Capítulo 1 – El día que llovieron ovejas
El cielo de la mañana era tan claro que dolía verlo, y el campo crujía bajo el sol como si el mundo se desperezara. La aldea de Robledal a medio día de camino de Fareguard, todavía dormía en la tibieza del verano tardío. Pero no todos dormían.
—¡Amarren las cuerdas! ¡A esa viga, Trost, no a la gallina! —gritó Heylan, de pie sobre una vieja carreta volcada, con los brazos alzados como si diera órdenes en una batalla.
Trost, de ocho años, corrió con la cuerda enredada en los brazos, mientras Billy, de cinco, intentaba estirar una sábana sobre un marco de madera atado con ramas. Amadeus y Ely, ambos de cuatro, observaban con la concentración de quienes no entienden nada, pero saben que es importante.
—¿Y si volamos de verdad? —preguntó Ely, con los ojos abiertos como lunas—. ¿Y si llegamos hasta el castillo del sol?
—No seas bobo —respondió Trost—. No vamos a volar… Vamos a planear. Es distinto.
Heylan no lo dijo, pero él sí quería volar. Al menos por un instante. Por eso había tenido la idea. Una especie de ala delta hecha con pedazos de carpa, sábanas viejas, una escalera rota y un barril con ruedas que, según él, daría “impulso”. Estaban al borde de una pequeña colina, justo frente al corral de ovejas del viejo Crun. Durante horas habían estado arrastrando materiales, ideando soluciones imposibles y riéndose a carcajadas cuando algo salía mal. El ala delta era un desastre andante, pero a los ojos de los niños, era la máquina voladora más hermosa del mundo.
—¡¿Listos?! —gritó Heylan, con una sonrisa temeraria.
—¡Sí! —gritaron todos, menos Amadeus, que solo asintió con fuerza.
Heylan se subió al barril, sujetó los extremos de la sábana con las manos, y gritó:
—¡Por los cielos de Groed!
Empujaron.
El barril se desvió.
Las ruedas crujieron.
Y entonces… el mundo giró.
Heylan salió disparado hacia adelante, dio un salto en el aire tan breve como glorioso, y aterrizó justo encima de la cerca del corral, que se partió como una galleta seca. La madera estalló en astillas, y una nube de plumas y polvo acompañó la caída.
—¡Las ovejas! —gritó Billy con horror y emoción a la vez.
Una estampida lanuda brotó como un río espumoso. Ovejas por todas partes. Saltando sobre piedras, corriendo cuesta abajo, una incluso trepó a un mueble abandonado por alguna razón insondable. Otra se quedó girando en círculos, hipnotizada por un balde de hojalata.
—¡Nos van a matar! —chilló Trost, corriendo detrás de ellas sin saber qué hacer.
—¡Hay que reunirlas! —gritó Heylan, cojeando con una sonrisa boba en el rostro, mientras recogía uno de sus zapatos que había salido volando.
Amadeus encontró un palo y empezó a espantar ovejas como si fuera un pastor profesional. Ely, por otro lado, intentó subirse a una y terminó boca abajo en el barro. Billy gritaba órdenes militares que nadie seguía, agitando un trapo rojo como si fuera una bandera.
En medio del caos, una de las ovejas logró colarse dentro de la cocina del viejo Crun, donde derribó una cesta con manzanas y dejó un rastro de lana por todas partes.
El viejo Crun apareció al fondo, mirando la escena con un rostro que pasaba del asombro al terror y luego al odio absoluto. Su bastón temblaba en la mano.
—¡MALDITOS DEMONIOS DE CAMPO! ¡MIS OVEJAS! ¡MIS OVEJAS VOLADORAS!
El caos duró más de media hora. Cuando por fin lograron encerrar a las ovejas —o a la mayoría—, Heylan tenía paja en el cabello, Trost una mordida en el brazo, Billy barro hasta el cuello, y Ely no dejaba de reír como una loca. Amadeus parecía sorprendentemente limpio, salvo por un mechón de lana colgado del sombrero.
Crun aceptó no denunciar a nadie a cambio de dos días de ayuda con el corral y que le devolvieran una oveja que se había colado en su despensa.
—Se comió mi pan de maíz… —dijo, desconsolado, mientras abrazaba una cesta vacía.
Esa noche, el cielo se volvió ámbar mientras las últimas golondrinas cruzaban el horizonte. El grupo de niños estaba tirado sobre una manta bajo el porche de la casa de Dirgo, exhaustos pero felices. Las luciérnagas comenzaban a encenderse entre los matorrales, y el canto de los grillos llenaba el aire. El viejo los observaba desde su mecedora, con una pipa apagada en la boca y una ceja arqueada.
—Así que hoy fue el día que llovieron ovejas, ¿eh?
—¡Y volamos! —dijo Ely.
—No volaron nada —replicó Trost—. Solo nos rompimos el alma.
—Yo sí sentí que volaba —susurró Heylan, mirando las estrellas.
Dirgo se rascó la barba y asintió lentamente.
—Entonces es el momento perfecto para contarles el primer cuento de la temporada… uno que me contó el viento hace muchos años. Pero cuidado… hay que escucharlo con los oídos bien abiertos y la mente aún más despierta.
Los niños se sentaron en círculo, como si un hechizo invisible los llamara a estar quietos. Dirgo tomó una bocanada imaginaria de su pipa y comenzó.
Cuento N°1: El espíritu del viento y la colina de los torpes
Dicen que hace mucho, en una colina donde los árboles hablaban con hojas secas, vivía un espíritu de viento con muy mal genio. Se llamaba Alhuron, el impaciente, y odiaba que la gente hiciera tonterías en su colina.
Un día, llegaron tres hermanos torpes, con la intención de volar. Habían hecho alas de gallina, cascos de olla y una catapulta hecha con un gato.
—¡Hoy conquistaremos los cielos! —gritaron.
Alhuron, furioso por el ruido, sopló un viento feroz para alejarlos.
Pero en su furia… los levantó.
Los tres hermanos volaron por los aires, gritando como si fueran dragones. Uno aterrizó en una nube, otro en el campanario de un templo, y el tercero… en los brazos de una princesa que acababa de jurar que solo se casaría con quien cayera del cielo.
Desde entonces, Alhuron se volvió famoso sin quererlo. Y cada vez que alguien comete una torpeza grande, pero con buena intención… él los observa, quizás con rabia, quizás con una pequeña sonrisa invisible.
A veces, en las noches de viento fuerte, dicen que puede escucharse su risa entre las ramas, como si aprobara las locuras del mundo.
—¿Eso es real? —preguntó Billy, con los ojos como platos.
—Tan real como la oveja que se llevó tu zapato —dijo Dirgo, guiñando un ojo.
Los niños rieron. Heylan se quedó en silencio, observando la brisa mover las ramas.
—¿Y si un día volamos de verdad? —preguntó en voz baja.
—Entonces Alhuron sabrá que en esta colina también viven torpes valientes —respondió Dirgo.
La noche cayó del todo. Y entre risas, picaduras de insecto, y sueños aún por inventar, los niños durmieron bajo un techo pobre, pero lleno de historias. Heylan, con las manos detrás de la cabeza y los ojos abiertos al cielo, pensaba en alas, en estrellas, y en todo lo que aún no sabía del mundo. Y en ese pensamiento, se quedó dormido, sonriendo.
Capítulo 2 – El guardián de los manzanos
La brisa de la mañana olía a fruta madura y tierra húmeda. Era el tiempo de la cosecha, y en Robledal eso significaba trabajo, ruido y niños robando manzanas antes del desayuno. Desde el porche de la casa, Dirgo veía correr a Ely con una manzana en cada mano, seguido de Billy con el rostro cubierto de jugo y una sonrisa culpable.
—¡No eran para comer! ¡Eran para la tarta! —gritó Trost, agitando un cucharón de madera.
—¡Entonces háganla con las feas! —replicó Ely antes de perderse entre los arbustos.
Heylan estaba acostado boca abajo sobre una rama alta, observando desde lo alto el huerto que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sus pies colgaban al vacío y su camiseta tenía más manchas que tela. Junto a él, Amadeus jugaba con una ramita como si fuera una varita mágica, murmurando palabras inventadas para despertar la «sabiduría del árbol».
—Este árbol tiene magia —dijo Amadeus en voz baja.
—Tiene hormigas —corrigió Heylan, rascándose el cuello—. Y si te quedas mucho tiempo, también picaduras.
Desde la cima del huerto se podía ver el campanario de Robledal, la cabaña del panadero, el tejado inclinado de la escuela abandonada, y los caminos que serpenteaban entre campos de trigo y maíz. Era su mundo entero. Y ese día, Heylan sentía que algo iba a pasar. Una corazonada leve, como esas que nacen en el pecho sin razón y no se van.
—Dirgo dijo que hoy nos contaría un cuento especial —murmuró.
—¿Más especial que el del espíritu del viento? —preguntó Amadeus, emocionado.
—Dijo que era sobre un rey que olvidó su nombre… Un rey de verdad, no inventado.
Pero antes de que pudieran seguir hablando, un grito cortó el aire:
—¡LADRONES!
Los chicos bajaron del árbol tan rápido como pudieron, cayendo como sacos de papas entre hojas secas. Era Crun, otra vez, corriendo colina abajo agitando los brazos como molinos descontrolados. Su gorro de paja rebotaba en su cabeza.
—¡Mis manzanos! ¡Alguien ha roto las cercas! ¡Hay huellas! ¡Y faltan frutas! ¡Y hasta una cesta entera desapareció!
Dirgo, con su bastón en mano, llegó desde la casa, escoltado por Trost y Billy, que se habían puesto cazos en la cabeza como cascos. Ely apareció después montado en una carretilla, como si fuese su carro de guerra.
—¿Y ahora qué hicieron? —preguntó el viejo, aunque su tono era más curioso que enojado.
—¡No fuimos nosotros! —exclamó Heylan—. ¡Esta vez no!
—Sí, esta vez fueron otros —dijo Crun, señalando las huellas—. Miren eso. ¡Son de pezuña!
Todos se inclinaron sobre el suelo. En efecto, pequeñas marcas de pezuñas cruzaban el barro alrededor del huerto. Ely se agachó y olfateó una.
—Esto es trabajo de la cabra de los Kerren… o de algo más grande. Quizá… ¡un monstruo de bosque!
El misterio del día estaba servido. Y los niños, claro, decidieron que eran los únicos capaces de resolverlo. Declararon el caso como «Misión Fruta Furtiva» y se dividieron en equipos.
Pasaron la tarde husmeando entre los manzanos, siguiendo rastros, inventando teorías imposibles y acusando a media aldea en voz baja. Trost llevaba una libreta con dibujos horrendos de sospechosos; Billy organizaba patrullas de vigilancia desde un árbol, con un catalejo hecho de un tubo viejo; Ely se autoproclamó jefe de seguridad y patrullaba con una capa hecha de cortina.
Heylan y Amadeus interrogaron a una gallina sospechosa que merodeaba el área. Amadeus aseguraba que la gallina sabía algo, pero no quería hablar. Heylan tomó notas en una hoja robada del libro de cocina de Dirgo.
—¿Y si alguien está entrenando animales para robar fruta? —sugirió Heylan.
—¿Como una banda secreta de bestias? —preguntó Billy.
—¡Como el Ejército de los Siete Hocicos! —gritó Ely, entusiasmado.
Al anochecer, sin embargo, la verdad salió a la luz cuando descubrieron a la yegua de Crun —ciega de un ojo y medio sorda— dentro del huerto, comiendo manzanas podridas con aire de reina. Había roto la cerca al empujarla buscando sombra.
—¡Siempre fuiste tú, traidora! —gritó Crun, derrotado, señalando a su yegua como si fuera una traidora de guerra.
La risa estalló como lluvia tibia. Hasta Dirgo soltó una carcajada lenta, de esas que parecen salir desde el estómago. Ely abrazó a la yegua como si fuera una heroína caída, mientras Trost anotaba «Caso cerrado» en su libreta.
Esa noche, el grupo se reunió de nuevo bajo el porche. La luz del fuego danzaba en los rostros, y las sombras jugaban a parecer gigantes. El aire olía a manzanas horneadas, y la tarta, aunque incompleta, era deliciosa.
—Como lo prometí —dijo Dirgo, tomando asiento—, esta noche les contaré el cuento del rey que olvidó su nombre. Pero antes, un sorbo de jugo para todos. Porque ningún cuento debe escucharse con la garganta seca.
Cuento N°2: El rey que olvidó su nombre
Hace muchos años, en un reino sin nombre (porque hasta el nombre del lugar se perdió), gobernaba un rey que había tenido tantos títulos, tantas guerras, y tantas coronas, que un día olvidó quién era. No recordaba si alguna vez había amado, si había tenido hermanos, ni por qué había comenzado a reinar.
—¿Cómo puede uno olvidarse de su propio nombre? —preguntó Trost.
—Fácil —respondió Dirgo—. Basta con vivir mucho tiempo, escuchar muchas mentiras y tener más oro que amigos. El nombre se esconde detrás de todo eso. Como una flor entre piedras.
El rey comenzó a vagar por su castillo, hablando con las estatuas, olvidando órdenes, confundiendo a sus hijos con sus enemigos. Empezó a escribir su nombre en los muros, pero cada día era distinto. A veces firmaba como «Gran Padre», otras como «Sombras Reales», y una vez solo escribió un dibujo de un pez.
Hasta que un día, desapareció. Se fue sin escoltas, sin capa, sin corona… buscando su nombre.
Se dice que lo encontraron años después en una aldea de pescadores, contando cuentos a niños junto al fuego. Nunca reveló quién era. Pero cuando moría alguien con el corazón limpio, ese viejo siempre lloraba primero. Porque, quizá, lo había recordado. O porque, en su corazón, llevaba muchos nombres que nunca quiso perder del todo.
Los niños guardaron silencio largo rato. Incluso Ely. La historia parecía haberles pegado en un lugar que aún no sabían que existía.
Heylan cerró los ojos. En su interior, una pregunta latía como tambor lento:
—¿Y si uno se olvida de quién es, pero no quiere recordar?
Dirgo no respondió de inmediato. Solo alzó la vista al cielo, y luego miró a Heylan con ternura.
—Entonces, hijo, puede que esté esperando a que alguien le dé un nuevo nombre. Uno que valga más que todos los anteriores.
Y las estrellas, quizás, le respondieron por él. O tal vez solo brillaban como siempre, indiferentes y sabias.
Capítulo 3 – La cueva del murmullo
Todo comenzó con un rumor.
Billy decía que en una cueva del bosque, cerca del arroyo donde solían atrapar ranas y hacer guerras de barro, se escuchaban voces cuando uno se quedaba en silencio absoluto. Voces reales, no como las que inventaban cuando jugaban a los fantasmas. Ely juraba que eran ecos mágicos. Trost aseguraba que eran ladrones escondidos. Heylan, por supuesto, propuso ir sin pensarlo dos veces.
—Si nadie ha vuelto de ahí… ¿cómo saben que hay voces? —preguntó Amadeus, sabio y prudente como siempre, frunciendo el ceño.
—Porque Billy volvió —dijo Heylan, señalándolo con una sonrisa burlona.
—¡Pero casi no me ven de lo cubierto de lodo que salí! —protestó Billy—. ¡Estornudé barro por tres días y me zumbaban los oídos como si me hubieran metido una rana dentro!
El plan fue sencillo. Dirgo no debía enterarse, bajo ningún motivo. Llevarían una cuerda larga, linternas improvisadas con frascos y velas, pan duro para el camino, un frasco de miel por si encontraban osos (idea de Ely), y una vieja manta por si alguno se desmayaba del susto (idea de Trost, aunque dijo que era «por precaución estratégica»).
La expedición partiría justo después del almuerzo, cuando los adultos dormían la siesta. Se escabulleron uno a uno, cruzando la cerca trasera, y siguieron el sendero viejo bordeando el arroyo, entre helechos y raíces. El sol filtrado entre las hojas jugaba a pintarles la piel de verde y oro. Rieron, se empujaron, y hasta cantaron una canción inventada sobre el «fantasma de los pies mojados».
La cueva estaba allí, justo donde Billy había dicho. Una grieta oscura en la piedra, casi oculta por la vegetación, con musgo en las paredes y aire fresco que olía a secretos antiguos. El sol apenas se colaba por entre los árboles, y los chicos empezaron a hablar más bajo sin darse cuenta, como si el bosque también escuchara.
