Mentiría si dijera que la amistad no es uno de los más grandes regalos que la vida puede otorgarle a una persona. Aunque no puedo hablar por experiencia propia, mi raciocinio me es suficiente para entender lo que es un amigo, y el inmenso valor que podría significar en la vida de cualquiera. Igual que el supuesto de un mundo en el que todo es gratis, o el de una pareja que no miente.

Aunque no me atrevería nunca a afirmar que los amigos no existen, ni que es imposible dar con uno (pues creo que lo único imposible en realidad es la imposibilidad), sí debo ser honesto y hablar claro, y aceptar que los amigos son tan raros como una educación universitaria justificada, o un gobierno honesto. Y cuando hablo de amigos no me refiero a los buenos conocidos. Por supuesto que estos se pueden encontrar con relativa facilidad, y tenerlos es una bendición para cualquiera, claro. Pero llamar a aquellos personajes que lo acompañan a uno a beber en los buenos momentos y lo consuelan en los malos, sería como llamar unicornio a un caballo con cáncer en la cabeza. 

Ser amigo significa amar a quien no es familia ni pareja. Y amar significa empatizar completamente y desear, desinteresadamente, lo mejor para el otro. Vean ustedes como esa simple definición aniquila al 99% de aquellos conocidos a los que se enorgullecen en llamar amigos. Mis más insinceras disculpas.

En primer lugar, y la razón por la cual la mayoría de conocidos no pueden ser considerados amigos, es el interés. Esto se refiere a aquellas personas que aparentan ser nuestros amigos simplemente para obtener algo a cambio. Lo más triste del asunto es que en la mayoría de casos esta es una decisión inconsciente. Y es que el interés puede tomar muchas formas. A veces puede evidenciarse clara y asquerosamente, como cuando se comparte tiempo con alguien para tener acceso a su dinero o sus contactos, pero la mayoría de veces es mucho más discreto, y se evidencia en aquellas relaciones que existen debido a un pasatiempo en común, o a un similar sentido del humor. Aún más difícil de detectar, y por ende más trágico, es cuando dos personas se encuentran por el simple y comprensible, aunque ilógico, temor a la soledad. 

Aunque innegablemente desalentador, debemos entender la simpleza de los seres humanos, y su innato y necesario egoísmo. Por simples cuestiones evolutivas estamos programados para buscar siempre lo que nos traiga el máximo beneficio a nosotros mismos, aún más en estos tiempos del obsesivo «amor propio». 

Luego, paradójicamente únicamente en terminología, está la falta de interés, que trae de la mano la ausencia de empatía. Y es que esto es lo más normal del mundo, por supuesto. ¿Cómo esperar que otra persona, con la cual no se convive día a día, pueda realmente sentir mi alegría o mi dolor? Es esperar mucho de alguien tan imperfecto como uno mismo. Es, en realidad, en sí mismo un acto de egoísmo y una masoquista ensoñación.

Supongamos, entonces, que existe aquella persona que en realidad siente nuestro dolor y nuestra alegría, lo cual por más difícil que sea es, indudablemente, posible. En tal caso, debido a nuestra naturaleza caída, es extremadamente difícil que dicha persona no quiera entrar en competencia con nuestros sentimientos; sean positivos o negativos, si consideramos que los sentimientos pueden categorizarse de tal forma.

Es allí donde nuestra mezquindad entra en escena e introduce aquella cualidad que, desafortunadamente, nos hace humanos: la envidia. 

No es inusual (por el contrario; suele ser la norma) que aquellos personajes a los que llamamos nuestros amigos se alegren, así sea culposa y silenciosamente, de nuestras desventuras, y se sientan desanimados por nuestros logros. Esto no se debe a un acto voluntario de maldad, sino a nuestra simple condición humana. Vemos en aquellas personas más cercanas a nosotros la barra con la cual nos medimos, y desvergonzadamente nos empeñamos en llamar este patético actuar «competencia sana». O, de manera aún más descarada, «envidia de la buena». 

Por último, si llega a presentarse el rarísimo escenario en el que nos relacionamos con otro ser humano que además de compartir nuestra alegría y nuestro dolor, no siente la necesidad de rivalizar con nuestras emociones, lo más probable es que dicha persona sienta la necesidad de sobreponer su conocimiento a nuestra situación, sea cual sea.

A aquellos personajes los solemos llamar «buenos consejeros», si somos tan afortunados. Y, sin embargo, esta característica es la que más me repugna personalmente, pues implica que existe una relación jerarquizada, donde uno de los implicados presupone superioridad moral sobre el otro. Y, como Jesucristo y Lucifer, no hay nada que haya aprendido a despreciar más que el moralismo.

En este caso, la mal llamada amistad es una simple oportunidad para validar las decisiones y filosofía de uno de los involucrados a costa del otro. Allí es el ego, hermano mayor de la envidia, quien toma las riendas de la relación. Veo en mi compañero un ser plagado de imperfecciones y faltas, al cual mi necesitado y debilitado ego requiere pordebajear para auto-validarse. Y lo peor de todo es que camuflamos este estúpido actuar tras el disfraz del amor y la preocupación, sin darnos cuenta que por el simple hecho de ser humanos estamos todos igual de averiados. 

En resumidas cuentas, lo que quiero decir es que, si bien no tengo ninguna duda que la amistad es una realidad, en el sentido en que no es imposible, debemos entender lo que significa realmente, y dejar de otorgar el título de amigos a aquellas personas que simple e indudablemente no lo son. Esto con el fin, no de amargarnos la existencia, sino de asumir y apreciar la soledad que estamos condenados a vivir como seres humanos, que en realidad es tan rica y reveladora, y de poder disfrutar del milagro de una verdadera amistad, en caso de presentarse (por poco probable que sea). Y en dado caso de que no seamos uno de los poquísimos afortunados que logran recibir este regalo, poder entender que vivimos y morimos, por lo menos en ese sentido, igual que el mismísimo, y único, hijo de Dios. 

– F

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