Todos nos bañábamos
en la sangre
de la cosecha nueva;
nuestros reflejos
mientras tanto
ardían
sobre los campos de maíz.
No teníamos nombre,
no teníamos cuerpo,
tan solo un alma
agotada, abatida
por el devenir,
que es padre de nuestro relato
desdibujado, origen
de nuestros miedos
y la mecha
que prende nuestra raíz.
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