—Escuchen… —susurró Trost, levantando una mano.
Un murmullo leve flotaba desde la grieta. No era viento. Tampoco agua. Era… otra cosa. Como si alguien hablara desde muy lejos y muy cerca al mismo tiempo. Palabras que no se podían entender, pero que hacían cosquillas detrás de los ojos.
Entraron uno por uno, atando la cuerda a un tronco grueso afuera. Billy temblaba, pero iba adelante con su linterna improvisada. La luz danzaba en las paredes, dibujando sombras alargadas que parecían moverse solas. El aire era denso. Casi espeso.
La cueva se abría y cerraba en estrecheces, como si respirara. Había un charco en el suelo que reflejaba las linternas como si fueran ojos parpadeando. En una curva, encontraron una roca lisa en forma de banco, y se sentaron allí, en silencio, sin decir nada. Incluso Ely, que siempre tenía algo que decir, calló.
Entonces, lo escucharon.
Un sollozo. Claro. Profundo. Real. No como el que hace un niño cuando se cae, sino como el que se esconde detrás de una canción triste.
Todos se miraron, pálidos. Ely fue el primero en hablar:
—¿Quién… llora?
No hubo respuesta. Solo más silencio. Pero no era un silencio vacío. Era un silencio que pesaba como una piedra mojada sobre el pecho.
Heylan avanzó unos pasos. Tocó la pared. Estaba húmeda. Y tibia. Como si estuviera viva. El aire olía a tierra vieja, a tiempo detenido.
—Hay algo más adelante —dijo con voz baja, casi reverente.
La cueva terminó en una sala pequeña, circular. Las paredes estaban cubiertas de líquenes que brillaban con la luz de las velas. En el centro, una piedra negra. Lustrada. Intensa. Sobre ella, una lágrima. No había agua en el techo. No llovía. Pero la lágrima estaba ahí, fresca, nueva, temblando.
Trost se acercó. Tocó la piedra. Nada pasó. Pero algo cambió. El murmullo cesó. El aire se volvió más frío.
Amadeus puso la mano sobre la de Trost. Entonces, todos escucharon una voz. No venía de afuera. Ni siquiera de la piedra. Venía de adentro. De muy adentro. De cada uno.
«Recordadme.»
Era como si una memoria antigua, enterrada en un rincón del corazón, se despertara con esa palabra. Como si los ojos quisieran llorar, sin saber por qué.
Los niños corrieron.
No gritaron. Solo corrieron. Con pasos torpes, jadeando, tropezando entre ellos. Hasta el arroyo. Hasta el campo. Hasta la casa. Hasta el porche donde Dirgo los esperaba con una ceja levantada y la tetera en la mano.
—¿Dónde estuvieron? —preguntó con calma.
—En la cueva… —dijo Heylan, sin aliento, los ojos aún grandes.
—¿Y qué encontraron?
Los niños se miraron. Nadie dijo nada. Ni una palabra.
Esa noche, Dirgo esperó que se sentaran, y les contó una historia sin pedir explicaciones. Como si ya supiera. Como si él también hubiera oído aquella voz alguna vez.
Cuento N°3: La piedra que lloraba en la oscuridad
Hace mucho, en los tiempos en que los recuerdos caminaban con forma humana y los nombres se escribían en las nubes, un espíritu habitaba una cueva en el corazón de un bosque. Era el espíritu del Olvido. No tenía rostro, ni nombre, ni historia propia, porque las había perdido todas. Cada vez que alguien olvidaba algo importante —una promesa, un amigo, una canción, un lugar—, el espíritu lloraba por él. Sus lágrimas caían sobre una piedra sagrada que guardaba esos recuerdos perdidos.
La piedra no hablaba, pero si la tocabas, algo dentro de ti lo hacía. Algo que habías olvidado. Algo que querías recordar, pero ya no podías.
Una vez, un niño entró en la cueva y escuchó su propio nombre siendo olvidado por una voz muy querida. Entonces, decidió sentarse junto al espíritu y contarle historias todas las noches, para que nunca más se sintiera solo. Cada historia era un recuerdo rescatado. Cada palabra, una semilla de memoria nueva.
Se dice que, aún hoy, si alguien escucha su murmullo y lo recuerda… el espíritu sonríe, aunque nadie lo vea. Porque no hay mayor consuelo para el Olvido que ser recordado, aunque sea por un instante.
Los niños durmieron juntos esa noche, apiñados como cachorros bajo una manta vieja, sin hablar del todo. Pero Heylan… Heylan soñó con voces, con piedras, y con nombres que aún no sabía que había olvidado. Soñó con la palabra «recordadme» susurrada por el viento, y al despertar, no supo si había soñado… o simplemente recordado.
Capítulo 4 – La manzana envenenada
Era un día común en Robledal, uno de esos días que huelen a tierra mojada, pan horneado y humo lejano. El sol se asomaba entre nubes perezosas, desparramando luz dorada sobre los techos de teja y los caminos de tierra que serpenteaban entre los corrales y las casas de adobe.
Heylan caminaba distraído, pateando piedras como si fueran enemigos invisibles. Ely iba a su lado, cargando con esfuerzo una cesta de manzanas más grande que él, las mejillas rojas por el esfuerzo. Trost cerraba la marcha, blandiendo una escoba como si fuera una lanza de caballero. Billy, por su parte, saltaba de charco en charco, completamente ajeno a las advertencias de los adultos que lo veían con cara de pocos amigos.
—No deberíamos meternos en líos hoy —dijo Trost, mirando de reojo a Heylan.
—¿Y eso desde cuándo nos detuvo? —respondió Heylan con media sonrisa, recogiendo otra piedra solo para lanzarla contra una cerca.
La travesura del día era sencilla, como muchas de las suyas. En una esquina olvidada del bosque habían encontrado unas manzanas verdes, amargas y deformes. No eran venenosas —al menos, eso creían—, pero sí tenían un sabor horrible. Ely, con su chispa habitual, tuvo la brillante idea de intercambiarlas por las manzanas del huerto que la señora Venka, la cocinera de la escuela, recogía cada semana para preparar su famosa compota.
—Imaginen su cara cuando las pruebe —decía Ely, con esa risa chillona que usaba cuando planeaba algo.
La operación comenzó temprano. Billy subió al tejado del gallinero y se atrincheró con una caña larga y una campana oxidada como alarma. Trost y Heylan, sigilosos como ladrones, rodearon el huerto trasero mientras Ely entraba a la cocina con una sarta de preguntas ridículas para distraer a Venka:
—¿Qué pasa si horneas una empanada redonda en una bandeja cuadrada? ¿Se vuelve cuadrada? ¿O se enoja?
La mujer resoplaba, tratando de seguir amasando sin reventar de exasperación. Mientras tanto, las manzanas eran cambiadas una a una, con cuidado casi ritual. El canasto quedó lleno de frutas falsas, y los muchachos escaparon entre risas contenidas.
Todo parecía perfecto. Hasta que no lo fue.
Durante la merienda de los estudiantes, Venka mordió una manzana con tanta fuerza como desprecio, y al instante escupió un trozo agrio que cruzó la sala como proyectil, aterrizando justo a los pies del maestro Norin. La expresión de la cocinera era una mezcla entre horror y furia.
—¡Esto sabe a pantano fermentado! —gritó, agitando los brazos—. ¡¿Quién fue el infeliz que tocó mis manzanas?!
La investigación fue rápida. Los testigos abundaban. Billy se cayó del tejado justo cuando Venka salía furiosa, y Ely no supo mantener la cara seria cuando lo interrogaron. Media hora después, los cuatro estaban en el establo, con cepillos y cubos, limpiando estiércol bajo la supervisión de un granjero con pocas ganas de sonreír.
—Podría haber sido peor —dijo Heylan, mientras trataba de quitar paja pegada a su zapato.
—Sí —añadió Trost—. Podríamos haber tenido que comernos esas manzanas por castigo.
—¡Calla, que todavía tengo el sabor en la lengua solo de pensarlo! —protestó Billy, frotándose la nariz.
La tarde pasó entre risas, trabajo y una pequeña guerra de habas que terminó cuando el granjero amenazó con llamar a sus gansos guardianes. Al anochecer, los muchachos regresaron a casa con olor a establo y las manos cansadas. La sopa era más aguada que de costumbre, y el pan más duro. Pero al menos tenían a Dirgo.
Como cada noche, se sentaron a su alrededor, apiñados frente al fuego. El viejo encendió su pipa, dejó que el humo se enroscara en el aire y los miró con una sonrisa astuta.
—¿Hoy aprendieron algo? —preguntó, como siempre.
—Sí —respondió Ely, suspirando—. Que las manzanas verdes hacen llorar.
Dirgo soltó una carcajada breve, luego tosió y, sin más preámbulo, comenzó a hablar:
Cuento N°4: El lago que canta al anochecer
En una región olvidada por los mapas, entre montañas envueltas en niebla perpetua, existía un lago que cantaba. No usaba palabras, ni notas reconocibles, pero su voz era tan pura que hacía llorar a los pájaros, y las bestias del bosque se quedaban quietas al anochecer, solo para escucharlo.
Se decía que quien respondía a su canto con una melodía sincera —no hermosa, sino verdadera— podía hacerle una pregunta. Entonces, el agua respondía mostrando visiones sobre su superficie.
Un joven pastor, cansado del silencio y la rutina, caminó muchos días hasta llegar al lago. Su flauta era simple, hecha a mano, y su voz era temblorosa, pero honesta. Cuando tocó una melodía que hablaba de soledad y deseo, el lago respondió. Mostró un barco en un mar dorado, alejándose hacia un horizonte desconocido. El pastor lo entendió. Dejó su cayado, se despidió de su rebaño, y partió hacia la aventura. Se convirtió en navegante, luego en cartógrafo, y su nombre aún vive en los libros.
Pero no todos eran así de afortunados. Un noble arrogante, que solo buscaba fama eterna, viajó hasta el lago y cantó una canción vacía. Preguntó si su nombre sería recordado por los siglos. El lago respondió mostrándole un desierto, sin alma ni sombra. Su historia se borró con los vientos. Nadie lo nombró jamás.
Dirgo hizo una pausa larga. El fuego crepitaba con suavidad. Luego dijo:
—Hay lugares que no necesitan ser encontrados, sino escuchados. Y hay respuestas que no todos merecen. Porque el lago no canta para cualquiera. Canta para el que escucha con el corazón.
Los niños se quedaron en silencio. Billy se rascaba la oreja, Trost mordía el borde de su manta, y Ely ya tenía los ojos entrecerrados. Pero Heylan… Heylan miraba el fuego como si viera algo más allá. Como si el canto del lago estuviera escondido entre las llamas, aguardando.
Esa noche, soñó con montañas lejanas, con agua que cantaba y una flauta que respondía. Soñó con preguntas que aún no sabía que quería hacer.
Capítulo 5 – El día de mercado
El quinto día de cada mes, el mercado llegaba a Robledal como un desfile de colores, voces y aromas. Era un acontecimiento esperado por todos: mujeres con cestos de mimbre, niños con monedas sudadas en los bolsillos, ancianos arrastrando carretas con ruedas desiguales y perros callejeros olfateando cada esquina en busca de sobras o caricias. Las campanas de la iglesia tocaban más temprano, y los pájaros parecían cantar con más entusiasmo.
Heylan se despertó antes del amanecer, cosa rara en él, con el corazón agitado como si el mercado le susurrara desde los sueños. Había algo en ese bullicio lejano que lo hacía saltar de la cama sin pensarlo. Arrastró a Trost de la cama, sacó a Billy que dormía abrazado a una zanahoria (nadie supo por qué, ni siquiera él), y encontró a Ely ya vestida, peinándose con agua del abrevadero y revisando sus monedas como una mercadera experimentada.
Dirgo, como cada vez que llegaba el mercado, les dio una moneda a cada uno, con la condición de no perderla en la primera hora. Había convertido esa regla en tradición.
—Y recuerden: el que vuelva sin ella, lava las sábanas de toda esta semana —advirtió con su voz ronca, levantando su bastón con solemnidad teatral.
El pueblo entero parecía otro ese día. Las calles de tierra se cubrían con alfombras de lona, los puestos de frutas brillaban con los colores de las estaciones: rojos intensos, verdes frescos, naranjas encendidos. Las especias se esparcían en el aire como humo invisible: canela, pimienta, azafrán y clavo. Había artesanías con formas imposibles, collares hechos de cáscaras de caracol, jarrones que goteaban agua dulce y figuras de barro que bailaban si uno las soplaba.
Vendedores con acentos extraños gritaban sus ofertas como si compitieran entre ellos. Un hombre hacía música con copas de cristal, una mujer decía leer el futuro en hojas de repollo (aunque cobraba más si el cliente traía su propia hoja), y un anciano vendía relojes que solo funcionaban si uno les hablaba con ternura. También había una joven que vendía botellas vacías llenas de «aire de montaña», y un niño con voz chillona que ofrecía piedras que decían secretos si las guardabas en el bolsillo.
Billy se enamoró de un tambor diminuto que hacía más ruido del que debería. Trost quedó hipnotizado por una espada de madera con inscripciones falsas que parecían reales si uno entrecerraba los ojos. Ely pasó media hora regateando con un vendedor calvo por un sombrero con plumas azules que se le caía a cada paso. Heylan, en cambio, no compró nada. Caminaba entre los puestos con una sensación extraña, como si buscara algo que no sabía nombrar. Le llamaban la atención las personas, sus gestos, los pequeños momentos de vida que ocurrían entre transacciones.
Al mediodía, se sentaron bajo una carpa de telas color mostaza, comieron pan con queso fuerte, aceitunas y compartieron agua de menta y jugo de grosella. Billy había perdido su moneda en un puesto de gallinas, pero encontró una cabra suelta y decidió que valía la pena el intercambio. Le puso nombre en el acto: Cabra.
Pasaron la tarde paseando entre pócimas de mentira, espectáculos de mimos, carreras de sapos y un teatrillo con marionetas que contaba la historia de un herrero que se enamoraba de un pez dorado. Se reían, se empujaban, se escondían de vez en cuando solo para asustarse entre ellos. Trost compró una bolsa de canicas que decía tener una maldición antigua, y Ely hizo un intercambio con un anciano: su sombrero de plumas por una pipa vacía que, según el hombre, había pertenecido a un pirata tuerto.
Cuando el sol comenzó a bajar y las sombras se alargaban como dedos sobre los caminos, volvieron con Dirgo. El viejo los recibió en la puerta con una sonrisa y una taza de leche tibia para cada uno. Cabra, la cabra, intentó comerse el dobladillo de su túnica.
—¿Y bien? ¿Gastaron con sabiduría? —preguntó mientras los guiaba al interior.
—La cabra se llamaba Cabra —dijo Billy como única explicación, acariciando al animal como si fuera un tesoro.
Esa noche, al calor del fuego, con los pies sucios y el corazón lleno de risas, Dirgo les contó un nuevo cuento. Los niños se acomodaron sobre mantas, con restos de pan en las manos y las mejillas calientes. El viejo carraspeó y comenzó:
Cuento N°5: La torre de los relojes dormidos
Había una vez una torre perdida entre colinas, tan alta que tocaba las nubes más bajas. Era tan antigua que los mapas habían dejado de nombrarla, y los cuervos no se posaban sobre su aguja. En su interior vivían cientos de relojes, cada uno distinto, cada uno dormido. No hacían tictac. No marcaban el tiempo. Estaban allí para recordar momentos olvidados.
Cada reloj estaba vinculado a una historia, un instante detenido: un beso que nunca fue, una promesa rota, una canción olvidada por un pueblo entero, una risa perdida bajo la lluvia. Si alguien lograba despertar un reloj, podía ver aquel momento como si ocurriera frente a sus ojos, sin filtros ni adornos. Pero había un precio.
Para despertar un reloj había que saber exactamente qué querías recordar. No bastaba con la nostalgia. No bastaba con el deseo. Había que tener el recuerdo tan vivo en el corazón que el reloj lo sintiera.
Un joven caminante llegó una noche a la torre. No buscaba fama ni poder. Solo quería entender por qué su madre lo había abandonado siendo niño. Tocó la esfera de un reloj oxidado, de agujas torcidas, y por primera vez en siglos, el mecanismo se puso en marcha. Vio a una mujer llorando, dejando una carta junto a una cesta en un umbral. Escuchó su voz quebrarse. Comprendió. Y por primera vez, pudo perdonarla.
