisibles, disimulado tras el escarpado laberinto de cualquier fútil expectativa de esperanza real y las emboscadas de ilusiones malheridas por la fatal insensatez de la errada certidumbre de los ingenuos, incultos e ignorantes poco instruidos en sastrería de bolsillos, exterminados por su propia inconsistencia decadente en alusión a las reglas comúnmente reconocidas, aceptadas y establecidas en civilizaciones pretéritas clásicas, ya son las diez -profeticé, descorazonado.-¡O hasta las once y media!

-¿Quieres que oremos para que Dios lo arregle?

Be, o Ve, alias Be-Ve en algunos círculos muy confidenciales, ejecutó aquella pregunta tomándome la mano con tanto sigilo e inesperado entusiasmo, que yo no pude contener mi sobresalto al otear en derredor temiendo descubrir que Dios estaba allí mismo, y que de la misma manera tan enigmática en que el gran jefe de ordenadores había pasado por espía furtivo unos minutos antes, ahora me escuchase muy serio, desaprobador y algo frustrado porque yo lo había ignorado.

Contrario a mis sospechas, la conclusión inmediata de este elaborado análisis visual empíricamente fulminante del escenario durante la más mínima extensión de casi la decimocuarta parte del tercio de un primer segundo de largo por la raíz geométrica de apenas la mitad del próximo, fue que no había moros en la costa. Tampoco Dios, ni jefe, ni costa. Al menos, visibles.

No obstante, debo considerar y también admitir, con mucha sinceridad completamente involuntaria y honestidad adicional de especialista fortuito, teniendo en cuenta además las evidentes limitaciones de nuestros sistemas sensoriales humanos y sin ignorar jamás aquellas otras impredecibles condiciones circundantes de los rudimentos arquitectónicos naturales de este evento histórico tan presente como real, aquí descrito con lujo de modestos detalles de primera punta a cabo extremo, que… ¡quién sabe!

Yo menos.

Así que progresé en un instante de reparador comercial asalariado con ínfulas de prófugo intelectual inaccesible, a agnóstico de fe gratuito, pasando por los distintos estados materiales de un ateo asintomático, desconfiado y terco, desbalanceado emocionalmente en el apogeo de su madurez nominal regresiva y colmado de una gran variedad de dudas didácticas bastante heterogéneas y desfavorables:

-Bueno, es que yo no sé ni que en dónde… -me mordí un labio a la carrera, enredándome entre mis ideas casi a punto de cometer eutanasia.

Y quedé tan pensativo que hasta yo mismo lo noté, pues…, ¿qué podía ser más espiritualmente comprometedor? ¿Que mi respuesta fuese “sí”? ¿Que añadiese un “no”? ¿O tal vez “quizás”?

Sospeché que el “no” conduciría a una confusión interminable, las miradas reprobatorias del gato y una última cruzada. El resto resultaba igual de inconveniente.

-Pues ya no sé ni lo que sé que sé -admití, a la defensiva, intentando armar una excusa del aire.- Porque cuando a lo mejor aunque diferente pero que en esto, ¿entiendes? Pues si Dios lo arregla, entonces, ¿qué otra patética función me quedaría reservada en la universalidad universal de este universo? ¡Sería pues un elemento completamente inútil! ¡Un auténtico despilfarro de actividades culinarias, adjuntas también a muchas otras cualidades neurológicas inoperativas, absolutamente obsoletas, destinadas al libre albedrío no obstante fallando miserablemente a su servicio directo en el uso y abuso de una verdadera predestinación impredecible de independencia en cada decisión exclusiva, desperdiciando además este espacio astronómico diario por la duración del tiempo asignado que sea imprescindible! ¡Apenas como si todo fuese casi nada incluso aunque nunca ahora mismo eternamente! ¿Me explico, Be? ¿Ves? ¡Claro que sí, cuando y como en donde…! Aunque no en horario de trabajo. Sería ilícito.

-No temas, más esfuérzate y sé valiente… -me interrumpió ella, apretándome un dedo con energía. Y añadió, haciendo un énfasis muy preocupante:- ¡Dios está aquí!

¡Ya lo sabía yo!

Sin embargo, y teniendo en cuenta el veredicto de mi rudimentario examen anterior, añadidos al evidente positivismo básico de los valores intrínsecos de mi decisión adicional de no confesar nada comprometedor o ligeramente sospechoso, debí concluir de inmediato que había alcanzado mejores resultados de lo que jamás pude haber soñado o incluso fingido con ambos ojos muy abiertos en paralelo, etcétera. Y eso sin siquiera insinuar el grosor de mi humilde sencillez de genio policial, experto en diplomacia alternativa y otras tácticas suplementarias rechazadas con entusiasmo por la mayoría de la gente común, valga la invalidez de semejante epíteto.

Desafortunadamente, la consecuencia inmediata más concreta era que ya tenía dos dedos malheridos, convalecientes de la presión social, moral y religiosa de la… la… y también del…

Un suspiro concluyó mi desacuerdo crítico.

-No tiene que ser tan complicado -insistió Be.- Sonríe: Jesús te ama.

Levanté los ojos, ahora un poquito más pensativo, aunque empleando tanto esfuerzo, que el fondo del primer piso quedó en perspectiva directa.

-Vamos, ¡ten fe! Y no te preocupes tanto. Todo va estar bien -insistió ella.- Cambia esa expresión de amargura.

Intenté obedecer, e imaginar algún evento agradable, recuerdos placenteros, colinas cubiertas de hierba uniforme y monocromática de verde, balanceadas al ritmo de la brisa vespertina, con la playa al fondo, vibrante de interminable azules y estampidos de blancos, y el horizonte cubierto de la luz anaranjada del atardecer de cada día.

Súbitamente, el agricultor de hierbas silvestres aparece a la carrera…, y danzando de gozo, entona un alarido de esperanza, tropieza con una piedra puntiaguda, y cae rodando hasta la orilla del mar, atinándose toda clase de golpetazos en su brusco descenso y perseguido por una nube de abejas armadas hasta los dientes y con pantaloncitos a rayas.

Aquel pobre hombre entonaba armoniosamente chillidos de horror en mi imaginación, agitando los brazos en todas direcciones y chapoteando de un lado al otro con gran frenesí, ya no tan entusiasmado.

No, aquello no funcionaba en el techo. Descendí un piso, de regreso al sótano.

-¡Marcos! -gritó Be.- ¿Por qué miras con tanto odio al cesto de basura?

Bueno, es cierto que estaba observando aquello. Me toqué ambas cejas y pude comprobar que se encontraban sospechosamente retorcidas.

-Es absurdo -denegué, valorando otros detalles.- Yo no le tengo odio a ninguno de esos.

-¡Pues tu cara dice todo lo contrario!

-Be, te prometo que es solamente tu interpretación -persistí.- Mi cara y el cesto son como hermanos mellizos dicigóticos, separados en estricta obediencia a los mecanismos celulares correspondientes y con muy buenos modales. Compartimos los mismos sentimientos, e incluso hasta las intenciones.

Regresé al ordenador personal con grave resignación, advirtiéndome sinónimo clásico .

-¡En fin…! -grité.- Tu apreciación es menos precisa que apreciada.

Súbitamente, ella me atrapó la otra mano. Escondí horrorizado el resto de mis dedos.

-Oremos, antes de que cambie de idea -concluyó.- Vamos a cerrar ahora nuestros ojos, e inclinar las cabezas en reverencia a Dios…

Me limité a no incluir ni siquiera una sílaba adicional, con la absurda ilusión de que ella se olvidase de que yo estaba todavía allí.

Be abrió los ojos:

-¿Oramos? -preguntó, sus dos pupilas puntiagudas acorralando mis evasivas retóricas.

-Oramos -respondí, obediente, con el cuello bastante apretado en solidaridad con el segundo dedo víctima y sospechándome descubierto.

Contrario a las últimas amenazas, prosiguieron unos doce segundos de completo silencio, como si ella intentase adquirir alguna clase de impulso emocional.

Aproveché aquella brusca interrupción para ejecutar con los dedos restantes dos o tres cálculos del posible impacto en la cantidad de minutos que me quedarían disponibles para iniciar, desarrollar y concluir el diagnóstico del ordena…

-Padre y Dios nuestro, gracias por estar aquí… y porque siempre estás con nosotros -me interrumpió Be, con una vocecita inesperada de aguda, cual agraviada vendedora ambulante de alpargatas inevitables que ha descubierto en la acera una gran comparsa de lagartijos insípidos y descalzos disfrutando del sol durante el próximo solsticio de verano, dejándome completamente ordinario y perplejo.

¿En dónde nos quedamos? ¡Ah, sí! Creo que en el de la cual indicando ciertos límites muy intransigentes de ternura laboral…

-… y porque siempre atiendes a nuestras necesidades diarias -me atropelló además ella sin ninguna misericordia-, y siempre escuchas nuestras peticiones, y nos respondes con tu bondad infinita, revelándonos tu amor eterno en las enseñanzas, muerte y resurrección de tu hijo Jesucristo, por quien hoy tenemos perdón de pecados, redención y entrada al trono de tu gracia…

“¡Qué serio se ha puesto de pronto el tono de la mañana!”, determiné, cordial. “Y ya me queda nada más la mitad de algunas horas… ¿O una o dos menos de la séptima fracción de semejante horario, no es cierto? Pues sí, ¡aunque probablemente en el sentido lineal a tales efemérides!”

-Gracias te damos por tu favor y tu perdón -continuó ella, barrenándome ambos tímpanos-, pues tú nos perdonas y olvidas nuestras transgresiones de la misma forma en que hoy perdonamos a todos aquellos que nos han faltado, y herido, y ofendido…

“Sobornado, ultrajado, humillado, esclavizado y primogenetizado”, añadí mi propio conglomerado de ideas. “Y al que trajo al ordenador. Y al que lo recibió. Y al mismísimo jefe, aunque… no sé… No, no mi madre, porque ella no ha hecho nada malo… ¿Ya son las diez? ¡Probablemente! O no. Pero sí… Eso creo. Y si creo, que es un producto suplementario del pensamiento cognoscitivo contemporáneo, entonces existo, que puede ser también alguna cosa de eso siempre y cuando lo sea, pues es obvio que deberíamos esperar que ocurra lo mismo cuando pasa igual… ¿De verdad yo odio al cesto? ¡No, eso es una tremenda calumnia! ¡Mis mejores amigos son cestos! Yo incluso estoy firmemente convencido de la igualdad profesional complementaria de cada sexto asalariado, sin importarnos su procedencia social ni casta reforzada por las inhumanas maquinarias de grupúsculos inoperantes de esdrújulos en determinados círculos utópicos asintomáticos…”

Intenté comprobarlo. Un nuevo apretón de dedos casi me dejó inconsciente:

-Danos hoy el pan nuestro de cada día…

El pan, y el desayuno, y la merienda, y… ¿Yo desayuné?

-Y no nos metas en tentación, sino rodéanos con tu infinita paz, cúbrenos con la sangre de tu Hijo Jesús, haznos habitar en el hueco de tus manos, y que tu Espíritu Santo descienda sobre nosotros y nos proteja bajo sus alas…

¿Hueco? Seguro que no había desayunado. ¿Ya era la hora de almuerzo? ¡Tiene que ser! Esta oración no tiene fin, ¡y yo tengo otras tantas cosas que hacer! Incluyendo, ¿verdad? ¡Pues claro que sí! Por ejemplo, el… eso… del…

-Padre, tú prometes en tu Palabra que dondequiera que estemos dos o tres reunidos en tu santo nombre de Jesús, aquí estás. Y que si te pedimos algo en acuerdo, creyendo, de cierto lo recibiremos… Es por esta razón que ahora venimos ante tu presencia y te rogamos que ayudes a Marcos a reparar el ordenador lo más pronto posible, y que le entregues de tu paz, entendimiento y sabiduría para que todo lo que toque funcione como es debido. Y si de alguna manera encuentra oposición, sea humana o espiritual, te rogamos que pongas tu mano directamente, y seas Tú quien… arregle este sistema…

“Sí, claro, como si Dios no tuviese más nada qué hacer en su tiempo libre que trabajar en este taller mugriento”, consideré. “¡Ni siquiera el gato quiere estar aquí!”

Ay, ¡mis dedos!

Y otro instante de absoluto silencio, hasta que pareció que el planeta había dejado de funcionar. Y a mí no se me ocurrió nada.

-… en el nombre de Jesús te pedimos todo esto -concluyó Be-, para que nuestro gozo sea completo, de acuerdo a tus instrucciones y voluntad, porque tu voluntad es buena, perfecta y favorable a todos nosotros… Amén.

¡El final, gracias a Dios!

-Amén-á, Amén, Be, y Amén-cé -rematé yo.

Y ni corto ni perezoso, le ofrecí una mirada de despedida a la puerta seductora, abracé el ordenador difunto y me empeciné en proveer la mayor cantidad de espacio mental entre aquel inesperado acontecimiento y la pared más distante del sótano, exactamente donde se encontraba mi mesa de trabajo.

Allí conecté de inmediato todos los cables imaginables, incluyendo también muchos otros que no tenían nada qué ver con el asunto en cuestión, pero permanecían colgando por las gradas cual espectadores complementarios, reflexivos y burlones. Luego activé de inmediato el receptáculo general de interrupción del fluido de electrones, y por último el exclusivo al equipo en cuestión, en la parte posterior del mismo.

El incremento de la más imprevista ausencia de ningún resultado positivo práctico, ni siquiera en nimiedades básicas irrisibles de faltantes, incitó en mí un inmediato auge de frustración y gran exuberancia de incertidumbres.

Consulté el reloj:

“¡Las diez de la mañana de ahora mismo!”

Lo desconecté todo. Repetí la operación media centena de veces. Escuché con atención absolutamente exagerada hasta que olvidé mi propósito inmediato. Y aun toqué la superficie del andamiaje de soporte externo en busca de vibraciones artificiales acompasadas, o alguna señal de actividad intracraneal, por insignificante, tímida o desapercibida que fuese, presintiéndome pionero explorador de una nueva realidad colindante y absurda, aunque plena de expectativas.

¡Nada!

Valoré todas mis opciones con la rapidez de aquel marsupial deslumbrado antes aludido, en carretera de dos vías y ocho carrileras de camiones arrastrando embarcaciones terrestres y casitas portátiles en medio de un bombardeo desenfrenado de chinchillas bien gordos, peludos y parlanchines. Y establecí un proyecto mental de posibilidades, incluyendo desde las variables más modestas a la complejidades más escandalosas de la ciencia científica de cientos de científicos filosóficos, apasionados y muy reunidos en convención anual, aunque en verdad me sentía un poco distraído por el espectáculo imaginario del previo ataque de mamíferos…

Además, calculé, determiné y medí los valores más óptimos del potencial inevitable, desconecté la unidad física de almacenamiento de electrones, comparé la impedancia equivalente, la profundidad magnética, los niveles de transmisión subatómica, la interacción de pesantez gravitacional al dorso del frente posterior, la radiación de depreciación energética en estado ideal pasivo, la difusión de la conductividad exotérmica con valores paralelos abstractos, la resonancia divisoria de las energías internas, el valor de impacto primario en tercera persona del singular colectivo, la repercusión ambiental a la fuerza, la aceleración de las partículas ambidextras residenciales, el grado normativo fraccional de la inercia horaria per cápita, la trascendencia emocional al microclima, el desarrollo etimológico de las consonantes cacofónicas adversas, la dinámica de los neutrones extraviados más prejuiciados y pendencieros, la humectancia de aquellas zonas sumergidas en su propio ostracismo cultural… y alcancé la conclusión, ya exhausto y casi sin aliento, de que aquel tareco no servía ni para organizar espacios en el infinito, o siquiera producir silencios en biblioteca de sordomudos soñolientos a medianoche, clausurada desde hacía medio siglo.

Aunque a mí no me crean esta minuciosa lista de conceptos y definiciones tan elaboradas.

Confíen simplemente en que los resultados más inobjetables de semejante retahíla de experimentos y longaniza de pruebas científicas, consistente con mis recientes conclusiones finales, fueron que el tareco nunca se activó, ni dio alusión por aludido y mucho menos por interesado o enterado.

-La inoperancia debe ser causada por una obstaculización umbilical del sistema de distribución electrodinámica en el dispositivo de inteligencia culminante -declaré en voz alta, intentando pensar perpendicularmente.

Aunque ya me encontraba vacío de iniciativas, derrotado por al inutilidad de cada procedimiento técnico y proyección, operación y cálculo moderno.

-Ni idea -concluí entonces, muy irrefutable.

Le dí una patada con algo de timidez y estudiada delicadeza al ordenador, pues no era mío. Porque si lo fuese, modestia aparte, de seguro ya le hubiese ofrecido una tremenda paliza de ignorante bien bruto.

Traté otra vez, presintiéndome algo más extravertido gracias a los inmediatos beneficios terapéuticos de semejante actividad.

Tampoco ahora encendió.

-¡Qué raro! -admití.- Bueno, es obvio que esta solución tampoco sirve y que mi zapato no constituye la herramienta más acertada en situaciones semejantes.

Intenté otras cositas, algo supersticiosas y rayando en magia de humanoide primitivo y desesperado, como fingir abandonar el taller y regresar de pronto, permanecer inmóvil y cultivar una actitud positiva, recitar la tabla periódica de multiplicación con las manos cruzadas a la espalda, soplar en varias direcciones, ejecutar gárgaras con tornillitos de rosca intermitente, declamar el ser que no es, tararear una melodía de ánimo, urgarme los bolsillos, y por último incluso balanceos en un solo pie, promesas, dedicatorias, ruegos, secuestros, hurtos, alevosías, y también desordenar y luego reordenar dos ocasiones más todo lo que encontré…, hasta que logré sentirme definitivamente derrotado, sin recursos para ninguna otra intención y ni siquiera suficientes deseos de formular esotéricos esbozos cuneiformes de ideas microscópicas, correspondientes a organismos unicelulares muy independientes, aunque en estado de hibernación, añadiéndole de paso otros símbolos gramaticales poco utilizados en la literatura moderna.

-Pues si no se arregla, entonces no la arreglo -determiné, aguerrido.- ¡Para que aprenda bien que conmigo este juego no se juega ni jugando!

Aquella amenaza tampoco sirvió para nada.

-¡Las diez y cinco!

Revisé con rapidez todas las soluciones anteriores, enumerándolas con los dedos.

“¡Ya sabía yo que la oración no funcionó!”, advertí mentalmente apagado y espiritualmente cabizbajo, al borde de una crisis religiosa de persecución cristiana del primer siglo. “Claro, estaba muy larga y empalagosa… Además, Dios a mí nunca me responde… ¡ni cuando me responde!”

-Buenos días -apareció otro de los inoportunos empleados de este taller subterráneo.

Apreté ambos ojos a mi nariz con desagrado.

Creo que ya he descrito en pormenores la razón por la cual no me quedaba ánimo alguno ni para siquiera participar en formalidades sociales, corresponder a las banalidades diarias de las actividades humanas, o reciprocar la más mínima interacción cordial, sino muchísimas más intenciones salvajes, inclinaciones involuntarias e irrefrenables deseos de rodear mi ámbito natural de dispositivos horribles, llenos de dientes y lanzas y peores intenciones, elevar mi puente levadizo y soltar una guarnición de cocodrilos en bicicleta en persecución de cualquiera que mostrase la más remota intención, inclinación o deseo de acercarse, incluso por correspondencia.

Así que mi única respuesta fue un gruñido de troglodita feroz y analfabeto, ingenioso en su propio mal genio, acompañado de una exhalación discontinúa:

-Grrrmmm…

-Dije “buenos días”… -insistió él.