Otros llegaron también, con intenciones distintas. Un rey quiso ver la traición de su hermano. Un anciano quiso revivir el día que su hija le dijo «te quiero» por última vez. Un niño buscó el rostro de su abuelo, que solo conocía por cuentos. Algunos obtuvieron su respuesta. Otros se perdieron en los engranajes, encerrados por sus propios deseos.
Dirgo miró a los niños, que escuchaban con los ojos muy abiertos, el fuego reflejado en sus pupilas.
—No todos los relojes deben despertar —dijo finalmente—. Pero si uno lo hace, asegúrate de estar listo para lo que vas a ver. Porque a veces, los recuerdos no son como los imaginamos.
Esa noche, Heylan tardó en dormir. No por miedo, sino por preguntas que empezaban a girar, lentas, dentro de su corazón. Preguntas sin forma. Preguntas con eco.
Capítulo 6 – La historia que no quería ser contada
Ese día comenzó como cualquier otro para los niños. Heylan despertó primero, como solía hacer, y salió al patio a revisar si alguna de las semillas que habían plantado la tarde anterior había germinado. No encontró más que tierra húmeda y una lombriz que se retorcía al sol. Trost llegó detrás, cargando un cubo con agua y salpicando a propósito los pies de Heylan.
Billy, aún con la cara hinchada de sueño, tropezaba con sus propias sandalias mientras seguía a Ely y Amadeus, quienes ya planeaban alguna travesura para el desayuno. Intentaron atrapar una gallina, sin éxito, y terminaron corriendo de la anciana Mara que blandía una escoba. Más tarde, construyeron una torre de piedras junto al riachuelo, y cuando cayó, culparon al viento. Comieron frutas verdes robadas del huerto vecino y se escondieron en el granero cuando sus barrigas comenzaron a quejarse.
Al mediodía, Heylan propuso un juego de adivinanzas que nadie supo resolver. Trost encontró una rana y la escondió en la chaqueta de Dirgo, lo que provocó una carcajada colectiva cuando el viejo la descubrió horas después. Fue un día largo, lleno de polvo, risas y pequeñas discusiones por turnos y trampas en los juegos.
Pero cuando el sol comenzó a caer, algo cambió. Como si el aire mismo se hubiera espeso. Dirgo no encendió la pipa…
Ese anochecer, Dirgo no encendió la pipa. Tampoco preparó leche tibia ni preguntó si habían aprendido algo. Se sentó junto al fuego con los ojos clavados en la llama como si esperara que algo saliera de ella. Los niños, que ya habían comido pan con miel y jugado a esconder semillas bajo la tierra, sintieron el cambio. El aire estaba más espeso, cargado con una quietud extraña. La voz de los grillos parecía lejana, como si también ellos escucharan lo que estaba por decirse. Dirgo carraspeó una vez, y comenzó con voz baja, grave, como si se dirigiera más al fuego que a los niños:
—Hoy les contaré algo que quizá no debiera contarse… Un cuento que no encontrarán en libros ni canciones. Pero ustedes deben saberlo. Porque a veces, lo que no se dice es lo que más importa.
Los niños guardaron silencio. Incluso Billy, que solía quedarse dormido al tercer párrafo, mantenía los ojos bien abiertos, apretando su manta con ambas manos.
Dirgo cerró los ojos un instante, como buscando en su memoria, y comenzó:
Cuento N°6: El guerrero sin nombre y el sello de Dargomath
Hace siglos, antes de que Groed sea como la conocemos, existió un reino al sur de las montañas de Lur. Un reino conocido como Farador. No era el más grande, ni el más rico, pero sí el más sabio. Allí vivían artesanos que tallaban en piedra como si tejieran hilos de luz, alquimistas que escribían con fuego, y sabios que hablaban con los sueños. Era un reino donde las ideas se sembraban como semillas, y cada pregunta podía abrir una puerta nueva.
Pero no todos los conocimientos deben ser buscados. Y algunos secretos deben permanecer dormidos.
Dargomath fue uno de esos secretos. No era un hombre, ni una bestia. Era una voluntad antigua, una sombra que creció en lo profundo de la tierra, bajo las ruinas de un templo olvidado por los dioses. Algunos decían que había nacido del rencor de un dios traicionado, otros que era un pensamiento oscuro hecho carne. Lo cierto es que su presencia comenzó como un susurro en las paredes, una sombra que se alargaba más de lo debido, una grieta que no podía cerrarse.
Su voz podía quebrar montañas y tentar corazones. Prometía poder, redención, respuestas. Era una fuerza que sabía qué decir para quebrarte desde dentro. Los sabios de Farador intentaron contenerlo. No con espadas, sino con un sello: un conjuro vivo, tejido con sangre de sabios, piedra consagrada y el sacrificio de tres voluntades puras.
Para proteger ese sello, formaron una guardia. No llevaban nombres. No cantaban victorias. Eran cinco, escogidos entre los nacidos bajo el eclipse, marcados desde el nacimiento con un signo que brillaba bajo la luna llena. Vivían aislados, entrenados no solo en combate, sino en resistencia del alma. El más joven de ellos era un guerrero sin nombre, pero el pueblo lo llamó Roth, que en la lengua antigua significa «el que sangra por otros».
Roth era fuerte, pero no por sus brazos. Su fuerza venía de su fe, de su amor por un pueblo que jamás conocería su rostro. Protegió el sello durante veinte años, enfrentó bestias que nacían de los susurros de Dargomath, criaturas formadas por odio antiguo, por lamentos enterrados. Una a una, las formas del mal se alzaron contra él y sus hermanos. Uno por uno, sus compañeros cayeron, y con cada caída, el sello se debilitaba. Sus nombres fueron grabados en piedra y cubiertos con tierra para que nadie los adorara.
Finalmente, Roth quedó solo. Y Dargomath, astuto, comenzó a hablarle. Le prometió paz. Le mostró la imagen de una tierra sin hambre. Le susurró el nombre de su madre, muerta hacía años, y su voz sonaba igual que la de ella. Le habló de todo lo que podría tener si soltaba la espada. Le ofreció un mundo nuevo. Pero Roth no cedió. Cada día, grababa un nuevo símbolo en su armadura, no para recordar batallas, sino para recordar por qué resistía.
Cuando el último hilo del sello comenzó a romperse, Roth supo que no habría relevo. Que el mundo ya no recordaba el peligro que custodiaba. Tomó su espada, se cortó la palma, y con su sangre, marcó la piedra central del sello. Pronunció las palabras prohibidas y se unió a Dargomath. No para liberarlo, sino para sellarlo desde dentro. Su alma se convirtió en ancla. Su sangre, en candado. Dargomath rugió, intentó desgarrarlo desde dentro, pero fue encerrado otra vez. El sello latía ahora con una nueva fuerza: la del sacrificio voluntario.
Sin embargo, ese sello no duraría para siempre. Lo vivo puede romperse. Y la sangre, con el tiempo, se dispersa.
Antes de desaparecer, Roth susurró una advertencia: «Un día, Dargomath regresará. Buscará la sangre que le falta. Buscará a Dill».
—¿Qué es Dill? —preguntó Ely, sin poder contenerse. Su voz se sintió pequeña en la oscuridad.
Dirgo miró el fuego. No respondió al instante. Luego dijo con voz baja:
—Dill… es aquello que queda. Lo que fue separado. Una gota perdida de un mar oscuro. Nadie sabe dónde está. Tal vez nadie deba saberlo.
Y esa noche, nadie durmió rápido. Ni siquiera Billy. La luna se alzó en lo alto, solitaria, y parecía escuchar también.
Capítulo 7 – La búsqueda de Trost
El día comenzó con nubes grises y promesas de tormenta. Heylan y sus amigos se reunieron como de costumbre bajo el viejo cobertizo, donde discutieron si debían salir o esperar a que escampara. Ely decía que había escuchado un trueno lejano al despertar, y Billy, abrazando su muñeco de trapo, insistía en que hoy no quería mojarse. A pesar de todo, el entusiasmo infantil pesaba más que el clima, y pronto estaban trazando planes para explorar el arroyo del sur. Pero Trost no llegó. Al principio pensaron que simplemente se había dormido, o que su madre lo había retenido para ayudar con alguna tarea del huerto.
Las horas pasaron más rápido de lo habitual, con juegos interrumpidos por la duda. Dalian propuso ir a buscarle. Heylan, preocupado, no tardó en tomar la delantera. Billy, aunque no entendía bien la situación, también quería ayudar. Incluso Amadeus, que temía a las sombras del bosque, apretó los dientes y siguió al grupo con paso decidido. La búsqueda comenzó con entusiasmo, como si fuera parte de uno de sus juegos. Buscaron entre las piedras, junto al río, cerca del campo de los caballos, e incluso entre los árboles torcidos del sendero de los sauces.
Con ramas como espadas y pan en los bolsillos, iban llamando el nombre de su amigo. El bosque, húmedo y espeso, parecía tragar sus voces. Los insectos zumbaban cerca del suelo y los truenos se acercaban, lentos pero constantes. Heylan sentía un nudo en el estómago. No era miedo, exactamente, sino esa sensación que uno tiene cuando las cosas no encajan del todo.
Fue Ely quien descubrió una pista: la pulsera trenzada de Trost, enganchada en una rama baja cubierta de musgo. Aquello confirmó que algo estaba mal. No se había perdido jugando. Algo lo había retenido o lo había llamado allí por alguna razón.
Avanzaron más profundo entre raíces gruesas y árboles cada vez más altos. La lluvia comenzó a caer, primero con timidez, luego con fuerza. Justo cuando el cielo comenzaba a llorar con verdadero ímpetu, lo encontraron.
Trost estaba sentado a los pies de un árbol colosal con hojas doradas que brillaban a pesar del gris del cielo. Nadie recordaba haber visto ese árbol antes. No estaba en ninguno de sus juegos ni en los mapas que trazaban en la tierra. Tenía los ojos abiertos, fijos en las ramas que se mecían con lentitud. Murmuraba nombres. Palabras extrañas que ninguno de ellos conocía.
Heylan lo sacudió con cuidado. Trost parpadeó lentamente, como despertando de un sueño largo. Dijo que el árbol le había hablado. Que le había contado cosas. Historias. Nombres que parecían vivir en su mente como ecos. Nombres antiguos, como salidos de un sueño muy viejo.
El regreso fue silencioso. Caminaban empapados, con los pies hundiéndose en el barro. Ninguno hablaba. Incluso Billy parecía comprender que algo importante había sucedido. Cuando llegaron a casa, Dirgo los estaba esperando en el porche. No preguntó nada. Les dio mantas secas, sopa caliente, y luego se sentó a encender su pipa, como si ya supiera lo que tenían en la cabeza.
—Hoy les contaré una historia diferente —dijo, mientras las llamas bailaban en la chimenea—. Una historia sobre algo que no habla con palabras, pero nunca olvida.
Cuento N°7: El árbol que escuchaba nombres
Dicen que en la era de los sellos, cuando los sabios escondían verdades en los rincones del mundo, un solo árbol fue testigo de todo. Nadie sabe cuándo fue plantado. Algunos creen que creció de una lágrima de los antiguos. Otros, que fue el primer sueño de una madre perdida.
El árbol no hablaba, pero escuchaba. Y lo que escuchaba, lo recordaba. Nombres, promesas, mentiras, canciones. Si uno se sentaba junto a su raíz y cerraba los ojos, podía escuchar ecos del pasado, si el árbol lo consideraba digno.
Se decía que sus ramas susurraban lenguas olvidadas cuando el viento pasaba entre ellas, y que sus hojas doradas jamás caían al suelo, como si el tiempo no pudiera tocarlo. Algunos caminaban años enteros para encontrarlo. Reyes, ladrones, poetas, hechiceros. Algunos murieron sin hallarlo. Otros lo encontraron, pero no escucharon nada. Solo unos pocos oyeron las voces. Y cada uno escuchó algo distinto. Algunos se volvieron sabios. Otros, locos.
Una leyenda cuenta que un niño lo encontró una vez, sin buscarlo. Que no pidió nada, y por eso el árbol le habló. Le contó la historia del primer sello, del viento que encadenó a la montaña, del río que una vez lloró fuego. Pero esas historias no fueron registradas. Solo quedaron en su mente, escondidas como piedras preciosas bajo la lengua. Ese niño creció sin decir una palabra, y cuando murió, nadie supo qué sabía.
Y el árbol sigue allí, escondido entre brumas, esperando oír un nombre que aún no ha sido dicho. Tal vez cuando lo escuche, sus hojas caerán por primera vez.
Aquella noche, Trost no durmió. Repasaba los nombres en su mente como si al olvidarlos perdiera algo precioso. Se levantó varias veces a mirar por la ventana, como si esperara ver el árbol dorado desde la colina. Heylan, en cambio, los anotó en una tabla de madera, con la sensación de que algún día, alguien los necesitaría.
Y Dirgo, esa noche, fumó en silencio más tiempo del habitual, como si también recordara un nombre que una vez escuchó y decidió olvidar.
Capítulo 8 – La luna de los ojos suaves
El día había sido particularmente caluroso, de esos en que la tierra cruje y los perros buscan sombra bajo cualquier cosa. El aire se sentía espeso, cargado de un olor dulce a pasto seco y savia. Los niños pasaron la mayor parte del tiempo cerca del arroyo, donde inventaron carreras de hojas, atraparon insectos con tarros viejos y salpicaron agua unos a otros con entusiasmo. Dalian incluso intentó atrapar una rana para mostrársela a Dirgo, pero esta escapó con un salto que provocó carcajadas.
Dirgo había salido a buscar leña al bosque cercano, así que el grupo tuvo el patio para ellos solos durante toda la tarde. Heylan lideraba las ideas, como siempre. Organizó un concurso de equilibrio sobre una viga caída, que Ely ganó con facilidad. Billy, por su parte, se distraía lanzando piedras al aire para ver cuántas podía atrapar antes de que cayeran. Trost y Amadeus intentaban construir una catapulta de madera utilizando sogas viejas, ramas y una cubeta rota. Por suerte, nunca lograron que funcionara, aunque eso no detuvo sus intentos.
Cuando el sol comenzó a caer, Heylan subió al tejado para ver cómo las sombras se alargaban. Desde allí podía ver la silueta del bosque, las colinas lejanas, y el humo de alguna chimenea perezosa que dibujaba líneas suaves contra el cielo rojizo. Ely le alcanzó pan con miel mientras Billy cantaba sin ritmo una canción inventada. Desde abajo, Dalian les gritaba que bajaran antes de que Dirgo volviera. El ambiente estaba impregnado de ese tipo de calma que antecede algo inesperado, aunque ninguno lo supiera aún.
Esa noche, cuando Dirgo regresó, traía la mirada baja y los pasos lentos. La leña que traía estaba húmeda, como si hubiera llovido en un solo rincón del bosque. No habló mucho durante la cena, pero comió sin rechistar y luego, como siempre, encendió su pipa. Se sentó junto al fuego con los ojos entrecerrados. Los niños sabían que venía un cuento, pero esta vez Dirgo parecía dudar antes de hablar.
—Esta historia no es vieja, pero nadie la recuerda —dijo finalmente, mientras el humo tomaba forma de espiral—. Es sobre una aldea que ya no existe. O quizá sigue ahí, pero nadie puede encontrarla. La llaman «la aldea del olvido».
Cuento N°8: Mira la luna, está hermosa
En un valle rodeado de colinas dormidas, existió una aldea que no aparecía en los mapas. Sus casas eran de madera pálida, con techos de hojas brillantes, y sus jardines siempre florecían, incluso en invierno. La gente allí vivía tranquila, como si el mundo no los hubiera tocado nunca. No tenían templo, ni torre, ni castillo. No comerciaban, no pedían, no daban explicaciones. Solo tenían una costumbre compartida por todos: mirar la luna cada noche antes de dormir.
Una tarde, un grupo de jóvenes decidió explorar más allá de los linderos de la aldea. Rieron, corrieron, treparon árboles y hablaron de historias antiguas que sus abuelos contaban. Era un día como cualquier otro. Pero al caer la noche, cuando regresaron, notaron que algo no iba bien. Las calles estaban vacías, silenciosas. Desde dentro de las casas se oía a la gente murmurar la misma frase:
—Mira la luna. Está hermosa.