Pues yo también:

-Grrrmmm…

-¿Qué pasa? -preguntó entonces.- ¿Estás trabado?

“No se trata de nada personal contra tu personalidad o persona, pero sería mucho mejor para tu correspondiente salud psicológica actual, instintos contemporáneos de sobrevivencia física y futura trascendencia espiritual que te alejes un par de cientos de miles de kilómetros, hasta que quedes bien lejos del área de exposición a radiación nuclear, gritos de ira e impredecibles objetos voladores, pues estoy a punto de estallar como petardo en día feriado”, le aconsejé telepáticamente.

Pero él ignoró mis pensamientos:

-No te preocupes, hermano. Verónica me lo contó todo.

“Be”, recordé. “Tiene que ser Be, porque ella reúne las características más adecuadas para constituir una Be-a-triz, o incluso una Be-rtha, o tal vez Be-renice, o hasta Be-rnardina… ¡Pero no, jamás ninguna Verónica! ”

-Buenos días, Arsénico -rumié, absorto en la nueva posibilidad de nombres y tratando de descubrir más Bes iniciales. Y repetí en voz alta: – Bes…

-Creo que sí -consideró él.- Veo que estás trabado.

-Nada de nada -mentí.- Todo perfecto. ¡Viento en popa, y a toda vela!

Pues él no tenía ninguna vela en este entierro.

No obstante, su turno al parecer se aproximaba:

-¿Quieres que oremos?

Retorcí las pupilas en respuesta, imaginándome un motor de combustión interna, en pleno verano y carente de sistema de refrigeración o conductos destinados para el escape de gases nocivos.

“Sí, claro, a orar más y más, en interminables círculos concéntricos”, rumié a escondidas. “Dios me ama, Jesús me ama, y todo el mundo me ama. Y yo lo que quiero es brotar alas y salir volando como bala por tronera, y desaparecer antes que llegue la una de la tarde… ¡El que me ofrezca orar de nuevo lo excomulgo!”

-Sí, por favor -me traicionaron mis buenos modales, saltando de explosivo indómito a amable hipócrita.- Creo que voy a necesitar toda la ayuda disponible.

Recapacité de inmediato y decidí detenerme en seco, condenando el gran atrevimiento de mis propios labios. Me lancé entonces una bofetada imaginaria capaz de abarcar varias generaciones en ambas sentidos genealógicos, pero la pude evitar con un salto atrás y una serie de autocríticas prácticamente destructivas. No obstante, no tengo idea del efecto producido en el resto de mis familiares, especialmente porque quedaron secuelas bien concretas en algunos cromosomas distraídos que no alcanzaron a escapar.

Arsénico colocó una mano sobre mi hombro derecho y otra sobre el ordenador roto, sin ofrecerme la opción, mucho menos la oportunidad, de siquiera entrecerrar un ojo:

-Dios Padre, te pido en el nombre de Jesús el Cristo que arregles este equipo. Amén.

“¡Pero qué clase de oración es esa!”, vociferaron todas mis sinapsis. “No me diste tiempo ni para estar de acuerdo. Si tu oración fuese más corta, de seguro tuviese valores negativos…”

Lo observé con hincapié de remordimientos, pero solamente descubrí varios niveles de injustificable satisfacción esbozados en su rostro estancado en una larga mueca que semejaba algo parecido, aunque nada similar.

“¿Cuál es la emergencia?”, valoré. “¿Por qué estamos ahora tan apurados? ¿Acaso te están persiguiendo con un hacha? ¿O vas a apagar algún fuego?”

Observé el reloj de reojo. Pues sí, lo estábamos. Eran las diez y diecinueve. Aquí el tiempo corre cuando no vuela. Y cuando no vuela, ¡asalta!

-Amén -concluí. Y me mordí ambos labios con frenesí de caníbal en ayunas, extremadamente ofendido por la afable inocencia de mi propia actitud y a punto de fingir un accidente cardiovascular, y desaparecer en camilla por un par de semanas, precisamente hasta que los sapos críen pelos y la rana vaya a misa. O viceversa, quiero decir, hasta que las ranas críen sapos, y las misas… y los pelos… ¿¡qué!?

Arsénico me lanzó una palmada bien fuerte en el mismo hombro religioso de antes, que vibró en mis sentimientos psiquiátricos, igual de adoloridos.

-No temas, ten fe y sé valiente -me aconsejó, pendenciero.- Dios está aquí. Confía, y Él hará.

Alcé mis manos al techo, sintiendo mi rostro arrugarse en actitud de mártir:

“¿Por qué?”, pensé, emocionalmente agotado. “¿Por qué yo? ¡Estoy rodeado de oradores!”

-Sí -otra palmada.- Adora a Dios, busca su reino y su justicia primero, y todas las demás cosas te serán añadidas.

Aparentemente, Arsénico estaba muy satisfecho de sí mismo. Yo sentí deseos de cogerlo por el cuello y arrastrarlo hasta un tanque de basura en algún callejón distante de una nación paralela, y dejarlo allí, bien amarrado, magullado e inmóvil, en compañía de aquel equipo testarudo. Aunque, debo confesar por motivos legales, exclusivamente en sentido metafóricamente figurado, poético y muy espiritual.

-Y mi nombre no es Arsénico -concluyó él, intentando marcharse mientras exhibía un esbozo de sonrisa enredada alrededor de su rostro.- Es Arsenio.

Sentí un brusco escalofrío, que me recorrió todo el cuerpo, desde la punta de un zapato hasta el codo del otro extremo, pues esto ya era el colmo. Al parecer, en adición a mis funciones diarias para contribuir a la economía nacional, ¿ahora también tendría que recordarle a cada uno de ellos sus propios nombres?

¿Primero aquello, y ahora esto otro?

¡No, me niego!

-¿Tú también? -vociferé.- ¡Be no es Be, y ahora tú no eres tú! ¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde estoy? ¿Quién soy, o no soy?

La idea del accidente cardiovascular parecía ahora más y más atractiva. Me le aproximé. Era de color oxígeno, y exhibía un par de dolores apretados en un brazo…

-Es Arsenio -insistió el muy ignorante.

-No, es Arsénico.

-Arsenio.

-Arsénico.

Aparentemente, yo no tenía más nada que hacer, ¿verdad?

Decidí concluir el altercado etimológico:

-A ver, ¿cómo te llamaba tu mamá?

-Arsenio.

¡Qué madre más ignorante, que ni siquiera sabía el nombre de su propio hijo!

No obstante, no me rendí a rendirme:

-¿Y tu abuelita?

-Arsenito -confesó, desorientado.

-¡Anjá! -grité, victorioso.- ¡Arsénico!

-Dije “Arsenito”, no “Arsénico” -se defendió él.

-Pues yo también -esquivé sus excusas:- Porque eso a mí me suena claramente a “Arsénico”. Tengo la impresión de que tu abuela es la persona humana más sabia de todos los que te criaron desde el mismo instante en que naciste.

Él me observó, aparentando haber descubierto un destello superior de inteligencia en alguien completamente inesperado. Y no era para mucho menos.

Me sentí muy satisfecho, desbordante de orgullo equino y tercero al trono, pues era extremadamente obvio que había ganado el argumento.

-¡Dios te bendiga! -concluyó él.

Lo vi desparecer con la boca entreabierta, mascullando la amargura de su repentina derrota y sin apenas llegar a alcanzar a comprender el real significado y envergadura histórica del acontecimiento.

“Arsénico y bien, bruto venenoso”, puse el punto final en nuestra despedida. “Para que aprendas que las oraciones del tipo telegrama no son aceptables en ningún sótano que se respete.”

Concluido pues el episodio y de vuelta a mis reales obligaciones, intenté activar el ordenador desordenado, empezando por la parte más elevada, hasta que terminé en el suelo, con la cabeza embutida en esta pesadilla interminable.

Y como era de esperar, y yo también esperaba, otra vez nada. Y como nada multiplicado por la cantidad de veces que había ya intentado provee como resultado la misma profusión del valor inicial, eso fue exactamente todo el resultado obtenido al finalmente alcanzar el final de susodicho cálculo previamente descrito. Nada por aquí, nada por allá, nada por acullá, de acuerdo con la inferencia geométrica del coseno de la articulación del nada por arriba, nada por…

Sentí un chispazo en mi interior, que se avivó con inesperada rapidez a deseos desesperado de viajar, ver el mundo, disfrutar de la brisa marítima en un velero con motor fuera de borda en dirección a los distritos más aislados de los archipiélagos del Himalaya, y allí fabricar una choza primitiva, con recursos aborígenes y agua bien potable, y vivir rodeado de sus respectivos habitantes endémicos, los himalayantes y las himalayantitas, con sus respectivos bebes himalayantunences, muy lejos de la tecnología moderna rellena de electrones, neutrones, positrones, cerotrones, negatrones, y casi nadatrones.

O declararme en huelga, que queda mucho más cerca a la región donde yo vivo, y de seguro me va a salir bastante barato.

-¡Soy un genio! -exclamé, extremadamente satisfecho.

-Pues aquí tienes, genio -escuché una voz muy seria a mis espaldas.

Era el gran jefe del taller subterráneo, sosteniendo un dispositivo portátil de comunicaciones remotas.

-¿Qué pasa ahora? -gruñí.- Estoy muy ocupado evitando pensar en algo.

-Es tu madre -insistió él.

Obedecí. Y me disfracé con la sonrisa más natural que alcancé a concebir en el estado de galimatías turística en que me encontraba.

El jefe permaneció allí mismo, a la expectativa, sosteniendo aquello.