Una y otra vez. Como si fuera un canto. Como si no pudieran decir otra cosa. Sus voces eran suaves, pero inquietantes, como si fueran ecos de alguien más. Los jóvenes se miraron entre sí, asustados. Algo en sus corazones les decía que no debían mirar la luna. Uno de ellos recordó un cuento viejo sobre luces que no eran del cielo, sino de abajo, que usaban la forma de la luna para engañar. Propuso huir a las colinas sin levantar la vista.
Y eso hicieron. Corrieron sin mirar atrás, sin alzar la vista al cielo, hasta que estuvieron lejos, rodeados de árboles y silencio. El más valiente los guio hasta una antigua cabaña de pastores donde pasaron horas sin atreverse a hablar. Pero uno, el más joven del grupo, no resistió la tentación. Se separó de los demás y caminó hasta una roca alta. Levantó la mirada. Nadie supo qué vio.
El que estaba oculto en un árbol cercano le preguntó con voz temblorosa:
—¿Qué pasa? ¿Qué ves?
El otro, con una sonrisa extraña y los ojos abiertos de par en par, respondió:
—Mira la luna. Está hermosa.
Y el cuento terminó ahí. Dirgo apagó la pipa y se recostó sin decir más palabra. Solo el crujir de la leña llenó el silencio.
Esa noche, ninguno de los niños quiso mirar por la ventana. Incluso Heylan cerró las cortinas antes de dormir, mientras Ely murmuraba que había visto algo blanco moverse en el cielo.
Billy pidió dormir abrazado a Dirgo, y el viejo no se negó. Solo susurró:
—Hay cosas que brillan más cuando no se las mira.
Y con eso, todos guardaron silencio hasta que el sueño los envolvió.
Capítulo 9 – La tarde de las luciérnagas
Aquel día fue especial desde el amanecer. El cielo estaba cubierto por una neblina ligera que parecía envolverlo todo con un silencio más profundo que de costumbre. El canto de los gallos sonaba distante, y hasta el murmullo del viento entre los árboles parecía apagado. Dalian fue la primera en despertar, y se quedó mirando por la ventana, observando cómo la bruma se deslizaba sobre los tejados y el campo.
Dirgo salió temprano, dejando apenas un trozo de pan, un poco de queso y una nota doblada que decía: «Hoy el bosque necesita silencio». Los niños, sin mayores instrucciones, se organizaron por su cuenta. En lugar de reunirse en el patio, como de costumbre, decidieron ir al campo de flores cerca del camino del este. Ese lugar siempre les había parecido especial: las flores crecían sin orden, en una mezcla de colores y formas que cambiaban según la temporada. Allí jugaban a buscar piedras con formas extrañas, y Heylan propuso enterrarlas en un solo lugar para que alguien en el futuro las encontrara y creyera que eran artefactos antiguos de una civilización perdida.
Billy, con una corona de flores mal hecha y una rama que usaba como cetro, proclamó que ese era su «reino escondido». Ordenó que nadie pisara el centro del prado, pues allí según él, yacía dormido un dragón invisible. Ely y Dalian, mientras tanto, perseguían mariposas de alas doradas y recolectaban hojas que crujieran al doblarlas. Trost escribía nombres imaginarios en un palo con la punta quemada, diseñando lo que decía era un hechizo de protección. Amadeus, como siempre, dibujaba mapas en la tierra, llenos de caminos secretos, criaturas inventadas y escondites de tesoros. Cada uno vivía su propia pequeña aventura.
Pasaron horas sin mirar el reloj. Solo cuando el sol comenzó a inclinarse, alguien recordó las luciérnagas. Decidieron regresar al claro donde solían verlas. Era un ritual silencioso que repetían en días tranquilos, como si esperaran que esas luces pequeñas les trajeran respuestas a preguntas que aún no sabían hacer.
Esa noche, las luciérnagas llegaron temprano. Primero fueron apenas unas cuantas, titilando entre los arbustos. Luego, como si hubieran recibido una señal invisible, llegaron muchas más. Danzaban en el aire con movimientos suaves, como si tejieran hilos de luz entre las ramas.
Mientras los niños las observaban en silencio, Dirgo apareció, sin que nadie lo notara hasta que ya estaba sentado con ellos. Parecía parte de la noche misma. Tenía las manos cruzadas y la mirada baja. Su voz, cuando habló, fue más baja de lo habitual, casi como un susurro.
—Hoy les contaré algo que no todos creen, pero que algunos corazones recuerdan sin saber por qué.
Cuento N°9: El guardián de los minutos olvidados
Dicen que hay un rincón del mundo donde el tiempo no pasa como aquí. Donde los minutos a veces se esconden, o se alargan como si no quisieran terminar. En ese lugar vive un anciano al que nadie recuerda su nombre, pero todos conocen su oficio: es el guardián de los minutos olvidados.
El guardián vive en una torre torcida construida con relojes rotos, engranajes oxidados y campanas mudas. Sus paredes están llenas de calendarios antiguos y relojes de sol que nunca dan la hora correcta. Cada vez que alguien en el mundo olvida algo pequeño —una risa, una palabra, una mirada fugaz, un segundo de felicidad—, ese minuto perdido vuela como una chispa hasta la torre, y él lo guarda en frascos de cristal que brillan con luz propia.
Los frascos están ordenados por emociones: los de la ternura brillan suave, como el sol al amanecer; los de la nostalgia titilan como estrellas lejanas; los de la tristeza son opacos, pero extrañamente hermosos. Algunos frascos están casi vacíos, conteniendo solo una exhalación. Otros, llenos hasta rebosar, cantan en silencio cuando el guardián pasa junto a ellos.
Cada tanto, el anciano elige uno al azar y lo abre. Entonces, por unos segundos, en algún rincón del mundo, alguien recupera algo que no sabía que había perdido: el sonido de una voz lejana que creía olvidada, el eco de un paso conocido, la sensación de una tarde que parecía no tener importancia, pero que de pronto se vuelve inmensa.
Se dice que cuando el guardián abra el frasco correcto, uno que nadie recuerda haber perdido, algo grande volverá. Algo que el mundo necesita, aunque ya no sepa su nombre. Tal vez un recuerdo que sostenga un puente entre los sueños y lo real. Tal vez una canción que pueda despertar a los dormidos. O tal vez, solo tal vez, el tiempo mismo se detendrá a escuchar.
Dirgo no dijo nada más. Solo miró las luciérnagas en silencio mientras los niños trataban de atrapar una sin hacerle daño. Heylan observaba los frascos invisibles en su mente, imaginando si alguno contenía la tarde que estaban viviendo.
Esa noche, Heylan escribió en la tierra una sola palabra: «recuerda». Luego sopló sobre ella y la borró con la palma. Trost hizo una mueca de sabiduría fingida y dijo que esa palabra pesaba más de lo que parecía.
Y al día siguiente, la corona de flores de Billy seguía intacta sobre una piedra, como si el tiempo no se hubiese atrevido a llevársela. O tal vez, pensó Dalian, el guardián de los minutos olvidados la había guardado, por si algún día alguien la necesitaba de nuevo.
Capítulo 10 – Las sillas vacías
Ese día comenzó con una brisa inquieta que agitaba los árboles como si algo invisible caminara entre ellos, murmurando secretos olvidados en cada hoja. Era día de mercado en la aldea, y aunque Dirgo rara vez llevaba a los niños a esas agitaciones bulliciosas, esa vez hizo una excepción. Dijo que necesitaba ver algunos rostros y recordar que el mundo seguía girando. Así que Heylan, Dalian, Trost, Billy, Ely y Amadeus caminaron por los senderos con los ojos abiertos y el corazón curioso, agarrados unos de otros como si el mundo fuera demasiado grande sin esa pequeña tribu que eran juntos.
El mercado era un universo entero contenido en un par de calles de tierra y puestos de madera. Había cestos rebosantes de frutas brillantes, pescados que aún movían la cola sobre telas húmedas, panecillos calientes con aroma a trigo tostado, especias que hacían estornudar solo con pasar cerca, y trapos colgando como banderas de reinos que nadie había conquistado aún. Un hombre alto, con una capa remendada de muchos colores, recitaba adivinanzas por monedas, y una mujer con trenzas plateadas vendía dientes de animal envueltos en hilos rojos. Ely preguntó si alguno era de dragón. La mujer solo sonrió y le guiñó un ojo.
Mientras Dirgo regateaba por tabaco y sal, los niños exploraron una esquina del mercado poco transitada, donde había algo que llamó su atención: un grupo de sillas vacías alineadas bajo un toldo. Eran sillas extrañas, distintas unas de otras. Una de oro viejo, opaca pero majestuosa. Otra de mimbre azul que crujía con el viento. Una más tallada con forma de zorro, con orejas erguidas y mirada astuta. Y otra que parecía hecha de ramas vivas, con hojas diminutas creciendo en su respaldo. Ningún vendedor las ofrecía. Nadie se sentaba en ellas. Los adultos que pasaban ni siquiera parecían notarlas.
—¿Para qué son? —preguntó Billy, con la inocencia de quien aún cree que todas las cosas tienen una función visible.
—Son para los que faltan —dijo una voz que pareció surgir de la nada. Era una anciana que tejía cerca, con un telar sin hilos visibles. Tenía ojos grises como ceniza y manos que se movían sin cesar, como si estuvieran hilando recuerdos.
Heylan se acercó y se atrevió a tocar una de las sillas. Estaba tibia, como si alguien se acabara de levantar de ella. Miró a sus amigos, pero ninguno dijo nada. Se quedaron en silencio un momento, sintiendo que habían interrumpido algo sagrado.
Esa noche, de vuelta en casa, Dirgo no contó una historia de monstruos ni de reyes olvidados. Se sentó junto al fuego con una taza de infusión oscura entre las manos y miró a los niños por un largo rato antes de hablar. La luz de las brasas dibujaba sombras largas sobre las paredes, y el silencio tenía el peso de algo antiguo.
Cuento N°10: La palabra que nunca se dijo
En un pueblo olvidado por el viento y por las rutas, donde las campanas ya no sonaban y las cartas nunca llegaban, vivía un hombre solitario que sabía todas las palabras del mundo. Las recolectaba como otros juntan sellos o piedras, como quien guarda trozos del universo en cajas ordenadas. Tenía libros llenos de vocablos, nombres, versos y secretos antiguos. Había estudiado los gritos de guerra, las plegarias de los templos, las lágrimas escondidas en las canciones de cuna. Pero entre todas esas palabras, había una que jamás había encontrado. La palabra que nunca se dijo.
La había buscado en cartas quemadas, en canciones incompletas, en los sueños ajenos robados con permiso de los dioses, y en el último aliento de los moribundos. Se decía que esa palabra era tan poderosa que quien la escuchara vería su pasado con ojos nuevos, como si pudiera volver a caminar por los mismos pasos, pero sin el peso de las culpas. O que podía curar una pena tan antigua que ya nadie sabía su origen, como una herida invisible heredada desde el nacimiento del mundo.
El hombre envejecía sin encontrarla. Cada noche escribía palabras que no existían, esperando que alguna fuera la correcta. Hasta que una noche, en la plaza vacía de su pueblo silencioso, escuchó una voz infantil. Una niña, jugando sola bajo una farola, inventaba palabras nuevas mientras giraba en círculos con los brazos abiertos. Una de esas palabras lo detuvo.
—¿Qué dijiste? —preguntó el hombre, con el corazón latiendo como un tambor antiguo.
Ella repitió la palabra. El hombre cayó de rodillas. No era una palabra que pudiera traducirse ni escribirse. Era una mezcla de risa, lágrima, y el momento exacto antes de un abrazo. Era una palabra nacida de la inocencia, libre de mentiras y heridas. Era la palabra que nunca se dijo, porque solo un corazón que no ha aprendido a mentir puede crearla.
Desde entonces, el hombre dejó de buscar. Comprendió que la palabra no podía ser poseída, solo encontrada por quien la necesitara. Y se dice que cada vez que alguien se siente muy solo, si cierra los ojos y escucha con mucha atención, puede oír esa palabra. No para repetirla, sino para recordarse a sí mismo que aún existen cosas que no necesitan explicarse para ser reales.
Dirgo se quedó en silencio, mirando el fuego hasta que solo quedaron brasas. Ninguno de los niños habló. Cada uno pensaba en una palabra que no había dicho, o que tal vez había olvidado sin darse cuenta. Dalian acariciaba un mechón de su cabello. Trost dibujaba letras invisibles en el suelo con el dedo. Heylan miraba fijamente su taza vacía, como si contuviera una historia a punto de ser contada.
Y esa noche, todas las sillas de la casa estaban ocupadas. Incluso la que siempre quedaba libre, al fondo, junto a la ventana.
Capítulo 11 – La carreta vacía
El amanecer llegó entre nubes pesadas y un canto de aves diferente, como si el cielo dudara en abrirse del todo. Dirgo estaba de mal humor ese día. No dijo por qué, pero su silencio fue más espeso que la niebla matinal. Después del desayuno, se fue solo al bosque con su hacha al hombro, diciendo que necesitaba «leña que cruje como los huesos viejos». Los niños, acostumbrados a sus cambios de ánimo, decidieron quedarse cerca de la casa y matar el tiempo entre juegos simples, sin alejarse demasiado por si Dirgo regresaba con ganas de hablar.
Heylan propuso ir al riachuelo a juntar piedras lisas y ver quién las hacía rebotar mejor. Dalian trajo una cuerda y Ely organizó carreras de insectos sobre una tabla vieja, haciendo apuestas de hojas secas. Trost pasó la mayor parte del tiempo haciendo equilibrios sobre un tronco caído, mientras Billy intentaba escribir su nombre en la tierra con ramitas, aunque siempre se olvidaba la letra «B». Todo era calmo, pero había una sensación difícil de explicar, como si algo estuviera a punto de pasar o acabara de irse. Un cosquilleo en la piel, un murmullo que no venía de ningún lado.
Fue entonces que vieron pasar la carreta. Iba sola. No tenía bueyes ni caballo, ni persona alguna que la guiara. Solo avanzaba, como empujada por el viento o por una voluntad invisible, crujiendo por el sendero con sus ruedas viejas. Los niños se escondieron tras un arbusto, viéndola pasar en silencio. Dentro de la carreta no había nada. Ni paja, ni cajas, ni sombras. Solo un espacio vacío que parecía pesar más que el aire mismo.
Heylan quiso seguirla. Dalian dijo que no. Amadeus se encogió de hombros y Billy lloriqueó un poco, abrazando su cuerda. Finalmente decidieron no moverse, y vieron cómo la carreta se alejaba hacia el bosque, girando lentamente hasta desaparecer entre los árboles.
Volvieron a casa sin hablar del asunto, aunque todos pensaban en ello. Esa noche, Dirgo volvió cansado, con barro en las botas y ramas en la ropa. Tenía los ojos rojos, pero no de enojo. Cenaron en silencio. Y sin que nadie se lo pidiera, comenzó a hablar, con voz baja, como si contara un secreto que debía viajar con cuidado entre las brasas del fuego.
Cuento N°11: El niño que miraba hacia atrás
Había una vez un niño que nunca podía dejar de mirar hacia atrás. Donde fuera que caminara, su cabeza giraba una y otra vez, como si esperara ver algo que lo seguía. Algunos decían que era miedo. Otros, que había perdido algo y no quería aceptarlo. Pero la verdad es que el niño tenía una memoria demasiado viva. Recordaba con detalle los sonidos, los rostros, los gestos. Cada día, al despertar, se preguntaba si no había dejado algo valioso en la jornada anterior. Vivía como quien teme que el pasado se le escape de las manos para siempre.
Un día, el niño se perdió en el bosque. Caminó y caminó, pero como siempre miraba hacia atrás, no se dio cuenta de que se alejaba más y más. El sol cayó, y las sombras se alargaron. Entonces vio una carreta. Iba sola, vacía. Al verla, sintió que debía seguirla. Y lo hizo.
La carreta no hacía ruido, y sin embargo su presencia era imposible de ignorar. Sus ruedas no dejaban huellas, pero avanzaba sin detenerse, como si conociera todos los caminos invisibles del mundo. Durante muchos días y noches el niño la siguió. No sabía si era real o un sueño, pero cada vez que se detenía, ella también lo hacía. Nunca hablaba. Nunca se desviaba. Solo avanzaba, firme como un recuerdo al que uno se aferra.