-¡Hola, mamá! -exclamé a todo diente.- Te habla y escucha tu hijo favorito y único, en persona. Quiero decir, esto no es una grabación. ¿Cómo estás? Pues te diré antes de que preguntes y previendo las ya acostumbradas, que estoy mucho mejor que ayer, y me siento muy bien, y hasta me levanto con tremendo cuidado, en el mismo lugar de antes, contribuyendo además a la preservación del desarrollo tecnológico de la topografía contemporánea del país, etcétera, empezando siempre desde aquí abajo, desde la incógnita región de los topos…

-Marquito, mi hijito lindo, mi caramelito de chirimoya -me interrumpió una voz autoritaria, femenina y bastante familiar-, tu padre me dice que estás muy nervioso. ¿Tú te tomaste las pastillas de por la mañana?

-¡Claro que por supuesto! -grité, metiendo una mano en un bolsillo en busca de algún tareco abstracto con propiedades adecuadas a este repentino evento de investigación policial.- Y también las polivitamínicas contra la sordera genética, y una triple dosis de hormonas para la paciencia laboral en viernes, y el extracto de regulación neuropática al disgusto crónico, y la infusión de buenos modales en condiciones desfavorables y ambientes con alta densidad de aflicción patriarcal por trozo cuadrado; y por último, aunque no por esta razón menos importantes, incluí la loción de cordura en polvo para los dedos de ambos pies y hasta calcetines refrigerados, con extracto de peatones fijos y sabor a menta…

-Marquito, por favor, escúchame: te hice una sola pregunta -indicó ella.- ¿Las tomaste o no?

-Pues mucho más claro que sí, evidentemente, como ya dije en el interrogatorio previo -me exasperé, ofendido.- Por supuesto. Eso creo. Tal vez. Quizás, o no sé, sea cual sea, y es, la respuesta acertada. Una de esas… ¡Y todas bien juntas, al unísono! ¿Cierto?

Contrario a mi tempestad de argumentos en extremo convincentes, ella se resistió a coincidir en las conclusiones:

-Aquí están, en la casa. Se te quedaron junto al reloj despertador, al lado de tu cama…

-Ah, por eso no las vi. ¡Esa cama siempre está metida en el medio! -bromeé, intentando atenuar las circunstancias y así reducir el veredicto final.- Y no trates de justificarlo, que el reloj ése me tiene bien molesto. Estoy a un segundo de… y de… ¡pues nunca me deja dormir!

Aunque fue evidente de inmediato que mi táctica de desorientación no había logrado funcionar de la manera que previamente consideré en mi imaginación de filósofo especialista en trirremes de eslora variable durante la pronosticada ausencia de sus respectivas proas:

-Marquito, mi amor, siempre tienes que tomar tus pastillitas -me amenazó mi madrísima madre.

El jefe me tendió un vaso con agua medio vacío y una mano abierta con tres píldoras de distintos colores y diferentes tamaños, de mediano a exagerado. No tengo idea de dónde sacó todo aquello, ni con cuál extremidad superior adicional todavía sostenía el dispositivo de comunicación remota.

No obstante, decidí asentir levemente, y lo ignoré todo, imaginando haberlo imaginado.

La medicina se aproximó más a mi rostro.

-Marquito -siguió mi madre-, mi amorcito lindo, broche de mi alma, esquirla de mi corazón, tómate las pastillitas, por favor, mi niño lindo. Ponlas en la puntica de la lengua, respira profundo, y bebe un sorbito de agua…

Recorrí el taller con la vista, temiendo encontrarla escondida detrás de una puerta, pues era evidente que esta familia mía le gustaba actuar de esa manera, y provocarme sobresaltos de naturaleza violenta y casi mortales.

No obstante los pronósticos y de acuerdo a las evidencias inmediatas, pude confirmar que los moros en la costa todavía brillaban por su ausencia.

-Mamá -intenté protestar, casi admitiendo mi culpabilidad emocional y pronosticando una ventolera de ruegos, amenazas y otros argumentos de naturaleza teórica.

-¡Sin excusas! ¡Trágatelas ahora mismo! -gritó ella.

Dí un salto, atrapé los tres colores y los engullí. El jefe me tendió el vaso medio vacío, pero yo lo rechacé con denuedo:

-Es tu culpa si muero atragantado -carraspeé, ascendiendo por aire.

Una de las pastillas decidió permanecer en algún lugar recóndito de mi garganta, apenas descubierto por las nuevas sensaciones. Tosí, redirigiéndola hacia la entrada, y la mastiqué varias veces hasta que pude determinar el sabor correcto. Era extrañamente similar a un dolor de cabeza originado por una flecha de indígena bien alimentado y calzando sandalias de importación. Extraje mi lengua con un par de dedos y la sacudí sobre la mesa.

-¿Ya? ¿Te las tomaste? -preguntó la voz remota.

-Sí, mamá -exclamé, a punto de quedar inconsciente.

Tosí con frenesí. El gran jefe me tendió el vaso de agua medio lleno. Lo rechacé.

-Es tu culpa si muero atragantado -le recordé, intransigente.

Él me ofreció un coscorrón de recompensa en la parte más elevada del cráneo.

-¡Eh, mucho cuidado! -le advertí.- ¡Eso es violencia en el área de trabajo! Está penado por el código penal de regulación de golpizas a obreros asalariados, en consideración especial con la agravante del inciso anexo, que incluye sótanos.

-Qué cansado me tienes, Marcos -dijo él en voz muy baja.

-Pues yo también estoy bien cansado de todo, incluyendo hasta de mí mismo y el resto, así que no tienes excusa -respondí, muy orondo.

Sin embargo, aquello pareció ser la solución. El líquido poseías cualidades profilácticas contra la tos de lengua adolorida.

-Terminado, mamá -dije bastante apacible.- Pastillas abajo, guardia en alto, listo para la batalla del próximo lunes.

Un minuto de silencio desde el otro lado. Por fin:

-¿Seguro?

Percibí un rasgo de súbita coherencia flotando en el aire.

-Sí, mamita linda -respondí.- Perdón por olvidarlas. No va a pasar nunca jamás.

-¿Te sientes mejor? -insistió ella.- ¿Más calmado?

-Me siento más pacífico que el Mar Muerto -afirmé, poniéndome de pie.

-Me alegro mucho -por supuesto que se conformó ella, porque por algo era ella misma, y yo, yo.- ¿Quieres que oremos?

Me puse más firme:

-Pues no es necesario, mamá superiora, queridísima y amada -expliqué lleno de pánico.- Todos ya hemos orado tantas oraciones, que ya casi terminamos el libro. Incluso me parece que es muy posible que Dios quiera que detengamos un poquito la retahíla de peticiones y ruegos y súplicas, y mostremos algo de paciencia, a ver si le damos la oportunidad de responder una a una, en vez de saturarnos con una avalancha poco higiénica y menos saludable de respuestas. Be oró, Arsénico oró, y yo dije “Amén” a los dos. Aunque, debo confesar, Arsénico ora bien corto y más rápido que…

-¿Quién es Arsénico? -me interrumpió mi madre remota.

Me reí un poquito de lado, pero no pude controlarme. Cubrí entonces el extremo de la entrada sonora de aquel dispositivo de comunicación, solté una larga carcajada, y le grité al jefe:

-¡Ella no sabe quién es Arsénico!

Ignorando lo obvio, él giró ambos ojos en blanco, y preguntó:

-¿Quién es Arsénico?

Le hice un gesto de que hiciese silencio, pues yo me encontraba muy ocupado.

-Sí, mamá, siempre lo que tú digas -afirmé, de regreso al otro extremo de mi familia.- Y hasta lo que pienses. O incluso te imagines. Estoy bien de acuerdo. ¡Ciento por ciento!

Afortunadamente, las mamás tienen un nivel muy reducido de atención cuando se les obedece, y este fue el nuevo tema que ahora logró ascender hasta la superficie:

-Dime, ¿te abrigaste bien para ir a trabajar esta mañana?

-Claro que sí -afirmé, bastante aburrido-, de acuerdo a los estereotipos del presente uso horario y coordenadas geotérmicas del aludido microclima en la región actual del período contemporáneo.

-Por favor, Marquito, estoy hablando en serio, que está haciendo mucho frío. No quiero que te enfermes.

-Aquí nadie tiene frío, ni tampoco quiere -intenté recordar.- Eso sí, porque…

-No salgas sin abrigarte bien, prométemelo, por favor… Mira que está anunciada una ola polar. ¿Me lo prometes?

-Yo no le tengo miedo a nada -afirmé.

-No es cuestión de miedo. Esas son muy peligrosas. Nosotros no estamos acostumbrados.

-Mira, mamá, yo siempre miro para todos lados cuando cruzo la calle. Y hasta para arriba. Si aparece una de esas, llamo a la policía, ¿ves? O al zoológico. O a la sociedad protectora de animales originarios de regiones bajo el punto de congelación del agua tibia.

-¿Al zoológico? -noté cierta duda en su tono.

-¡Claro que a ellos! -me comencé a irritar, pues esta conversión me estaba haciendo sentir como un total fracaso humano.- ¡Quién se va a encargar sino de la osa polar esa!

-¡Ola! -vociferó mi madre, arrasando con ímpetu un par de mis códigos genéticos a nivel celular.- ¡Ola!

-No tienes que gritar tanto, madre -rogué, casi inconsciente, deslumbrado por aquel escándalo.- Te oía perfectamente. Ahora no oigo nada, ni siquiera en dirección contraria.

Mi madre añadió un silencio tan acentuado y extenso, que el interrogatorio pareció haber llegado a su ansiada conclusión.

-En fin -se lamentó ella-, déjame hablar con tu padre.

Contrario a mi instinto de supervivencia, se me ocurrió una ultima idea:

-¿Quieres saber que descubrí? Pues te diré: descubrí que la comida sabe mejor cuando le echas sal, ¿no es verdad? Pero la comida sin sal sabe diferente, incluso mal. Entonces lo que realmente nos gusta a todos es la sal. Considerando las previas evidencias, podemos así deducir que sería mucho mejor que comiéramos solamente sal, porque sabe mejor, mientras que la comida sabe casi siempre mal, ¿sabes? ¿Qué te parece?