El niño comenzó a llenarla con sus pensamientos. Imaginaba que en su interior iban los momentos que había perdido: la risa de su madre, el día en que un amigo partió sin despedirse, la voz que escuchó justo antes de una gran tormenta. Con cada paso, sentía que depositaba un pedazo de su vida en ese vacío rodante. Pero la carreta, misteriosamente, no se veía más llena. Siempre igual. Siempre vacía.
Pasaron estaciones. El niño creció mientras la seguía. Aprendió a no tener miedo a la oscuridad, a reconocer el canto de los cuervos y a dormir sobre piedras. Pero nunca dejaba de mirar atrás. No por nostalgia. Por hábito. Por dolor. Hasta que un día, en medio de una pradera silenciosa, la carreta se detuvo.
El niño, ya casi un joven, también se detuvo. Comprendió que todo lo que había perdido seguía vivo en su memoria, pero que no podía cargarlo para siempre. Comprendió que el peso no estaba en lo que se fue, sino en el intento de retenerlo. Comprendió que mirar atrás no era el problema, sino quedarse allí, atado a lo que no regresaría.
Entonces, y solo entonces, la carreta comenzó a desvanecerse. No fue inmediato. Primero desaparecieron las ruedas, luego el eje, y finalmente el vacío que llevaba dentro. Como si nunca hubiera estado allí. El joven sintió un vacío primero, pero luego ese vacío se llenó de algo más liviano. De futuro. De camino. De una pregunta sin respuesta, que no dolía.
Desde ese día, el niño comenzó a caminar hacia adelante. Y aunque a veces dudaba, y su cabeza se giraba involuntariamente por costumbre, nunca más volvió a seguir sombras. Porque comprendió que lo que nos acompaña no siempre debe ser visto, sino sentido. Y que hay recuerdos que no nos piden ser arrastrados, sino honrados desde la distancia.
Dirgo terminó su historia, bebió un sorbo de su infusión y se levantó de la mesa. Los niños se miraron sin decir palabra. Afuera, la brisa movía las ramas con un murmullo lento. Y esa noche, ninguno miró hacia atrás al subir las escaleras.
Capítulo 12 – El camino de barro
La lluvia había llegado en la madrugada como una advertencia antigua. Golpeó los tejados con dedos fríos y persistentes, como si quisiera despertar recuerdos dormidos entre las grietas de la madera. Inundó los caminos, arrastró ramas secas y llenó las grietas del patio con charcos profundos. Cuando los niños despertaron, lo primero que escucharon fue el crujido de los maderos hinchados por la humedad y el sonido de los gorriones discutiendo bajo el alero, como si también ellos se quejaran del clima.
Dirgo los dejó quedarse dentro ese día. No por bondad, sino porque el lodo convertía cada paso en un riesgo de caída o de perder un zapato. La casa se llenó de voces suaves, suspiros y juegos improvisados. Dalian ayudaba a limpiar los cacharros con una paciencia que sorprendía para su edad, Ely había convertido una caja vacía en una casa para insectos y les daba nombres a sus «huéspedes», Trost intentaba atrapar gotas con la lengua desde la ventana mientras componía rimas extrañas, y Heylan simplemente dibujaba con un carboncillo sobre papel arrugado, trazando montes que había visto en sueños. Billy dormía, enredado en una manta como un capullo, con la boca abierta y los dedos aferrados a su peluche de trapo.
El tiempo se movía lento, como si incluso las horas se hubiesen empantanado en el barro. Todo olía a madera húmeda, a sopa tibia, a ropa secándose junto al fuego. Afuera, los charcos reflejaban un cielo plomizo, sin promesa de sol. A media tarde, la lluvia cesó, dejando una quietud densa y una calma espesa. Dirgo, con una mirada larga desde su silla junto al ventanuco, dio un golpe seco con su bastón contra el suelo y dijo:
—Hoy les contaré algo que pocos recuerdan, algo que no encontrarán en mapas ni en libros.
Los niños corrieron a sentarse, dejando sus juegos, sus pausas y sus silencios. Heylan fue el último, sacudiéndose el lodo seco de las botas. Dirgo entrecerró los ojos, como si buscara dentro de sí mismo el inicio del hilo, y comenzó a hablar, con una voz que parecía salir de una grieta antigua en el tiempo.
Cuento N°12: Las sandalias del primer caminante
Mucho antes de que existieran los caminos, antes de que los nombres se pegaran a los ríos y las montañas, hubo un caminante. Nadie conocía su rostro, ni sabía de dónde había venido. No tenía casa, ni patria, ni sombra que lo siguiera. Solo llevaba puestas unas sandalias de cuero curtido, hechas por manos olvidadas en un tiempo sin crónicas. Su andar no era apurado ni lento, pero cada paso parecía marcar el compás de algo mayor.
Cada paso que daba, el mundo cambiaba. Allí donde pisaba, crecían senderos como venas en la tierra. Donde se detenía, nacían aldeas que se construían en torno al eco de su presencia. Las aves lo seguían desde lejos, formando patrones imposibles en el cielo, y las estrellas a veces descendían para escuchar lo que decía mientras dormía. Los sueños del caminante eran susurros que los árboles recogían y esparcían en forma de canciones.
Pero el caminante tenía un dilema: cada vez que avanzaba, dejaba atrás todo lo que creaba. Y eso le causaba un dolor profundo, un vacío silencioso que ni el tiempo podía borrar. Las ciudades que surgían tras su paso se alzaban, florecían y luego caían bajo el peso de sus propias historias. Y él nunca miraba atrás. No por frialdad, sino porque sabía que el futuro solo nace cuando uno aprende a soltar.
Un día, al cruzar un valle sin nombre, se encontró con una niña que llevaba una flor marchita en la mano. Ella le preguntó:
—¿Por qué caminas si sabes que todo lo que dejas atrás se desmorona?
El caminante respondió:
—Porque si me detengo, el mundo deja de crecer. Porque el movimiento es la forma en que la vida se recuerda a sí misma.
Y entonces la niña le entregó la flor, y el caminante la colocó en una de sus sandalias. Desde ese día, cada lugar que pisaba florecía por un instante antes de desvanecerse, como un recuerdo que se aferra al corazón antes de volverse eco. Las flores que brotaban eran distintas en cada lugar: algunas rojas, otras azules, algunas sin nombre. Cada una tenía el aroma de un momento que nunca regresaría.
Con el tiempo, sus pasos se hicieron leyenda. Los caminantes que vinieron después buscaron sus huellas, pero no hallaron caminos. Solo historias, fragmentos, y en los más extraños rincones, flores marchitas en mitad del barro.
Se dice que cuando el barro es profundo y el camino incierto, alguien está repitiendo la ruta del primer caminante. Y si uno camina lo bastante, con el corazón abierto y los ojos humildes, puede llegar a un lugar donde sus pasos también hagan crecer algo nuevo, algo efímero y eterno a la vez.
Dirgo cerró los ojos. Nadie habló. La lluvia había vuelto, mansa, sobre los techos y las hojas. Los niños sintieron que habían escuchado algo que no era solo un cuento, sino una llave. Una puerta entreabierta.
Esa noche, Heylan dejó sus dibujos a un lado. En silencio, tomó una hoja nueva y dibujó una flor dentro de una sandalia olvidada en mitad del barro, con unas letras pequeñas que decían: «Donde pisa el que sueña, algo crece.»
Y aunque nunca lo dijo, desde aquel día, cuando llovía, Heylan caminaba con más cuidado. Como si supiera que algunos pasos dejan huellas que no se ven, pero que duran más que el lodo que las cubre. Como si, en lo profundo, ya empezara a escuchar el eco de sus propios caminos por venir.
Capítulo 13 – La tierra entre ríos
La mañana comenzó con un viento distinto. No era frío ni cálido, pero traía consigo el aroma de los ríos cercanos y el crujir de hojas secas en la distancia. Tenía algo de promesa, algo de recuerdo. Dirgo, sentado junto a la puerta con una caña rota que fingía reparar desde hacía semanas, alzó la vista al cielo nublado y murmuró:
—Hoy es día de hablar de tierras antiguas, de nombres que el viento no ha querido olvidar.
Heylan y los demás lo miraron con curiosidad. Estaban preparando una torre de piedras junto al huerto cuando el comentario los hizo detenerse. Trost fue el primero en sentarse, con los pantalones manchados de barro, seguido por Ely, que traía una flor en el cabello y hojas pegadas a las rodillas. Dalian dejó el balde a un lado, con las manos húmedas y olor a hierbabuena. Heylan, con las manos sucias de tierra, se secó en el pantalón antes de acercarse, mientras Billy, como siempre, llegaba corriendo con una sonrisa grande, sin saber por qué, pero con ganas de estar.
Dirgo clavó su bastón en la tierra blanda, escupió hacia un lado con ceremonia, y empezó el cuento, mirando hacia un punto lejano del horizonte que ya no existía en el paisaje:
Cuento N°13: El nacimiento de Groed
Mucho antes de que las banderas flamearan y los mapas se dibujaran con líneas de tinta, había una tierra entre ríos. Una tierra fértil, donde los peces saltaban por gusto y los árboles daban sombra sin pedir nada a cambio. Las aguas eran claras, los vientos cantaban nombres olvidados, y las estrellas parecían bajar cada noche a bañarse en los lagos tranquilos. Era un rincón del mundo que había permanecido oculto al caos.
Allí llegaron los primeros que escapaban de un continente herido. Venían de montes calcinados, de mares infestados de guerra, de ciudades donde los nombres eran susurros rotos. No hablaban el mismo idioma, ni rezaban al mismo cielo, pero compartían un deseo: comenzar de nuevo. Fundaron una aldea, luego dos, y pronto la tierra misma parecía abrirse para ellos. Sembraban, cantaban, construían. Y en el centro de todo, levantaron una piedra lisa con un símbolo que nadie recordaba su origen, pero que todos entendían sin necesidad de palabras. Era la piedra de Groed.
Groed no nació como un reino. Fue primero refugio, luego comunidad, luego destino. Era hogar para los que no tenían casa, horizonte para quienes habían perdido la fe. Con los años llegaron sabios de tierras lejanas, herreros que fundían esperanza en el metal, poetas que inventaban idiomas nuevos para decir «gracias» y guerreros que enterraban la espada para empuñar el arado. Se construyeron puentes sobre ríos que nunca se habían cruzado, se fundaron torres desde las que se podía ver hasta donde el cielo tocaba el agua. Los caminos nacían solos, como si la tierra misma supiera a dónde querían ir.
Y hubo un tiempo, dijo Dirgo, en que Groed fue la maravilla del continente. Los emisarios venían desde las costas lejanas solo para aprender a leer en las escuelas abiertas al aire libre, o para escuchar los cantos de los bardos que narraban historias bajo los robles. Se enseñaba a leer y escribir a todos, se compartía el pan como un gesto sagrado, y en las noches de luna llena las plazas se llenaban de faroles y danzas. Se dice que el viento en Groed olía distinto, como si supiera lo que significaba vivir con esperanza.
Los gremios eran fuertes, pero humildes. El Consejo de Voces, formado por ancianos, niños y forasteros por igual, decidía el rumbo de las aldeas. Nadie gobernaba, todos cuidaban. Había un equilibrio tan frágil como perfecto. Las historias nacían con cada amanecer, y se contaban al fuego como si fueran semillas para la memoria.
Pero todo lo que brilla también proyecta sombra. Y Groed, en su esplendor, comenzó a temer perder lo que había ganado. Los muros crecieron, primero para proteger las bibliotecas, luego para vigilar a los que no parecían «de aquí». Los ojos se volvieron hacia adentro. Empezaron a hablar de pureza, de raíces, de enemigos que nunca habían cruzado los ríos. Surgieron nombres para cosas que antes no necesitaban definición: «nosotros», «ellos», «propiedad».
Y poco a poco, lo que fue maravilla se volvió poder. El poder dejó de fluir y comenzó a estancarse. Y el poder, como todos los cuentos de Dirgo enseñaban, cambia las manos que lo sostienen. Los sabios dejaron de enseñar y empezaron a mandar. Los bardos dejaron de cantar para vender sus versos a quien pudiera pagar. Las escuelas cerraron sus puertas. Las torres se llenaron de vigilancia. El sueño se endureció.
El cuento terminó con una frase suave, más tenue que la brisa:
—Groed no cayó. Groed se durmió. Y aún sueña con ser lo que fue, esperando que alguien lo despierte sin miedo.
Esa tarde, los niños jugaron entre los riachuelos cercanos, construyendo con piedras su propio «reino entre aguas», como lo llamaron. Levantaron murallas de barro, nombraron ríos imaginarios, y Heylan talló una pequeña piedra con una espiral y una estrella. La clavó en el centro del juego, justo donde se cruzaban los dos arroyos.
Ninguno de ellos habló de ello, pero sabían que, por un momento, habían jugado sobre historia viva. Habían sentido algo antiguo moviéndose bajo sus pies, algo que no entendían del todo, pero que los tocaba.
Y Dirgo, desde la sombra del alero, sonreía sin mostrar los dientes. Tal vez, pensó, en esas pequeñas piedras, en esos juegos sin malicia, Groed volvía a respirar, aunque fuera por un instante.
Capítulo 14 – La caída de Farador
Esa mañana, los niños despertaron con el alma inquieta. Trost había robado un trozo de queso de la despensa de la señora Mirla, y ahora tenían la misión de esconder el «botín» en la copa del viejo roble en Robledal sin que nadie los viera. Heylan dirigía la operación como un general veterano, dando órdenes con una rama a modo de espada. Ely vigilaba el camino, mientras Dalian lanzaba piedritas para distraer a los gallos del vecino. Billy, por su parte, se había enredado con una cuerda intentando trepar y había quedado colgando como una ristra de cebollas, riéndose sin control.
Algunos vecinos juraron haber visto la sombra de un «espía» pasar entre los arbustos, mientras otros se preguntaban por qué las gallinas no paraban de cacarear. Pero los niños, ocultos tras la copa del árbol, celebraron su victoria como si hubieran conquistado una fortaleza. Billy comió el queso con cara de noble coronado, mientras los demás discutían sobre quién recibiría el título de Gran Explorador de Robledal.
Exhaustos, regresaron al patio trasero donde Dirgo los esperaba con un cubo de agua y una mirada que ya lo sabía todo. Sin regaños, sin preguntas. Solo se sentó, limpió sus lentes con un paño que no limpiaba nada.
Los niños asintieron al instante, con los ojos brillando. Querían más. Querían saber qué hubo antes. Si de verdad los elfos habían existido. Si algún día Groed había estado lleno de torres blancas y espadas de luz.
—Así que les gustó la historia de Groed…
Dirgo suspiró largo y hondo. Parecía dudar. Luego tomó una rama seca y dibujó un círculo en la tierra, al tiempo que su voz bajaba un tono, como si convocara a algo dormido bajo el suelo.
—Antes de Groed, hubo Farador.
Cuento N.º 14: El reino de los que no regresaron
Farador fue el reino de los semielfos. Algunos decían que venían de una raza antigua, surgida de los confines del mundo, allá donde las estrellas se rozan con el agua. Arionth, lo llamaban. Los antiguos de Arionth tenían la sangre de los vientos y los ojos del crepúsculo. Eran sabios, longevos y callados. Se decía que su canto podía sanar heridas y que entendían el lenguaje de los ríos. Farador fue su legado y su canto al mundo.
El reino era vasto, cubría los valles altos, las costas brumosas del norte y parte de los bosques profundos donde el sol entraba de puntillas. Su capital, Eldraeth, tenía torres tan altas que podían ver los confines del mar, y campanas que tocaban melodías distintas según el clima. Se contaban historias de jardines que cantaban con las estaciones, de libros que escribían solos las memorias del día, y de espadas que nunca se oxidaban, porque estaban forjadas con metales caídos del cielo.
Farador era armonía. No perfecta, pero viva. Era un reino que no buscaba expandirse, sino entender. Su fuerza estaba en su memoria, en su arte, en su silencio. Los bardos viajaban durante años solo para aprender un verso nuevo. Se respetaban las diferencias, se honraba la palabra dada, y se celebraba el paso del tiempo sin temor.
Pero como todo lo antiguo, tuvo un final.
Hace miles de años, los demonios despertaron. No eran bestias con cuernos y fuego. Eran corrupciones, sombras que se aferraban al corazón de los hombres. Se infiltraban como dudas, como deseos de poder. Traían promesas a cambio de voluntad. Y algunos reinos, más jóvenes y hambrientos, cayeron en su tentación. La gran guerra comenzó. Una guerra como ninguna otra, donde hermanos luchaban entre sí, donde los cielos se oscurecían durante meses y el agua sabía a ceniza. Las estaciones dejaron de tener ritmo y la luna cambiaba de rostro cada noche.
Farador resistió. Con alianzas, con magia antigua, con espadas cantantes que solo respondían a manos justas. Sus templos se convirtieron en fortalezas, y sus bardos, en heraldos de resistencia. Pero fue traicionado. Uno de los suyos, un general llamado Maeroth, vendió los secretos de los santuarios a cambio de inmortalidad. Abrió las puertas sagradas desde dentro. Así, las puertas cayeron, y los demonios entraron. No quemaron todo, no necesitaban. Bastaba con corromper, con infectar las raíces.
La reina de Farador cayó en la batalla final, junto a los guardianes del sello. Se dice que su último aliento hizo florecer un bosque donde ahora nadie entra. Solo un puñado escapó hacia el sur. De esas cenizas, con el tiempo, se fundó Groed, como un refugio para la memoria y la esperanza.
Pero aún quedaba un enemigo. Uno de los líderes de la invasión: Dargomath. No era un demonio en cuerpo, sino un hombre que había bebido de su sangre. Había sido humano alguna vez, pero ya no recordaba su nombre. Se proclamó dueño de las ruinas, y desde allí quiso alzar un nuevo imperio sobre los huesos de lo que fue.
Tres reinos vecinos, asustados por su poder creciente, se unieron a los refugiados de Groed. No por nobleza, sino por miedo. La batalla final duró siete días y siete noches. Montañas enteras se derrumbaron, los ríos se tiñeron de negro, y los cielos sangraron luz. Se dice que las estrellas dejaron de moverse durante ese tiempo, observando en silencio. Finalmente, Dargomath fue derrotado y sellado en una tumba sin nombre, bajo una torre que nadie recuerda.
Y de esa unión nació Eldrador. No como un reino, sino como un pacto. Un recuerdo vivo de que los errores del pasado no deben repetirse. Una llama encendida en la oscuridad para que nunca más la sombra reinara sin resistencia.
El cuento terminó en silencio. Dirgo pasó la palma sobre el círculo que había dibujado en la tierra, borrándolo con delicadeza, como si sellara algo antiguo.
Heylan fue el primero en hablar, su voz apenas un susurro:
—¿De verdad existieron los elfos?
Dirgo sonrió, pero no de alegría. Miró al cielo, que ya comenzaba a teñirse de naranjas, y respondió:
—Los cuentos no mienten… solo esperan ser recordados. Quien sabe, tal vez estén allá afuera.
Esa noche, nadie habló mucho durante la cena. Pero los sueños de todos estaban llenos de torres blancas, de traiciones antiguas, y de luces que aún ardían en la memoria del mundo. Y en la brisa que cruzaba el patio, pareció oírse, por un instante, un canto viejo… uno que hablaba de un reino que alguna vez tocó las estrellas.
Capítulo 15 – Susurros del pantano
Aquel día comenzó con los chicos intentando construir una balsa. Inspirados por una historia sobre piratas que Dirgo les había contado días atrás, Trost convenció a los demás de que podían cruzar el riachuelo del Robledal si amarraban suficientes troncos con sogas viejas. Billy se encargó de juntar cañas secas, Ely de buscar cortezas flotantes, y Heylan, como siempre, se autonombró capitán. Dayla solo dijo que terminaría en desastre.
Y tenía razón. La «balsa» duró exactamente el tiempo que tardaron en subirse todos. Un chasquido, un grito, una salpicadura enorme, y cinco niños empapados y llenos de barro se miraban con expresiones entre culpa, sorpresa y carcajada. Regresaron como soldados derrotados, chorreando agua, con hojas en el cabello y un sapo escondido en la capucha de Billy que no dejaba de croar.
—¿Creen que podamos construir una con barriles? —preguntó Trost mientras chorreaban en la entrada de la casa.
—Solo si los barriles saben nadar —respondió Dayla, y todos rieron.
Dirgo no dijo una palabra. Les dejó una toalla para que se secaran, una olla con sopa aguada, y se sentó bajo su higuera. En sus ojos brillaba una mezcla de ternura y resignación, como quien ve repetirse la historia por centésima vez. Cuando los niños se acomodaron alrededor de él, él ya miraba hacia el sur, hacia el borde del pantano. Una brisa distinta soplaba desde esa dirección, más húmeda, más pesada.
—Hoy les contaré una historia que no suelo repetir —dijo, con voz baja, mientras su mirada se perdía en la neblina—. No porque no sea cierta, sino porque a veces hay cosas que es mejor no recordar por completo.
Los niños se estremecieron. El cuento había comenzado.
Cuento N.º 15: El vigía del barro
Mucho antes de que Groed existiera como reino, cuando los pueblos vivían aislados y el mundo aún no había sido trazado en mapas, existía un lugar temido y venerado: el Pantano de Malweir. No era un pantano cualquiera. Sus aguas no eran del todo líquidas, y su niebla parecía tener voluntad. Las aves no cruzaban su cielo, los lobos no aullaban cerca de él. Decían que allí dormía algo antiguo. Algo que había visto la primera luz del mundo y también su primera oscuridad.
Un solo hombre habitaba cerca de su centro: el vigía. No tenía nombre. Nadie lo recordaba. Era más alto que un hombre común, delgado como rama y de ojos tan profundos que uno podía perderse en ellos y no volver jamás. Su tarea era observar. Solo eso. No hablar, no intervenir, no juzgar. Observar y recordar.
Se decía que los dioses lo habían puesto ahí para guardar el equilibrio. Porque en lo más profundo del pantano, en la zona donde ni los peces se atreven a nadar y la tierra hierve en silencio, había una grieta. Una herida. Y dentro, dormía algo que no podía despertar.
La grieta era como una boca sellada con siglos de barro. A veces, susurros salían de ella. Palabras en lenguas olvidadas, promesas hechas a quienes se acercaban con el alma rota. Algunos intentaron adentrarse, guiados por el ansia de poder. Ninguno regresó. El vigía no los detuvo. Solo los miró alejarse.
Una noche, cuando el cielo estaba rojo y los cuervos no cantaban, una niña del norte se perdió en el pantano. Su voz llamando a su madre se escuchó por tres días. Nadie fue por ella. Nadie salvo el vigía. La encontró sentada junto al agua, hablando con su reflejo. Pero el reflejo ya no era el suyo. Era más antiguo. Más oscuro. El vigía alzó su bastón y lo hundió en la tierra. La niebla se disipó y el reflejo desapareció. El pantano pareció temblar por un instante.
La niña regresó a su hogar, pero nunca volvió a hablar. En sus ojos quedaba una sombra que no desapareció jamás. Algunos dicen que soñaba con voces del fondo, con nombres que no eran humanos.
Desde entonces, se decía que el vigía había comenzado a cambiar. Ya no se le veía moverse. Se decía que sus pies se habían enraizado, que la corteza le había subido por las piernas. Que sus ojos ya no parpadeaban. Que era parte del pantano. Pero seguía allí, mirando. Siempre mirando.
Con el tiempo, la gente dejó de acercarse. No por miedo, sino por respeto. Dejaban ofrendas en la orilla: ramas secas, pan viejo, agua limpia, pequeñas tallas de madera. Algunos incluso dejaban secretos escritos en hojas, enterrados en frascos sellados. Y cada tanto, desaparecían. Como si el vigía los tomara como palabras que necesitaba escuchar.
Una vez, una mujer anciana afirmó haber visto al vigía llorar. Una sola lágrima que cayó sobre el agua y provocó que todo el pantano floreciera por una noche. Nadie la creyó, pero al día siguiente, los árboles cercanos tenían flores que nadie supo nombrar.
Dirgo hizo una pausa. El viento sopló entre las ramas. Los niños se apretaron más cerca. El sol había comenzado a esconderse tras las colinas, y una sombra azul cubría el jardín.
—Se dice que mientras el vigía no cierre los ojos, Groed seguirá existiendo —murmuró.
Los niños estaban mudos. Dayla tenía los ojos muy abiertos. Billy se había quedado abrazado a sus propias piernas. Trost se frotaba las manos como si se hubiera enfriado. Ely no pestañeaba.
Heylan rompió el silencio:
—¿Y si un día los cierra?
Dirgo no respondió. Solo miró al sur, hacia donde el pantano dormía. En su rostro había algo que los niños no supieron leer. Una mezcla de esperanza y pesar.
Y el viento siguió soplando.
Capítulo 16 – El molinillo que no giraba
El día amaneció con una calma extraña. No había viento, ni cantos de aves, ni ladridos lejanos. Solo el sonido suave de las ramas acariciándose unas a otras, como si el bosque se hubiera quedado dormido con los ojos entreabiertos. Hasta las hojas caían con lentitud, como si no quisieran tocar el suelo. Heylan fue el primero en notar que algo no era del todo normal.
—Dirgo, el molinillo no está girando —dijo con la frente fruncida, señalando el viejo molino de viento de madera que había en la colina.
El viejo alzó la vista desde su banco, entrecerró los ojos y asintió con lentitud.
—No hay viento hoy. Hay días así. Días en los que el mundo parece estar pensando en voz baja, guardando sus secretos en los rincones.
Los niños pasaron el día cerca del Robledal, pero sin sus habituales gritos y carreras. Caminaban con cierta precaución, como si temieran romper el silencio con sus juegos. Trost se pasó horas observando una fila de hormigas que cruzaba una rama y se preguntaba si alguna vez se perdían. Dayla trató de hacer flotar una hoja sobre el arroyo, sin éxito, y luego dibujó pequeñas espirales en la tierra con un palo. Billy, dormido bajo un seto, tenía el ceño fruncido como si soñara algo que no entendía, murmurando a veces palabras que no recordaba al despertar.
Ely estaba especialmente callada ese día. Caminaba de la mano de Heylan, quien no hizo preguntas. Sabía que, a veces, el silencio también era una forma de hablar. Heylan, por su parte, recogía piedrecillas y las lanzaba con precisión al arroyo, pero incluso los salpicones parecían más suaves ese día.
Al mediodía, se sentaron todos en un claro, comieron pan con queso seco y bebieron agua tibia de sus botellas de barro. Nadie se quejó. Nadie habló demasiado. Era como si todos compartieran un mismo sueño callado.
Al caer la tarde, cuando los rayos del sol tiñeron de dorado los campos, los niños se reunieron con Dirgo junto al molinillo inmóvil. El viento seguía sin aparecer. Las aspas de madera estaban tan quietas como si fueran parte del paisaje desde siempre.
—Hoy —dijo Dirgo—, les contaré una historia que no tiene héroes, ni monstruos, ni grandes batallas. Es una historia como el día de hoy: silenciosa, pero llena de significado. Es una historia que habla del tiempo y de lo que deja atrás.
Cuento N.º 16: El eco del tiempo
En una aldea olvidada por el tiempo, donde los relojes habían dejado de dar la hora y los calendarios no pasaban de la misma página, vivía un anciano que guardaba cajas de eco.
No eran cajas comunes. Cada una contenía un sonido que había decidido no perder: la risa de su esposa al joven amarlo, el grito de su hija al ver el mar por primera vez, el crujido de la nieve en su primer invierno, el murmullo de su madre cantando mientras cocinaba, los pasos de su padre al llegar a casa en las noches de lluvia, el susurro de una despedida que jamás se pronunció en voz alta.
El anciano no hablaba con nadie. Vivía solo, cuidando sus cajas, abriéndolas en días especiales para recordar. Cada vez que lo hacía, se decía a sí mismo: «El tiempo se va, pero el eco queda». Y ese eco, pensaba, era suficiente para seguir viviendo.
Un día llegó a la aldea un niño perdido. No sabía de dónde venía, ni hacia dónde iba. Tenía hambre, los pies sucios y la mirada llena de preguntas. El anciano lo acogió sin preguntas. Le dio un lugar junto al fuego, le enseñó a escuchar los ecos sin abrir las cajas, solo sintiéndolos en el aire, como quien escucha una canción sin letra.
Vivieron juntos años enteros. El niño aprendió a identificar sonidos escondidos en el viento, a percibir la tristeza en un silencio prolongado, a reconocer el amor en un suspiro grabado. Con el tiempo, el niño creció, y un día, el anciano desapareció. No murió de forma dramática, simplemente no estuvo más. Como si se hubiera convertido en parte del eco que tanto cuidaba.
El muchacho, ya adulto, encontró las cajas. Las observó por días antes de decidirse a abrir una. Era pequeña, de madera gastada y cuerdas de lino. Al abrirla, oyó el sonido de su propia risa de niño, mezclada con el crujido del fuego y el murmullo de una voz que ya no existía.
Lloró. Porque comprendió que, aunque muchas cosas se pierden, el eco del tiempo puede seguir guiándonos. Y comenzó a guardar sus propios sonidos. No para vivir en el pasado, sino para no olvidarse de él.
—No se por que la obsesion por los recuerdos viejo—asistió Heylan.
—No debes aferrarte al pasado si quieres aferrarte al futuro—dijo Dirgo con una pequeña sonrisa.
Y Dirgo se quedó callado. El viento no volvió. Pero los niños no lo esperaban. Estaban muy quietos, como si cada uno hubiese encontrado una caja invisible en su corazón. Heylan pensó en la risa de su madre, que apenas recordaba. Trost en el canto de un ave que oía de madrugada. Dayla cerró los ojos, intentando grabar ese instante exacto, con todos allí, bajo el cielo dorado.
Y por primera vez, comprendieron que los días callados también cuentan historias. Historias que se guardan no en libros, sino en el alma.
Capítulo 17 – Dos cuentos bajo la luna
Aquel anochecer en Robledal trajo un aire diferente. La luna, redonda y clara, colgaba del cielo como una lámpara olvidada, y los grillos cantaban con voz baja, como si no quisieran interrumpir lo que fuera que estuviera por suceder. Heylan y sus amigos habían pasado el día fabricando una trampa para atrapar una ardilla que les robaba pan. Por supuesto, la ardilla había burlado la trampa con una elegancia que terminó en risas y con Trost dentro de una caja atascado hasta la cintura. Dayla había intentado pintarle rayas con barro como si fuera un mapache. Billy se había reído tanto que terminó cayendo de espaldas a un charco.
Después de la fallida cacería, los niños se dedicaron a recoger moras y contar cuántas veces podían saltar un arroyo sin caerse. Ely, como siempre, llevaba la cuenta en voz alta mientras Trost discutía cada resultado. El día había pasado entre juegos, empujones, gritos y momentos de calma bajo las ramas del Robledal. Incluso encontraron un nido de urracas y lo observaron en silencio durante varios minutos, como si se tratara de un secreto compartido con la naturaleza. Dayla intentó imitar el canto de un ave sin éxito, lo que desató una nueva ronda de carcajadas.
Ya entrada la noche, todos se reunieron como siempre alrededor de Dirgo, con los ojos cansados pero el alma despierta. Dirgo encendió una pequeña fogata mientras el crepitar del fuego llenaba el silencio. La luz anaranjada iluminaba los rostros curiosos de los niños, mientras la brisa nocturna jugaba con las hojas secas.
—Hoy les contaré una historia de amor —anunció el viejo con voz solemne, mientras acariciaba su barba con lentitud.
—Bah, ¿otra vez eso? —rezongó Trost, haciendo una mueca de desagrado.
—Pero esta es diferente —dijo Dirgo con una sonrisa—. Esta es triste. Y hermosa. Una de esas que se cuentan al borde del sueño, cuando el corazón está abierto.
Cuento N.º 17: La flor y la niebla
Hace siglos, cuando los ríos eran jóvenes y los nombres del mundo eran aún secretos, vivía una doncella llamada Aelyra, hija de los Altos Picos, descendiente de una raza que hablaba con los vientos y danzaba con la luz del alba. Era alta, de ojos como el cielo antes de la tormenta y voz que sabía a despedida. Su corazón pertenecía a un joven humilde, Cael, que había nacido en los pantanos del sur, entre barro y canciones olvidadas. Cael sabía hablar con las ranas y entendía los suspiros del barro cuando el sol lo secaba. Era un recolector de lágrimas de lirio, que vendía a los sanadores del este.