-Déjame hablar con tu padre -insistió-, antes de que las pastillas te empiecen a hacer efecto.

Empujé el equipo portátil de regreso al aludido:

-Gran jefe -indiqué-, es la jefa mayor.

Él apretó aquello contra su oreja, apuntó a las manecillas del reloj, y ejecutó un par de malabares que no pude descifrar, pero que incluían gestos reiterados de último corredor de fondo.

Bueno, al fin solo.

Eran casi las once y veinticinco.

¿Hora de almuerzo? Sí, claro.

De acuerdo con las sensaciones correspondientes y el hormigueo desenfrenado en las encías de la boca de mi estómago, casi convertido en manifestaciones primordiales de dolor e inseguridad económica de pordiosero doméstico… ¿qué estaba haciendo?

Ah, ahora recuerdo: el ordenador.

Las cosas comenzaron a adquirir sentido, aunque todavía no funcionaban.

Intenté una vez más, y por primera ocasión percibí un trocito de pánico pronosticado en el futuro inmediato.

-Calma -me susurré-, que mucho más se perdió en la guerra y el hambre es una percepción intrasensorial del sistema nervioso, y yo no puedo darme el lujo de sentirme más nervioso de lo que ya estoy. Desde el punto de vista objetivo y ético, yo poseo conocimiento, experiencia, y conozco las técnicas profesionales y tengo a mi alcance todas las herramientas perfectas para arreglar este tareco en el tiempo que me queda. Y eso es sin exageraciones ni alardes. Por ejemplo, esta se llama…

Levanté en alto uno de los utensilios a mi alcance, y lo observé de cerca. Parecía un destornillador extrovertido, con una empuñadura muy parecida a la de un martillo para enderezar perifollos de cristal, aserrado en el dorso y cubierto de rudimentarios ornamentos longitudinales y nomenclatura ascendiente, pero que terminaba en un par de puntas tornadas en ángulo con un bombillo diminuto a poca distancia y un interruptor en el otro extremo.

-Esta se llama Paco -definí, más decidido.- O Pata de Paco, para ser más exactos de acuerdo a la estricta nomenclatura de los artilugios de talleres de ordenadores personales, y se usa para… lo mismo que las otras. Aunque se me ocurre que si Paco fuese rey, entonces sería mucho más honorable, y se llamaría Pie del Rey Paco, o simplemente, Pie de Rey. Aunque eso sería muy desafortunado y crearía una confusión tremenda, porque ese pie ya existe y es muy popular para medir cualquier tipo de hueco donde meta la pata… No obstante, el Rey Paco tiene dos, ¿no es verdad? ¡Pues éste es el izquierdo! Así que, en resumidas cuentas y al final del presente discurso, mi propio consejo es que debo pensar con ecuanimidad, prever las opciones, escenarios y posibles resultados e ignorar intenciones reticentes y otras disímiles distracciones imaginarias, por muy atractivas e interesantes que parezcan…

Me apreté ambas sienes, y traté de enumerar en voz alta:

-Ya he intentado activar, desactivar, y todas las variables, excepto esta…

Sí, por supuesto. De regreso a los instrumentos más elementales, quiero decir, mi cerebro y un destornillador cruzado, desarmé aquel equipo posiblemente en menos tiempo de lo que era legal, distribuyendo cada pedazo por orden de llegada.

Incluso la unidad reguladora primaria de instrucciones lógicas, los cuatro soportes aleatorios de recuerdos activos, los dos mecanismos magnéticos de almacenamiento pasivo, los dieciocho artefactos de refrigeración timbrada, un receptáculo de distribución de electrones y hasta la puerta frontal encontraron un lugar sobre la mesa de trabajo, guarnecidos por 73 tornillos cubiertos de roscas, y más cables, tiritas de plástico, gavetas, conectores y moticas de polvo…

-¡Pero tú te has vuelto loco! -chilló alguien detrás de mí.

Ejecuté un salto digno de una función matemática de circo ambulante. Por supuesto, se trataba del gran jefe.

-No te preocupes -intenté calmarlo.- Yo soy un profesional, y sé lo que estoy haciendo.

Lo cual constituía verdad. Aunque no enteramente, quiero decir. Y añadiría, para ser más exacto, que la cifra correcta sería en un cincuenta por ciento del argumento primario.

-¿Tú has visto la hora que es? -prosiguió él su declamación.

Bueno, era la una de la tarde.

-¡La una! -me sorprendí otra vez.- ¡El tiempo se puso un cohete!

-Sí, Marquito. El cliente ya está aquí.

-¡No puede ser! Él dijo que venía a la una y media. Todavía me queda media hora para acabar con todo esto.

Presentí que el jefe se iba a echar a lloriquear como niño en orfanato cerrado.

-Mira a ver qué vas a hacer, pero míralo bien rápido -me alertó, con voz entrecortada.- Yo voy a entretenerlo por un rato, y entramos en media hora. ¿Está bien? ¡Confío en ti!

No esperó respuesta.

“¡Qué tremendo error!”, me dije. “Acertar semejante compromiso con tanta premura es equivalente a fracaso… Y claro, ¡ahora la culpa es mía! La cadena siempre se rompe por el eslabón más débil, y la exposición de pintores por el Marco más humilde e instruido.”

En fin, me armé con el primer atornillador que encontré y me dediqué a apretar tornillos de vuelta, redistribuyéndolos en posiciones estratégicas, de mayor a menor, y comenzando por los de colores más oscuros y ceremoniosos hasta aquellos que me parecieron más comunes y rústicos. Las manos me temblaban un poquito, y la gravedad tampoco me favorecía en nada, arrebatándome las piezas y esparciéndolas por el suelo.

Ocho minutos más tarde, ya había terminado.

-Soy un profesional, ¿o no soy un profesional? -sonreí, pleno de orgullo, pronosticando la respuesta.- ¡Un verdadero genio!

Observé alrededor, esperando una bien merecida ovación. No obstante, en la mesa todavía quedaban once tornillos de los setenta y tres, uno de los dos mecanismos magnéticos de almacenamiento, algunas tiritas de plástico y dos de los dieciocho artefactos de refrigeración timbrada, sin contar las moticas de polvo, que a este punto eran innecesarias.

-¿De dónde habrán salido estos tornillos? -me rasqué la frente.

¡Una y once de la tarde!

Tomé el destornillador y desarmé de nuevo aquello lo más rápido posible, tratando de mover nada más las partes indispensables. Deslicé entonces el mecanismo de almacenamiento en su canal correspondiente, apreté sus cuatro tornillos con el atornillador, acoplé las conexión de transferencia de dígitos, y me concentré en encontrar el lugar más propicio para los dos artefactos de refrigeración timbrada.

Sentí deseos de cantar de la alegría cuando descubrí el primer espacio. Pero pronto se me pasaron porque no pude encontrar dónde iba el otro.

-Es probable que sea de uno de los otros equipos -determiné, pensativo.- Pues es evidente que no es de éste, por ninguna parte. ¿Sí? ¿O no? Tal vez, pues asunto resuelto, ¡y el muerto al hoyo y el vivo al pollo!

Activé el ordenador. En mi cerebro se aglomeraron esperanzas y desilusiones, peleando por supremacía política. En el campo de batalla quedaron muchas ideas heridas, moribundas de la expectativa.­

¡Nada!

¡Tan apático como el que se fue al hoyo un párrafo atrás!

Me mordí los codos de la desesperación, dejé de parpadear para siempre, estiré los dos antebrazos encorvados sobre mi cráneo estéril, ya a punto de saltar de este pegajoso trampolín de pánico, y me apreté ambas sienes hasta que mis intenciones comenzaron a gemir, asfixiadas por la montaña de calamidades aderezada con insondables precipicios, accidentes terráqueos, eventos históricos, cataclismos tectónicos, exterminios masivos y sublevaciones feudales, entre otros.

Mientras tanto, el reloj seguía girando, moviéndose paradójicamente en línea recta al futuro de la una y media de la tarde de este día que nunca jamás debió haber existido ni siquiera en la imaginación de un escritor convaleciente de una embolia cerebral.

-¿Por qué yo? -vociferé, cabizbajo y conmovido hasta el entresuelo del suelo.- ¿Por qué yo? ¿Qué hice para merecer este castigo? ¡Yo siempre me he portado bien! Cruzo las calles por las esquinas, cedo el paso, les abro la puerta a las señoras embarazadas, me cubro la boca para toser, digo gracias…

Desde la mesa me desafiaba el bulto restante de tornillos, dirigidos por el gran emperador del ejército de los ordenadores, estratega absoluto y gran dispensador de victorias interminables de infinitas pérdidas, fundador de la última dinastía de mis confusiones, el exaltado líder Artefacto de Refrigeración, rodeado por su escuadrilla mortal de cuatreros personales, las moticas de polvos.

-¡Ay, Dios mío…! -susurré.- De esta si me despiden. Ya me puedo ver en la esquina de una calle poco transitada en medio del invierno, medio descalzo y vestido de papel periódico, con un pedazo de cartón colgando del cuello que dice: “Sin trabajo y sin casa. Ya ni madre me quiere. Tengo hambre, sueño, ganas de llorar y me sobraron demasiados tornillos. Por favor, ayúdeme en lo que pueda. Gracias por algo. Por nada no le doy gracias, porque ya tengo muchas de esas.”

Pensándolo mejor, no tenía sueño. El resto de la lista constituía una historia muy diferente.

¡La una y veintitrés de la tarde!

Bloqueé la puerta con algo que hasta este mismo momento había pensado que era parte del edificio y no sabía que podía moverse. Pero dicen que la necesidad hace parir hijos machos, y al parecer también concede fuerzas para arrastrar fachadas e interrumpir el flujo de la realidad.

-Ay, ay, ay -me dije-, ay, Dios mío, ayúdame, por favor.

Ejecuté círculos en el taller por un par de minutos, alteré la ruta, descubrí atajos, reinventé la cartografía del lugar y diseñé nuevos trayectos alternativos. Mis piernas parecieron adquirir propiedades calmantes. Hasta que alcancé a concluir que había obtenido el primer lugar al fondo de la competencia de mi absoluta destrucción emocional.

-Hola, Dios, ¿cómo estás? -pensé en voz alta, deteniéndome.- Espero que estés bien al recibo de esta misiva oratoria. Perdón por molestarte en tus actividades diarias. Sí, claro, debes estar muy ocupado, con tantas galaxias, sistemas planetarios, planetas y planetícolas terrestres. Tienes cosas más importantes que hacer, ¿no es verdad? Yo también. Olvídalo. Bueno, ¡hasta la próxima!

Alguien trató de abrir la puerta.

-¿Marcos? -gritó Be desde el otro lado.- ¿Ya terminaste?

-¡Un momento! ¡No entres! -y esto fue lo único que se me ocurrió:- ¡Estoy desnudo!

“¿Desnudo?”, me sorprendí. “Bueno, esto es correcto de alguna forma, pues me siento así, y frágil, expuesto, vulnerable…”

-¿Desnudo? -gritó ella.

“¿Qué digo? ¿Qué digo?”, me dije.

-Es metafórico -expliqué.- En sentido directo a las manecillas del reloj. Ya casi termino. Dile al jefe que… dile lo que quieras… O se te ocurra. Acepto sugerencias, aunque cero críticas.

El silencio me respondió desde el otro lado.

Apreté las manos, y entrecrucé los dedos:

-Ay, Jesús Cristo de Nazaret, Santo de Israel, Mesías de los Judíos, Rey de los hijos de Abraham, Isaac y Jacob, Príncipe de Paz, ¡en que lío me he metido!

“¿Qué hacemos?”, gritaban mis células, tirándose de los pelos, organizadas en estampida loma abajo.

Cualquier dirección parecía aceptable. Excepto aquí.

“Ellos probablemente no me vean si me quedo bien inmóvil”, aventuré.

No obstante, aquella idea me resultó muy sospechosa, basado en la consideración de que hasta este momento no se me había ocurrido nada decente y mucho menos beneficioso.

-¿Estoy desnudo? -repetí, lleno de vergüenza.

Escondí el rostro entre las manos.

Repentinamente, sentí una ecuanimidad completamente absurda. Mis ideas descendieron hasta mis pies, mis emociones permanecieron estáticas, y respiré imitando un ritmo apacible.

-Dios mío -dije en voz alta-, ¡te ruego que me ayudes! He tratado todo lo que humanamente podía imaginar como una solución para arreglar este ordenador. Tú lo has visto, y yo también. Ya no se me ocurre nada más que venir a ti. Perdón por haberme comportado como un necio, y juzgar de manera negativa a Be y a Arsénico, y estar siempre descontento con sus intervenciones, cuando ellos me ofrecieron lo mejor y único que tenían y podían ofrecer… Quiero decir, a Verónica y Arsenio. ¡Ya no puedo más! ¡Por favor, ayúdame, en el nombre de Jesús Cristo, como él mismo dijo…! ¿Amén?

¡Y nada!

¡Sólo un silencio pacífico, sepulcral y prácticamente definitivo!

Percibí ganas de llorar, pero me contuve respirando profundamente repetidas veces con denuedo de párvulo abandonado junto a la carretera en un barril de gatos imaginarios. Así que nada más sollocé evitando la intervención de lagrimales, porque así no cuenta.

Tomé entonces el artefacto de refrigeración timbrada con intenciones de lanzarlo contra el fondo del primer piso, y obligarlo a desaparecer del universo objetivo. Pero me contuve, sosteniéndolo por el cable de contacto. Estudié sus dimensiones, geometría, profundidad…

Y a duras penas, completamente aturdido, derrotado, humillado, malherido, compungido y sediento, me arrastré hasta el ordenador difunto. Moví aquello otro sobre este aquello. Y para mi horror, mi mano descendió exactamente en un espacio abierto en su interior, que coincidió con las dimensiones de la misteriosa estructura.

-¡El qué! -grité.- ¡Cómo puede ser posible esto!

Incrédulo y despavorido, apreté los tornillos que me quedaban más próximos, reconecté ambas extensiones de electrones y cerré el andamiaje de soporte externo lo más rápido que pude concebir, temblando de la expectativa y de la emoción.

Era éste el momento exacto del instante decisivo. La encrucijada de posibilidades, disponibles entre un modesto y leve por ciento de esperanza de un ciclo de encendido efectivo, contra el absoluto de una respuesta contraria basada en las reiteradas últimas evidencias de la derrota habitual, pues ya no me quedaba otra opción que un milagro.

Me froté las mejillas, musité un par de porfavores, ejecuté una reverencia a lo asiático, y activé el receptáculo de interrupción del fluido de electrones en la parte superior del ordenador.

Casi me caí de espaldas fuera de esta historia:

-¡El qué dequequé!

Alguien empujó la puerta con energía, arrastrando el edificio, y el gran jefe introdujo su cabeza en el taller, intentó estudiar el interior, respiró profundo, y susurró con voz entrecortada:

-¿Marquito? ¿Estás vestido?

Terminé de remover la barricada todavía más desorientado y sin atreverme a procesar el concepto más elemental de lo que había acabado de suceder. Sentimientos de victoria, júbilo, vergüenza y derrota parecían ahora todos aceptables.

-Sí, por favor, adelante, damas y caballeros -balbucí.

El jefe entró en el taller cautelosamente, seguido de alguien de apariencia muy lejos de lo ordinario o socialmente aceptable, y ambos perseguidos por Verónica y Arsenio.

Aquel visitante fue un brusco despertar de mi presente confusión a una mucho más profunda. Era diminuto, elegante, y sostenía las manos cruzadas al frente, fingiendo alcurnia y desinterés, más claramente delatándose como desterrado en busca de refugio político por un bigote blanco en canas que le abrazaba la nariz, tan anacrónica como el resto. Gruesos espejuelos, capa negra y sombrero del mismo color culminaban su disfraz de evaluador ferroviario.

Me sobrecogió una nueva avalancha de emociones totalmente contradictorias. Horror con admiración, o incluso curiosidad infantil con repulsión magnética de acelerador de partículas poco digeridas.

“Nunca juzgues a nadie, porque de la misma manera que juzgamos, así lo seremos. Ni por esta razón ni por la otra, ni tampoco por lo feo que sean”, consideré, ahora más cristiano y religioso que el mismo Cristo, a punto de ejecutar yo solo el Rapto ese del que hablan por ahí, pues estaba muy agradecido por la respuesta a mi oración de unos segundos antes.

El intento de cliente me tendió un brazo derecho cubierto de cicatrices. Respondí imitando el gesto. No pude evitar mirarlo directamente a los ojos, sin atreverme a comprender qué veía, pues sus rasgos no se asemejaban ni siquiera remotamente a nada visto antes incluso en fotografías de eventos poco fotográficos.

Es decir, podía identificar la forma de los ojos, la línea de la sonrisa, el contorno de la nariz… pero la composición de los detalles me hacía perder el aliento. Incluso percibí un vértigo inexplicable al detenerme apenas unos segundos en el estudio del aquel rostro apacible e hipnotizador, pero desordenado.

-Etimologildo Adoptado, a su servicio -prorrumpió él, en dialecto casi humano.- Mucho gusto.

Su voz sonaba a sonrisa y afabilidad aprendida en pupitre de cátedra nocturna durante un curso repentino de estudios diferidos por causa de epidemia social y embriaguez pública.

-Marcos -respondí escuetamente, con cada palabra evaporándose en una larga serie de intenciones imprecisas-. Es un… placer… placenta… placentamiento… quiero decir, es muy mi mucho bien placer el es que la…

-Pues usted es un héroe -añadió él, complacido.- El perito en informática que el mundo necesita conocer. ¡Muchas gracias, Marcos al rescate!

Me agitó el brazo produciendo un bamboleo transversal, de capitán de una flota de bergantines improvisados que ha descubierto el repentino impacto emocional que el helado de chocolate produce en verano sobre las papilas gustativas, en el mismo instante en que alguien le alerta de la presencia inesperada de arrecifes poco visibles y medio sumergidos.

Escurrí un vistazo sobre el hombro del visitante hacia el jefe de mi padre, quiero decir, mi padre el jefe, con interrogación de políglota instantáneo.

Él abrió los ojos hasta la parte superior de su propia mandíbula, colocó ambos dedos pulgares en frente de los labios, indicando silencio absoluto, y de inmediato procedió a apretar fuertemente su propio cuello, insinuando que yo sería el próximo.

Verónica y Arsenio lo secundaron con una larga coreografía danzaria de improvisación muy elocuente, empleando accesorios al azar, que probablemente indicaban una turba frenética en fin de semana no laboral, el consiguiente linchamiento encabezado por mismo populacho todavía más enloquecido, ahora patrocinado por varias organizaciones gubernamentales exportadoras de cordones eléctricos, y un largo peregrinaje final a una pira espontánea, mucho más próxima de lo jamás sospechado…

No comprendí absolutamente nada. Aunque probablemente aquello significaba todo lo contrario.

El Etmilogildo etcétera soltó finalmente mi mano, me circunvaló dando tumbos en varias direcciones y se acercó al ordenador recién ordenado.

-¡Perfecto! -exclamó.

Dirigió su rostro en mi dirección, armó una segunda sonrisa, y a mí se me congeló hasta el alma.

-Veamos… -prosiguió el escueto intento de humanoide terrestre.