Su amor era imposible. Los reinos de ambos no solo estaban separados por montañas y tierras hostiles, sino por generaciones de odio, pactos rotos y silencios viejos. Pero cada luna llena, Aelyra bajaba de las nubes y Cael cruzaba la niebla, y se encontraban en un claro donde el mundo se detenía. Allí no existía el pasado ni el linaje. Solo ellos, respirando el mismo instante, tejiendo promesas con las manos enlazadas.
Un día, los padres de Aelyra descubrieron su secreto. Enfurecidos, invocaron al viento para cerrarle el paso al sur. Los del pantano, por su parte, sellaron los caminos con sombras antiguas. Nunca más podrían verse. Las aves dejaron de cantar entre ambas tierras, y el cielo se volvió gris.
Cael, desesperado, se adentró en la niebla prohibida buscando el alma de Aelyra. Ella, al mismo tiempo, voló contra la voluntad de su estirpe. Se buscaron sin encontrarse, cruzándose por instantes, apenas sintiendo el eco del otro, como dos notas que nunca llegan a formar una melodía. Cada paso que daban alejaba más sus destinos.
Y un día, los dioses se apiadaron. En el claro donde se amaron por primera vez, brotó una flor que no pertenecíó a ninguna estación. Una flor con pétalos de bruma y tallo de cristal. Era el recuerdo de su amor, suspendido en el tiempo como una lágrima que no termina de caer. Algunos dicen que esa flor es el único testigo de un amor que desafío los límites del mundo.
Se dice que quienes la encuentran, si la huelen con el corazón limpio, pueden escuchar las voces de Aelyra y Cael susurrando entre suspiros antiguos. Pero ellos, los amantes, se perdieron en el tiempo, como niebla bajo el sol. Y sin embargo, su historia sigue viva, contada por los viejos junto al fuego, recordada en canciones que nadie recuerda quién compuso.
Cuando Dirgo terminó el cuento, el silencio era espeso. El fuego había bajado su luz, y hasta los grillos parecían haber enmudecido. Un búho ululó en la distancia, como si también lamentara el destino de los amantes.
—Eso fue… triste —dijo Dayla, mirando el fuego.
—Yo esperaba que se encontraran al final —murmuró Heylan con un tono de nostalgia.
—Yo quería una pelea de dragones o algo —agregó Trost, cruzado de brazos, aunque no pudo evitar una sonrisa.
Dirgo sonrió con ternura, como quien ya sabía que los finales no siempre deben ser felices para ser importantes.
—Está bien. Les contaré otro cuento. Uno donde todo acaba bien. O casi todo.
Cuento N.º 18: El puente de los nombres
Había una vez un niño y una niña que nacieron el mismo día, en pueblos enemigos separados por un río de aguas turbulentas. Desde pequeños, se miraban desde la orilla, sin hablar. Cada uno conocía el rostro del otro mejor que el propio reflejo en el agua. Un día, ambos comenzaron a construir un puente. Cada uno desde su lado, sin palabras, solo con gestos y sonrisas, con piedras que encontraban entre la maleza y madera traída por la corriente.
Día tras día, el puente creció. Primero fueron tablones torcidos, luego cuerdas trenzadas con paciencia. La gente de ambos pueblos se burlaba, algunos arrojaban piedras, otros simplemente los ignoraban. Pero ellos seguían. Cuando finalmente se encontraron en el medio, no solo se abrazaron: pintaron sus nombres en la madera con savia y ceniza, para que nunca se borraran. También colgaron una campana, que repicaba con el viento, como si celebrara su encuentro eterno.
Pasaron los años. Ese puente se convirtió en un lugar de encuentro. Los niños de ambos pueblos jugaban en él, los ancianos contaban cuentos en sus extremos, y los jóvenes colgaban cintas de colores. Nadie recordaba por qué los pueblos se habían odiado. Solo quedaban los nombres pintados, repintados por generaciones, como un eco de paz. Y cuando alguien preguntaba qué significaban, alguien decía: «Es el puente del amor, el puente de los nombres».
Heylan sonrió al final del cuento. Ely aplaudió con entusiasmo. Trost dijo que ése estaba mejor, pero que seguía faltando un dragón, aunque tal vez podría aparecer en una tercera versión. Billy ya estaba dormido, abrazado a una rama como si fuera una espada.
Y así, entre cuentos tristes y finales felices, la luna siguió brillando sobre Robledal, y los niños se durmieron con las historias flotando como hojas en el río de sus sueños, sus nombres también, tal vez, comenzando a escribirse en algún puente invisible del corazón.
Capítulo 18 – El juego de los gigantes
El sol se alzaba perezoso sobre Robledal, y los niños ya estaban despiertos, llenos de energía y con la imaginación galopando como caballos desbocados. Heylan, con una vara que hacía de bastón, marchaba al frente como si dirigiera a un ejército de titanes ancestrales. Trost llevaba una olla vieja como casco, mientras Billy arrastraba una rama más grande que él, diciendo que era su “maza aplasta-torres”. Dayla y Ely, por su parte, caminaban con mantas colgadas de los hombros, haciendo de capas majestuosas tejidas por hadas antiguas, según Ely.
—¡Somos los Drofos! —gritó Heylan con voz grave—. ¡Gigantes del norte! ¡Vamos a tomar la Fortaleza de las Mil Puertas!
—¡Y devoraremos sus tejados! —añadió Trost, golpeando su vara contra una roca.
—¡Y nos bañaremos en su pozo de vino! —añadió Billy, trastabillando con su propia arma.
Eligieron una colina cercana como su «fortaleza», una vieja ruina de piedras cubiertas de musgo. Imaginaban torres y almenas donde solo había arbustos, y escaleras secretas donde apenas crecían raíces entre las rocas. Con cada paso, los niños hacían temblar el suelo con sus voces, exagerando su andar como si de verdad midieran diez metros de altura. Se turnaban para defender la fortaleza o asaltarla, inventando historias cada vez más grandiosas.
Dayla gritó que un ejército de dragones volaba en su contra. Ely dijo que la luna los observaba como una diosa traidora. A cada instante, el juego cambiaba: ahora eran los buenos, luego eran los monstruos, después gigantes bondadosos exiliados por un rey envidioso, e incluso protectores de un bosque que hablaba con palabras de viento.
Se desafiaban a lanzar rocas, a simular terremotos con sus saltos, e incluso Billy intentó crear una «cascada mágica» dejando correr agua desde una botella vieja por una roca inclinada. Ely construyó un trono con ramas entrelazadas, y Trost intentó enterrar su maza en la tierra como si fuera una espada legendaria. Dayla dibujó con palos y ceniza runas antiguas en el suelo, que ella aseguraba servían para invocar tormentas.
Al caer la tarde, terminaron exhaustos. Las mantas estaban cubiertas de barro, Billy había perdido un zapato, Ely tenía las manos negras de tierra y ceniza, y Trost tenía una hoja pegada en la frente que nadie le avisó hasta la cena. Se sentaron alrededor del fuego junto al viejo Dirgo, contando entre risas las historias que inventaron. Dirgo, después de reírse con ellos, miró el cielo rojizo y dijo:
—¿Saben ustedes quiénes fueron los verdaderos Drofos?
Los niños lo miraron con asombro.
—¿Existieron de verdad? —preguntó Dayla.
Dirgo asintió con lentitud, acomodándose la manta sobre los hombros y acariciando su larga barba grisácea.
—Y no eran tan distintos a ustedes. Solo que un poco más altos… y mucho más sabios.
Cuento N.º 19: El último paso de Gorbanth
Hace mucho, cuando el mundo aún estaba moldeándose bajo las manos de los antiguos, existía una raza conocida como los Drofos, gigantes nómadas que caminaban por las montañas como si fueran campos de trigo. No eran crueles, ni estúpidos como algunos cuentos modernos los retratan. Eran los guardianes del equilibrio, pastores de los vientos, y amigos de los árboles. Cuando los reinos aún no tenían nombres y las nubes aún decidían en qué forma llover, los Drofos ya sabían los secretos del cielo y del corazón de la tierra.
El más antiguo de ellos fue Gorbanth, conocido como el Último de los Primeros. Sus pies podían aplastar castillos, pero su voz era tan suave que hacía llorar a los ríos. Cargaba un bastón tallado por un rayo y llevaba en su espalda un jardín donde crecían flores que no existían en ningún otro lugar. Decían que esas flores florecían cuando escuchaban una palabra nueva pronunciada con amor.
Durante siglos, los Drofos caminaron sin intervenir, observando el devenir de los reinos, cuidando que la guerra no se extendiera más allá de lo permitido. Eran los jueces silenciosos de la historia, observaban las decisiones de los hombres con melancolía, y cuando era necesario, sus pasos desviaban ejércitos o sellaban grietas en la tierra.
Pero con el tiempo, los humanos olvidaron los pactos. Los llamaron bestias, los cazaron, los persiguieron. Uno a uno, los Drofos desaparecieron, volviendo a la piedra, al mar, a las nubes. Algunos se transformaron en colinas, otros se sumergieron en los lagos, y unos pocos se dejaron envolver por los glaciares eternos.
Gorbanth fue el último en caer. Cuando supo que su tiempo se había agotado, no luchó contra el olvido. Caminó hacia el norte, más allá de los mapas, allí donde el cielo se vuelve azul oscuro y la nieve nunca se derrite. Se dice que su huella quedó marcada en la tierra, no solo como un cráter, sino como un susurro profundo. Los sabios que aún recuerdan su nombre aseguran que, cuando hay tormentas muy silenciosas, se le oye respirar. Y si uno duerme bajo la luna en ciertas montañas, puede soñar con su jardín y oír su voz decir el nombre verdadero del viento.
Dirgo dejó que el silencio se hiciera. El fuego crepitaba, y la luna salía como una testigo antigua. El aire parecía haberse vuelto más espeso, cargado de memoria.
—¿Y crees que algún día los Drofos regresen? —preguntó Ely, con los ojos como faroles encendidos.
—Solo si el mundo vuelve a escuchar la voz de la montaña —dijo Dirgo con una sonrisa leve, como quien sabe más de lo que dice.
Trost levantó su vara como si fuera el bastón de Gorbanth.
—¡Yo seré el nuevo gigante! ¡El Trostianth, Señor de las ramas grandes y los gritos más ruidosos!
Todos rieron. Dayla imitó un paso de gigante exagerado, y Billy tropezó al intentar hacer uno propio. Ely hizo un gesto solemne, señalando al cielo como si prometiera que cuidaría los secretos de los Drofos. Heylan no dijo nada. Solo observó la colina desde la distancia, como si aún viera allí las huellas invisibles de un paso que el mundo había olvidado. Cerró los ojos un instante, y en su mente, la colina respiró.
Y así, entre juegos y cuentos, la noche envolvió a Robledal. Pero en los sueños de los niños, esa noche, las montañas caminaron una vez más. Y el paso de los Drofos resonó, aunque fuera solo en la memoria de quienes aún creen que los gigantes no desaparecen… solo duermen.
Capítulo 19 – El molino gris
El día comenzó con un cielo cubierto, pero no oscuro. Robledal estaba envuelto en un silencio distinto, casi como si la aldea contuviera el aliento. Los pájaros cantaban más bajo, y el viento entre las hojas parecía arrastrar un murmullo que ninguno de los niños supo descifrar. Inquietos por la calma extraña, decidieron aventurarse más allá del arroyo, hacia la vieja colina donde alguna vez funcionó un molino.
Decían que ya no molía nada desde que el dueño, un tal Haldor el Tuerto, desapareció sin dejar rastro. Algunos creían que se había marchado en secreto tras haber cometido algún crimen; otros aseguraban que algo del molino lo había reclamado, una sombra con ojos en el techo, o un eco que le susurró su propio nombre hasta enloquecerlo. Fuera como fuera, el molino gris era un lugar del que se hablaba en voz baja.
—¿Y si entramos? —preguntó Trost, con su habitual deseo de meterse en problemas, ya con una vara en mano como si fuera una lanza, balanceándola con entusiasmo.
—¿Y si aún vive alguien ahí? —dudó Ely, mirando con nerviosismo la silueta del molino, recortada como un espantapájaros de piedra contra el cielo nublado.
—Entonces nos dirá que nos vayamos —respondió Heylan encogiéndose de hombros. Su tono despreocupado ocultaba la curiosidad que le ardía por dentro, la misma que a veces lo metía en líos pero que también lo hacía distinto.
El molino gris se erguía como un esqueleto de piedra, cubierto de hiedra, inclinado por el paso del tiempo. Las ventanas eran ojos ciegos y vacíos, y la gran rueda de madera colgaba como un brazo muerto. Tenía un aura de lugar olvidado, de esos que guardan silencio demasiado bien.
La puerta de madera, con clavos oxidados y carcomida en los bordes, crujió al abrirse. El polvo se alzó como un aliento antiguo, danzando en el aire como si estuviera feliz de recibir visitas tras años de encierro. Un silencio espeso llenaba el interior, como si el tiempo se hubiera estancado justo al cerrar aquella puerta por última vez.
Dentro, todo olía a madera húmeda, harina vieja y ausencia. Las telarañas colgaban como cortinas, y las vigas crujían con cada paso. El suelo crujía como si aún recordara los pasos de Haldor. Subieron las escaleras de caracol, que rechinaban bajo su peso, y comenzaron a jugar a encontrar objetos mágicos: una cuchara torcida que Dayla llamó «la lengua del dragón», una silla coja que Billy nombró «el trono del rey dormido», y una esfera de cristal rota que Trost juró que antes brillaba con luz azul.
Heylan encontró una vieja libreta con la cubierta desgastada, escrita en una caligrafía torcida. No supo por qué, pero no la abrió.
En lo alto, junto a la gran rueda inmóvil, encontraron una trampilla cerrada con un candado oxidado. El aire era más frío allí, más denso. Nadie sabía qué había más allá, pero todos sintieron un escalofrío que les recorrió la espalda.
—Esta es una de esas puertas que no deberían abrirse —dijo Heylan, medio en broma, medio con miedo. Nadie se atrevió a contradecirlo.
Y como si sus palabras hubieran invocado algo, esa noche, alrededor del fuego, Dirgo les habló de una puerta similar. Una historia que, según él, no contaba desde hacía muchos años.
Cuento N.º 20: Las puertas que no deben abrirse
“En una ciudad sin nombre, construida en la frontera de lo real y lo recordado, existía un templo sin campanas. No tenía adornos, ni ventanas, ni plegarias. Solo muros altos de piedra negra que no brillaban ni bajo el sol. Era un lugar sin sonido, donde incluso el viento parecía caminar de puntillas.
Allí, un guardián sin rostro —algunos decían que ni siquiera era humano— protegía una sola cosa: una puerta sin cerradura. Era alta, lisa, de madera gris que parecía hecha de sombras endurecidas. Nadie sabía qué había más allá, y ningún sabio logró abrirla, aunque muchos lo intentaron.
Pasaron siglos, y el templo cayó en ruinas. Las torres se inclinaron, los muros se quebraron, pero la puerta quedó en pie, intacta, como si el tiempo le tuviera miedo. Los viajeros comenzaron a llegar, algunos por curiosidad, otros por desesperación. Se decía que detrás de esa puerta estaba todo lo que uno más deseaba. O todo lo que uno más temía. Era imposible saberlo hasta abrirla. Y nadie regresaba después de hacerlo.
Un día, un joven llamado Arvel, hijo de un carpintero, decidió probar suerte. No por ambición, sino por una pregunta que llevaba en el pecho desde niño: ¿por qué algunas puertas existen si no deben abrirse?
Sus sueños lo habían llevado hasta allí. En ellos veía la puerta una y otra vez, cada vez más cerca. Al despertar, las palabras que resonaban en su cabeza eran siempre las mismas: «El conocimiento sin comprensión es un abismo.»
Cruzó bosques secos, ruinas ahogadas por el musgo, y montañas con nombres olvidados. Hasta que, una noche sin luna, encontró el templo. Entró al recinto, tocó la puerta con la mano… y desapareció. Pero no murió. Desde entonces, cada noche, en algún lugar del mundo, en los sueños de quienes se acercan a lo prohibido, una voz sin cuerpo susurra:
«No abras lo que no entiendes. No toques lo que no fue hecho para ti. Lo sellado no siempre es maligno. A veces, es misericordia.»