Sus dedos elaboraron una sinfonía de apretones sobre el mecanismo de admisión. Oraciones y párrafos se precipitaron en el sistema de proyección electrónico conectado al ordenador personal. La velocidad de sus golpes formó páginas, capítulos, tomos… Las imágenes saltaban de un lado al otro, pasaban al frente, regresaban al fondo, desaparecían por unos segundos, y volvían a alinearse de un lado, para de inmediato extinguirse fuera de la vista. Finalmente, una serie de diagramas con fondo azul oscuro y líneas bien blancas llenaron la superficie disponible.

-Mejor de lo que esperaba -admitió Etiloeso.- Los proyectos están todos aquí, como si el equipo jamás se hubiese dañado.

Suspiró con satisfacción y perfecto entusiasmo.

-Es un día histórico. No se perdió ninguno de mis diagramas, ¿entienden? Significan diez, veinte, quizás treinta años de estudios, sueños y aplicaciones prácticas de los más atrevidos descubrimientos científicos del presente siglo. Es el futuro, y ustedes lo han redimido. Lamentablemente, yo no había guardado copia de ninguno de ellos, pero eso va a cambiar desde hoy mismo. Voy a hacer toda la documentación pública, y quien quiera podrá acceder la información, modificarla y adaptarla de acuerdo a las necesidades de su comunidad, sociedad, y nación, sin precio, compromiso político, ni importar fronteras. Y eso es gracias a ustedes, queridos amigos, en este taller de reparaciones… Excepto, por supuesto, los artículos referentes a los estudios del tiempo. Esos no están aún terminados.

Mi gran padre jefe parecía rebosante de orgullo. Verónica estaba extasiada, y Arsenio tenía la expresión de que no sabía cómo ponerse, si de pie, de este lado o del otro.

Sin embargo, yo…

-Gracias, muchísimas gracias -no dejaba de repetir aquel apéndice humano.- ¡No se imaginan cuánto les agradezco el servicio que le han prestado a las naciones de la tierra!

Pues en verdad yo ni me lo quería imaginar, así que decidí volver a prestarle atención al fondo del primer piso, mientras él regresaba a su musical de apretones, casi embutiendo su rostro en el sistema de proyección.

Sin embargo, la próxima declaración me obligó a tomar el ascensor de regreso al sótano de esta realidad:

-Ustedes son verdaderos héroes. Campeones de nuestra civilización moderna, quienes no sólo han asegurado el futuro y garantizado nuestro lugar en los anales del Sistema Solar, sino que también lo han hecho mucho mejor de lo esperado, y de forma completamente desinteresada…

“¿Desinterequé la dónde?”, salté apenas se abrieron las puertas del ascensor.

¿Qué significaba esto? ¿Sin sobornos, pagos ilícitos extras, y otras actividades criminales de índole comprometedora, con riesgo a cadena perpetua, o incluso vitalicia por causa de participación involuntaria, complicidad honoraria y activismo abstracto de oteador emérito?

¡En donde se ha visto semejante cosa!

-¡D…! -gruñí , pero no pude concluir la frase, pues el gran jefe me lanzó algo.

Intenté evitarlo, tropecé con los otros tres ordenadores en fila junto a la mesa de trabajo, y apenas pude recobrar el equilibrio al decidir adaptarme a la situación, concluyendo mi trayectoria descendiente al sentarme sobre uno de ellos y quedar pensativo. El escándalo final enmascaró el lamento de mi orgullo magullado y el repentino deterioro de mi vergüenza de empleado profesional.

Y allí permanecí, inmóvil, sintiéndome como el clásico objeto de todas las burlas, digno del lugar más relevante en el museo de los fracasos.

-¿Está bien, Marcos? -preguntó el Eteregildo, sacando la cabeza de su ordenador y asomando ambos ojos alternadamente sobre el borde de los gruesos espejuelos.

-¡El pobre1 -afirmó el jefe, muy nervioso.- Está muy cansado… ¡Tanto trabajo! ¿No es verdad? ¡Y la tremenda responsabilidad sobre sus hombros! Pero su sacrificio no ha sido… ¡inútil! ¿No es así? ¡Marcos merece un aplauso!

Mi progenitor comenzó a batir palmas, siendo imitado inmediatamente por Verónica y Arsenio, y concluyendo con el extraño cliente.

No obstante, yo no me sentía héroe del futuro, de la galaxia Láctea, ni nada que se le pareciese.

Recobré mi apariencia acostumbrada, el equilibrio y la verticalidad, tan escueto como ofendido.

-Si me permiten una pregunta -interrumpió el visitante-, ¿qué pasó? ¿Qué se había roto? ¿Cómo lo arreglaron?

-No sé -respondí con sinceridad de zarigüeya acorralada.

Eteliése abandonó su carrera musical. Todos los ojos se detuvieron en mí. El silencio inmediato duró algunos minutos.

-¿Qué quiere decir? -casi deletreó el adoptivo.

-Marcos quiere decir… -interrumpió el gran jefe, muy alerta y confundido.- Pues, él, sí, claro, quiere decir… Es decir, lo que dijo… es…

Extendió su mano hacia mí, tal vez invitándome al baile. Pero yo me negué.

-¿Qué pasó? -insistió Eterlomualdo.

No me quedó más remedio que intentar algo. Así que dejé de respirar, apreté los ojos y exclamé:

-Pues, lo que sucedió es que, verán, yo estaba, y entonces ella, pues, y la llamada, a las diez, pero no, y a las once, ¿verdad? Eran las once, o más tarde, aunque era horario de almuerzo, o no, tal vez sal, y cambió a la una, y por fin a la una y media, lo que significa que el tiempo, y también él, y yo, y él otro mismo, y yo de nuevo, y… y dije que desnudo… y el Pie de Paco…

-¿Quién es Paco? -interrumpió el gran jefe, sospechoso.

-Eso no viene al caso. Paco no cuenta -concluí yo.- Es ficticio. Y no me ayudó en nada.

Mi padre apretó los puños.

-¿Qué cuenta entonces?

No se ocurrió ninguna opción de respuesta, así que me encogí de hombros.

-No comprendo -retornó a la carga el cliente.-¿Qué pasó?¿Cómo lo arreglaron?

El jefe me apuntó con mucho más denuedo.

Muchos pares de ojos se detuvieron sobre mí una segunda ocasión, ahora amenazadores. Comprendí que debía decir algo importante, digno de epígrafes medio eruditos, dedicatorias casi espontáneas, o epitafios convenientemente inconclusos.

-No tengo idea -confesé.- Intenté todo lo que sabía, lo que no sabía y también lo que se me ocurrió, y hasta lo que no. Pero Be, quiero decir, Verónica oró para que Dios reparase el ordenador. Y Arsenio también. Yo no estaba muy convencido. Hasta que no me quedó otro remedio que hacerlo yo también. Y después de tanta insistencia y oración, Dios lo arregló. Fin del cuento. Todos felices, y cada uno para su casa.

Etiloldo se ajustó sus anteojos, frunció en su rostro algo que parecía pretender sostener sus cejas, y me atravesó con una interrogación de medio siglo de largo.

-Por favor, defina el concepto “orar” al que se ha referido -recitó, moviendo un dedo largo y lleno de nudos.- Y si fuese tan amable, ¿puede ilustrarnos con un ejemplo?

Verónica apretó las manos y los párpados. Arsenio me hizo una señal revelando su apoyo emocional. Y el gran jefe se recostó a la pared a punto de desmayarse.

En cuanto a mí, llegué a la repentina conclusión doctoral y bastante autodidacta de que el destino me había preparado una trampa bien perversa, y ahora trataba de obtener de mí una confesión comprometedora y hacerme cómplice intelectual de un delito que solamente existía en algunas de las anotaciones al margen de las calendas griegas.

-¿Orar? -expliqué, aunque sonó más como una pregunta.

Especialmente porque lo fue.

-Pues orar… Yo oro, él oro, nosotros oramos, vosotros horadamos…

Verónica elevó una hilera de pestañas.

Comprendí su insinuación. Decidí cambiar de rumbo:

-Orar es como… Es cuando… en donde…

Me volví a trabar. Estaba convencido de que conocía la respuesta. Aunque probablemente permanecía escondida en alguna de mis notas. Intenté revisarlas en el justo momento que recordé que no tenía ninguna.

La hilera de pestañas determinó recostarse, agotada por la larga espera.

“¿Por qué yo?”, concluí, mirándome las manos.

Era evidente que orar podía ser muy peligroso, conduciendo a eventos adversos, controvertidos y… Es decir, orar, porque si oramos y oramos y oramos, entonces…

-¡Orar! -grité, despertando a Verónica.

“Ay, Dios mío, ayúdame, que esto es peor que ordenar el ordenador desordenado”, rogué, a punto de un ataque de pánico.

-¿Orar? -pregunté, intentado ganar más tiempo.

-Sí, orar -respondió Etilalgo Activo.- ¿Qué significa?

El gran jefe le lanzó otra patada al suelo, aunque en esta ocasión con algo de delicadeza:

-Vamos, Marcos, que no tenemos todo el día. ¿Qué dices?

Respiré tan hondo, que alcancé a descubrir nuevos colores en el espectro de luz visible sin emplear el nervio óptico. Los peiné, arropé, y hasta les canté un par de canciones de cuna para fotones inadmisibles en vacaciones.

-Pues orar -arranqué a toda velocidad, desesperado por llegar al final de mi horario de trabajo-, es como…

-¿Cómo qué? -prosiguió el impertinente del diminuto visitante.- ¡Prosiga!

-¡Exactamente así! -aclaré, sintiendo deseos de acabar con el ordenador.

No tenía idea de cuál podía ser la respuesta aceptable, ni que ellos la conociesen, así resolví inventar una:

-Pues es bien sencillo: orar es la palabra que usamos en el presente idioma para definir el concepto de intentar comunicarnos con Dios, o sea, con el Ser Supremo, eterno, creador de toda la realidad existente, de sus ciclos, las partículas imperceptibles, las leyes naturales que regulan el universo, y el misterio de los tiempos. Y cuando intentamos comunicamos con ese Ser Supremo, siempre usamos el nombre de Jesús Cristo con el objetivo de obtener acceso directo a su presencia, su atención y garantizar la respuesta…

-¿En el nombre de Jesús Cristo? -repitió el Eterinalisto.

Un vistazo a Verónica me confirmó que mi explicación no debía estar muy lejos de la verdad, así que me llené de valor mamífero:

-Todos nosotros vivimos en un estado de limitación diaria que nos aleja del Ser Supremo. Jesús es el único camino a Él, y el catalizador de una relación de nuevo tipo cimentada en la ley de Moisés y confirmado por las profecías de la antigüedad, desde Isaías a… ¡todos los otros! -prorrumpí.- Personifica a Dios, diciéndonos que podemos hablarle directamente sin necesidad de otro intermediario que Él mismo, ni condiciones o en un lugar específico, quiero decir, ¡exacto!

-Interesante concepto -aceptó el visitante.- Jesús.

-¡Interesantísimo! -grité yo.- Verónica oró, quiero decir, le pidió a Dios en el nombre de Jesús que arreglara el ordenador. Arsenio oró también. Y yo. Así que Dios arregló el equipo. No tengo idea cómo, ni qué tenía mal, o qué se había roto, así que…

El gran jefe había adquirido una postura inexplicable, de tecla de máquina de escribir después de un evento cósmico de índole marítima, herrumbre errante y un artículo rudimentario de prensa con tonalidades crónicas.

-Pues si Dios lo arregló, entonces… -aceptó el diminuto Etécsera, observando a todos de reojo con una sonrisa de medio lado-, entonces… muchas gracias Dios.

-En el nombre de Jesús -recordé yo.- Sin el Cristo, no hay acceso.

-Claro, en el nombre de Jesús -concluyó él.- Y gracias también a ustedes, que tuvieron tanta paciencia y oraron una y otra vez, hasta que obtuvieron una respuesta satisfactoria… de Dios, nada más y nada menos.

Pensativo, y con una lentitud desacostumbrada, el Etimoloalgo apagó el ordenador, desconectó todas las conexiones y lo levantó con una soltura y agilidad verdaderamente imprevista, mostrando niveles de competencia física más allá de su endeble apariencia. Se dirigió entonces hacia la puerta ante la mirada expectativa de los concurrentes, deteniéndose en el umbral.

-Así que Dios, ¿eh? -masculló.

Pensé que lo habíamos ofendido. De lo cual me alegré mucho, porque yo no quería tener ninguna responsabilidad de las cosas que Dios decide hacer en su autoridad soberana y eficiencia de creador empedernido del universo.

Yo, modestia aparte, soy nada más un empleado económicamente dependiente, esclavizado por su familia de esclavistas desconsiderados en el sótano de un taller bien lejos de los eventos de la sociedad moderna y el lapso a la próxima civilización.

Sin embargo, justo antes de abandonar el taller, el referido Eterilamualdo con su carga se volvió hacia nosotros y concluyó la conversación añadiendo detalles bastante intrigantes:

-Yo también -comenzó- he notado durante el curso de mis estudios y repetidos experimentos una tendencia inexplicable hacia un orden universal, aunque en decadencia definitiva. Es decir, como si existiese una presencia muy sutil, inteligente, incluso predecible, no obstante, imprecisa y elusiva, que controla la coherencia de nuestra realidad y la mantiene en un curso que de lo contrario sería caótico y bruscamente autodestructivo. Este inesperado concepto de que podamos usar algún tipo de comunicación con semejante personalidad, si bien a un nivel bastante primitivo, como es el empleo de la palabra hablada, es algo digno de considerar seriamente para todo científico que se respete. Al fin y al cabo, lo único que en verdad sabemos a ciencia cierta hasta el día de hoy es que no sabemos nada.

Lo cual coincidía perfectamente con mis conclusiones.

Y al fin se largó.

El gran jefe corrió a seguirlo, pero lo pensó dos veces y se acercó hasta quedar encima de mi oreja derecha:

-¿Así que Dios lo arregló, eh, Marquito?

Be y Arsénico se desaparecieron, multiplicados por la completa ausencia de valores positivos, mientras yo fingía quedar sordomudo de nacimiento.

Esto no pareció desalentar al gran jefe, quien me apretó el hombro hundiendo un dedo puntiagudo en mi clavícula hasta interrumpir el flujo de sangre a mi cerebro, y casi concluyó:

-Pues Dios está contratado. A Él le voy a pagar por su trabajo. En cuanto a…

-En el nombre de Jesús -aclaré yo, rompiendo milagrosamente mi interpretación de testigo silencioso.

Él apuntó al techo:

-En cuanto a ti, repito, estás en la calle veremos con esquina a que te vayas y no vuelvas.

Dos pasos detrás de Eterilomualdesomismo, y de regreso a otra carga al degüello:

-¡Tú…! ¡Tú procura que esto no sea un problema con Don Etimologildo Adoptado, porque es él representante del gobierno científico internacional en este hemisferio! ¡Es más, pídele a Dios que no sea un problema!

-En el nombre de Jesús -reafirmé yo.

El gran jefe comenzó a echar humo por una oreja. Afortunadamente, era las más distante.

-Tengo que hablar seriamente con tu madre -explicó.- Yo no sé a quién habrás salido, tan pazguato, engreído e irresponsable, pero de seguro no fue a ninguno de nosotros en la familia. Sí, me queda bien claro ahora que tú tienes que ser adoptado. Pensándolo mejor, probablemente es una de esas ideas brillantes de mi suegra para hacerme la vida un Calvario… ¡Aquí, hasta el gato es más confiable que tú, y ése no hace nada!

-Padre -grité-, ¡eso es lo más horrible que le puedas decir a tu único hijo! ¿Cómo me puedes comparar con ese gato medio cerdo?

El gran jefe ejecutó un gesto que probablemente significaba: “Estoy harto”.

-No -afirmó-, te aseguro que no es lo más horrible, ni tampoco lo que te mereces.

Me quedé allí trabado en aquel sótano profundo, confirmando de esta forma mi previa conclusión de que orar es mucho más peligroso de lo que nadie espera, y mucho menos se imagina. Sobre todo, cuando Dios responde.

¿A lo mejor fue por esa misma razón que se resistió a hacerlo las dos primeras ocasiones?

No obstante, yo tenía que comportarme como un necio, e insistir, e insistir, e insistir…

“Dios, ¿por qué me respondiste?”, protesté. “¿Por qué tuviste que hacerme caso ahora, cuando tú siempre me has ignorado? ¿Fue para llevarme la contraria?”

Cual era de esperar, silencio de respuesta.

-¿Por qué? -carraspeé.- ¿Por qué yo? ¿Y no algún otro?

Me acosté a lo largo en el fondo del edificio, y me quedé mirando un cielo oculto por tanto concreto, invenciones artificiales e ideas falsificadas, decidido a jamás intentar recibir una respuesta de ninguna de mis futuras oraciones en el nombre de Jesús. Quiero decir, para reducir los riesgos de caer todavía más bajo que este sótano.

Orar sí, pero esperar, no, de eso nada.

Epílogo

De la misma manera que todo inicio tiene final, y todo final tuvo inicio, aquí justo estamos, en el otro extremo:

La sangre pues no llegó al río, y por alguna misteriosa razón hasta ahora encubierta, digamos también de procedencia divina, el referido Don Etrilomualdino Adaptado de esta misma historia y muchas otras anteriores, se refrenó de atraer atención a las circunstancias aquí narradas e inducir al pánico a nivel internacional, promocionando en cambio los servicios del taller “A la orden”, a los que calificó empleando adjetivos, y sus correspondientes equivalentes en sucesión de sinónimos, de “extraordinarios”, “elevados”, “celestiales”, “gloriosos”, “transcendentales” y “épicos”.

Así las cosas, en la conclusión de este cuento, Dios ejecutó un elegante giro de ciento ochenta grados sobre la eficiencia económica del negocio, otorgándome a mí otros trescientos sesenta grados adicionales, muy considerados y generosos. Es decir, yo no perdí mi trabajo, especialmente porque mi contribución laboral diaria a la economía nacional se volvió muy apetecida para los clientes en las más altas esferas del planeta en que vivimos, pero me encontré en el mismo punto inicial del mismo principio del inicio, etcétera.

Cada día de trabajo ahora comienza con la inclusión en nuestras actividades de Dios, en el nombre de Jesús Cristo, claro está, y culmina de la misma forma, con reverencia, dolores de espaldas y agradecimiento, porque Él siempre nos ayuda de forma muy desinteresada, lo cual resulta muy estimulante para el gran jefe y su gran bolsillo.

Adicionalmente y con el objetivo de acelerar este proceso aún más, y sacarle el jugo a nuestro servicio hasta dejarnos secos, al jefe se le ocurrió establecer varios niveles para la aceptación de las órdenes de reparación, que consisten en un código de colores organizados de menos a más complejo, de la manera siguiente: “básicos”, “oración opcional”, “oración requerida”, “oración indispensable”, “oración y ayuno”, y “vamos a necesitar un exorcista”.

Hasta este momento no hemos encontrado ningún sistema de ordenador personal que Dios no haya sido capaz de arreglar, y su trabajo ha sido tan efectivo, que nuestro taller se expandió hasta ocupar la fábrica de huecos y la clínica psiquiátrica. La ferretería todavía permanece allí, pero sabemos que algún día también será nuestra, pues estamos orando por el espacio. Eso, y un funicular de aceite.

12/18/2024 @ 2:49 AM

Notas:

(1): En todas partes cuecen habas, lo que significa que en dondequiera se hace lo mismo que en otros lugares. Si no las cuecen, entonces es muy posible que sea un lugar poco amigable, y las cuezan a escondidas porque no las quieren compartir con nosotros, que acabamos de llegar. Así que “en el segundo horizonte de donde no cuecen habas” es, valga la aclaración, un lugar distante e inhóspito.

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