Y así, la puerta continúa ahí, en un templo que ya no se encuentra en ningún mapa, esperando al próximo que olvide temerla.
Porque algunas puertas existen no para cruzarlas, sino para recordarnos que no todo lo oculto debe ser revelado.
Hay saberes que no piden ser comprendidos, sino respetados. Como el silencio de una piedra que no ha hablado en mil años. Como una mirada que no está hecha para ojos humanos. Como una puerta que no debe abrirse… jamás.”
Capítulo 20 – El bosque del día
El sol caía con fuerza esa mañana sobre Robledal, sin una sola nube en el cielo. Los niños no querían perder ni un segundo encerrado, así que convencieron al viejo Dirgo de salir al bosque con ellos. Aunque normalmente prefería la sombra de su silla junto al fuego, esa vez aceptó. Tomó su bastón, su capa ligera y una cantimplora llena de jugo de manzana.
—¿Vamos de exploradores o de recolectores? —preguntó Trost, con una cesta vacía en la mano.
—Exploradores, siempre —respondió Heylan.
—Recolectores cuando hay moras maduras —dijo Dayla, llevándose ya una a la boca.
Avanzaron entre árboles altos, por senderos tapizados de hojas caídas y raíces que se entrelazaban como dedos dormidos. Billy recogía piedritas brillantes, Ely perseguía mariposas. Rieron, corrieron, tropezaron, se empaparon los zapatos en un arroyo, y cuando el cansancio se hizo sentir, se sentaron en un claro donde la luz se filtraba como oro líquido. El aire tenía ese aroma a tierra húmeda y savia que sólo los días plenos de verano podían regalar.
—¿Y bien, viejo? —dijo Heylan mientras limpiaba su frente con la manga—. Nos debes un cuento.
Dirgo sonrió. Observó los árboles, el cielo, las sombras. Luego se acomodó contra un tronco caído, se quitó el sombrero de paja y comenzó a hablar:
Cuento N.º 21: El guardián de los pasos
“Hace mucho, cuando el mundo aún se estaba dibujando, existían caminos que no llevaban a ningún lugar conocido. Caminos vivos, que aparecían y desaparecían con el movimiento del sol o el capricho de la luna. Se decía que esos caminos eran antiguos como el primer viento, y que quien los recorría sin permiso podía perder más que el rumbo.
Uno de esos caminos cruzaba un bosque como este. Nadie sabía cuándo surgía, pero siempre lo hacía en días luminosos. Aparecía entre la bruma, como un hilo dorado que serpenteaba entre los árboles, delgado, casi invisible, pero innegablemente real. Algunos lo seguían buscando fortuna, otros por simple necedad. Casi ninguno regresaba.
Pero un día, una niña llamada Naïra decidió seguirlo, no por ambición, sino porque quería saber por qué todos temían lo que no comprendían. Era huérfana de un pueblo olvidado, criada entre libros viejos y silencio. Llevaba un sombrero rojo, una cantimplora de barro, y una flauta que había heredado de su madre. Siguió el hilo dorado durante horas, adentrándose más allá de donde el bosque tenía nombre, donde los árboles eran tan altos que tapaban las nubes.
En su trayecto, la niña encontró personajes extraños: un zorro sin sombra que le habló en sueños; un relojero que construía relojes para medir el tiempo de los suspiros; una anciana que bordaba caminos invisibles en hojas secas. Cada uno le ofreció una pregunta, no una respuesta. «¿De qué sirve saber sin recordar?» le dijo el zorro. «¿Y si lo que buscas ya lo tienes?» preguntó la bordadora. Pero Naïra siguió avanzando.
También cruzó un bosque donde las ramas susurraban su nombre, un campo donde las flores se cerraban cuando las miraba, y una laguna donde su reflejo era el de una mujer mucho mayor. Pasó hambre, soñó con voces que la llamaban, y una noche durmió bajo un cielo sin estrellas, preguntándose si aún quedaba algo en ella que reconociera. En otra parte del camino, caminó junto a un río donde las piedras cantaban canciones tristes en lenguas antiguas.
Un día, tras cruzar un puente hecho de ecos, Naïra encontró una torre solitaria donde vivía un hombre que había olvidado su nombre. Pintaba cuadros de lugares que jamás había visto, y Naïra, al observarlos, reconoció paisajes de sus propios sueños. Entonces entendió que ese camino no solo la llevaba a lo desconocido, sino a lo más profundo de sí misma.
Después, el sendero la llevó a una llanura infinita donde cada paso hacía sonar una nota distinta. Allí conoció a una criatura ciega que tocaba un arpa de viento. La criatura le dijo que cada nota que Naïra hacía al pisar era un recuerdo que resonaba desde su alma. Le enseñó a escuchar su historia en la música del suelo. También le habló de un lugar más allá de toda frontera, donde los recuerdos que olvidamos se convierten en estrellas fugaces.
Más adelante, cruzó un desierto de espejos, donde cada paso la reflejaba en versiones distintas: una niña, una anciana, un árbol, una chispa, una sombra. Naïra aprendió a mirar sin miedo, aunque no siempre comprendiera lo que veía.
Finalmente, cuando ya no sabía cuántos días llevaba viajando, el hilo dorado la condujo hasta el Guardián. Era alto, cubierto de ramas y hojas, con una capa de corteza y musgo. Tenía el aspecto de un árbol que aprendió a caminar. Sus ojos no eran ojos, sino espejos, y en su pecho llevaba una cerradura sin llave. No emitía palabras, pero sus pensamientos se sentían en el aire, como un viento que susurraba directamente al alma.
Naïra le ofreció su flauta. El Guardián la tomó, y sin decir nada, le mostró un mundo dentro del mismo. Con un gesto de sus dedos nudosos, abrió visiones en el aire: torres flotando en océanos de niebla, montañas que dormían, aves de cristal que brillaban con luz propia, ciudades suspendidas del cielo por raíces invisibles. Todo eso vivía más allá del sendero, en un plano escondido entre los respiros de la tierra.
Pero con su silencio también le advirtió: cada paso sobre ese camino robaba un recuerdo. No uno cualquiera, sino los esenciales. La risa de un amigo. El rostro de una madre. El sonido de tu propio nombre. A cambio, el viajero obtenía sabiduría, visiones, y un entendimiento profundo… pero vacío.
Naïra dudó. Se sentó frente al Guardián y le hizo una sola pregunta: «¿Qué valor tiene una verdad que olvida a quien la descubre?» El Guardián no respondió con palabras, pero el viento en su interior se detuvo. Naïra entendió. Dio un solo paso más. Y en ese instante, olvidó cómo había llegado hasta allí. Se llevó las manos al rostro, pero ya no recordaba a quién pertenecían. La flauta cayó al suelo. Sus pies se afianzaron en la tierra. Su piel se volvió corteza. Se convirtió en árbol, dicen. Uno muy delgado, con ramas suaves como música. Y el camino dorado desapareció.
O tal vez no. Tal vez aún aparece, pero solo para aquellos que no buscan gloria, ni poder, ni respuestas. Solo para quienes se preguntan por qué algunas sendas existen si no deben ser recorridas.
Desde entonces, en los claros del bosque, a veces puede escucharse una melodía leve cuando no hay viento. Y los árboles más jóvenes se inclinan un poco en dirección a una raíz torcida. Allí donde comenzó el paso.
Porque el conocimiento es un regalo… pero también es una prueba. Y hay verdades que florecen sólo cuando no intentas poseerlas.”
Los niños no dijeron nada por un momento. Escuchaban el canto de los grillos y el crujir de las hojas. Luego Heylan habló:
—¿Y si encontramos ese camino un día?
Dirgo sonrió, con un destello melancólico en los ojos.
—Entonces no olviden quiénes son antes de dar el primer paso.”
Capítulo 21 – El cuento de la mañana
Aquel día comenzó distinto. El cielo estaba apenas teñido por los primeros rayos de sol, y una neblina baja cubría los campos como un manto de susurros. A pesar de la hora, los niños ya estaban despiertos. Una inquietud invisible parecía empujarlos hacia la casa de Dirgo, como si el viento les hubiese contado que esa mañana habría algo especial.
—¿Hoy no esperamos a que el viejo se despierte? —preguntó Trost.
—Hoy lo despertamos nosotros —respondió Heylan con una sonrisa traviesa.
Al llegar, encontraron a Dirgo sentado en su silla de siempre, como si los hubiera estado esperando. Su bastón descansaba contra la mesa, y una taza de infusión humeaba en su regazo.
—¿Tan temprano, y ya quieren historias? —murmuró con voz ronca y cálida.
—Hoy queremos un cuento para empezar el día —dijo Dayla.
—Entonces, escuchen bien, porque este se cuenta solo cuando el sol apenas comienza a subir y el mundo todavía recuerda sus propios sueños…
Cuento N.º 22: El hombre que hablaba con las estaciones
«Mucho antes de que los mapas tuvieran nombres o los relojes decidieran cómo vivimos, existía un hombre que no era como los demás. No tenía casa ni rebaño, ni ciudad ni tribu. Se decía que era hijo del cielo y del río, que dormía en cavernas y caminaba sobre el musgo sin dejar huella. Y, más extraño aún, hablaba con las estaciones.
En primavera, conversaba con los brotes. Les preguntaba si tenían miedo de abrirse al mundo. En verano, hablaba con el calor, negociaba con las tormentas, y silbaba melodías que calmaban los fuegos forestales. En otoño, recogía las hojas que caían y las escuchaba como quien lee cartas viejas. Y en invierno, se envolvía en el viento helado y le pedía consejos sobre cómo resistir.
Pero un año, algo cambió. Las estaciones comenzaron a llegar tarde, confundidas. La primavera llegó con nieve, el verano sin sol, el otoño sin colores, y el invierno… simplemente no vino. El hombre, preocupado, emprendió un viaje hacia la cima de una montaña donde decían que dormía el Corazón del Tiempo. Allí esperaba encontrar respuestas.
El camino fue largo. Cruzó ríos secos, bosques deshojados, campos donde las sombras no coincidían con los cuerpos. En cada paso, notaba que la tierra olvidaba su ritmo. Los animales no migraban, los árboles no florecían. Todo estaba roto, como un reloj caído.
Finalmente, en la cima, encontró una puerta. No era de piedra ni de madera, sino de viento. La atravesó, y al otro lado se halló frente a una figura hecha de luz cambiante. No era hombre ni mujer, no tenía rostro ni forma fija. Era la Voz del Tiempo.
—¿Por qué han dejado de escucharte las estaciones? —preguntó el viajero.
—Porque el mundo ha dejado de escucharme a mí —respondió la voz—. Los hombres marcan los días, pero no los viven. Obligan a la tierra a florecer cuando no es su hora. Se han olvidado de que cada cosa tiene su momento.
El viajero comprendió entonces que su tarea no era restaurar el orden, sino recordar a los suyos cómo volver a escuchar. Bajó de la montaña, y donde iba, contaba su historia. En los pueblos, enseñaba a leer el color de las hojas. En las ciudades, pedía que dejaran descansar a la tierra. Algunos lo escuchaban. Otros se reían.
Pero, con los años, algo cambió. Un brote floreció en medio del invierno. Un niño supo predecir la lluvia sólo por el vuelo de las aves. Y las estaciones, poco a poco, volvieron a sus danzas, más suaves, más lentas, pero llenas de sentido. Porque había vuelto un oyente. Y uno basta, a veces, para despertar al mundo entero.»
Cuando terminó, los niños estaban en silencio. El sol ya se alzaba más alto, y el mundo parecía distinto.
—¿Crees que nosotros podríamos aprender a escuchar así? —preguntó Ely, con los ojos brillantes.
Dirgo asintió, mirando al cielo.
—Si no se olvidan de mirar.
El resto del día, los niños jugaron como nunca. Buscaron señales del mundo: el canto de un ave, el crujido de una rama, el paso lento de las nubes. Corrieron por los campos, imitando al hombre del cuento, hablando con las piedras, con los insectos, con los árboles. No sabían si lo hacían bien, pero algo en ellos sentía que sí.
Jugaron a ser las estaciones: Heylan era el otoño y arrojaba puñados de hojas al aire; Trost corría como el verano con su camiseta sobre la cabeza; Billy se escondía como el invierno tras los arbustos, y Dayla bailaba entre flores imaginarias como si fuera la primavera misma. Ely, sentado en lo alto de una roca, les decía cuándo cambiar, como si fuera el guardián del tiempo.
Inventaron canciones, recolectaron piedras con formas curiosas y se treparon a los árboles para espiar a las ardillas. A la hora del almuerzo, compartieron pan duro, moras y agua de un riachuelo, jurando que tenía un sabor especial ese día. Se detuvieron a observar un caracol durante diez minutos enteros y declararon que había sido la criatura más sabia del bosque.
Y cuando el sol comenzó a caer, antes de regresar a casa, Heylan se detuvo y dijo:
—Hoy el mundo parecía escucharnos también.
Dirgo, que los seguía a distancia, sonrió. El cuento no había terminado. Apenas comenzaba.
Capítulo 22 – La canción del río
Aquella mañana, en lugar de pedir un cuento, los niños llegaron cantando. Sus voces eran desordenadas, mezcladas entre risas, gritos y pasos torpes que hacían crujir las ramas del jardín. La energía era distinta, chispeante, como si el aire mismo vibrara con una melodía invisible. Hasta Dirgo lo notó desde su silla, donde ya esperaba con una sonrisa a medio formar, envuelto en una manta tejida con hilos de otros inviernos.
—¿Hoy sin cuentos? —preguntó, alzando una ceja y estirándose como si despertara de un largo sueño.
—Hoy queremos cantar —respondió Heylan, lleno de entusiasmo—. Pero primero… ¡una canción tuya, viejo!
Trost tamborileaba con los dedos sobre una piedra, y Dayla giraba sobre sí misma con los brazos abiertos. Ely y Billy seguían el ritmo de un tambor imaginario, y todos parecían danzar en torno a algo sagrado que no se veía, pero que todos sentían.
Dirgo rió con ganas. Su voz ronca se elevó como un tambor suave, y su mirada se perdió por un momento entre las ramas del gran roble que daba sombra al jardín.
—¿Una canción mía? No sé si recordarán la melodía, pero aún recuerdo las palabras…
Con una tos ligera y un suspiro profundo, el viejo Dirgo entonó una canción que parecía venir de los campos mismos, de los ríos que hablaban y los árboles que escuchaban. Su voz no era perfecta, pero tenía algo que los niños jamás olvidarían: alma. Era una canción que no pedía ser comprendida, sino sentida.
Canción del Río Errante
Canta el río, canta errante,
va cruzando cada monte.
No se ata, no se queda,
pasa libre, nunca miente.
Lleva historias en su espuma,
nombres viejos, hojas secas.
Guarda besos y promesas
que murieron en la espera.
Canta el río en la tormenta,
canta cuando el sol despierta.
Si lo escuchas, no preguntes,
solo canta y déjate llevar.
Si te pierdes, si te caes,
si el camino no da más,
busca al río y sus orillas,
él te enseñará a avanzar.
Canta el río, canta errante,
como un sabio sin edad.
Y en su canto vas flotando,
aunque no lo entiendas ya.
Cuando el mundo se te caiga,
y no puedas respirar,
cierra los ojos, escucha,
y el río te hará danzar.
Susurra en lenguas antiguas,
que solo entienden los pies.
Y baila en curvas secretas
que ningún mapa sabrá ver.
Cuando terminó, los niños estaban en silencio, no por tristeza, sino por algo más extraño: se sentían en paz. Como si sus corazones, por un instante, hubiesen encontrado el ritmo perfecto.
—¿Podemos aprenderla? —preguntó Dayla, con los ojos muy abiertos.
—Claro —dijo Dirgo—. Pero no se canta con la boca, muchachos. Esta canción se aprende caminando. Jugando. Cayéndose y volviendo a empezar.
Y como si esas palabras fueran una señal mágica, los niños salieron corriendo hacia el campo, sin rumbo fijo, sin más plan que vivir. Corrieron por las orillas del río, imitando sus giros, sus pausas, sus caídas. Se empaparon hasta los tobillos, rieron hasta doler, tropezaron con raíces ocultas y se empujaron con ramas como remos, inventando mil versos más que añadir a la canción.
Jugaron a ser corrientes y cascadas. Se treparon a los árboles, se deslizaron por las colinas como si fueran olas de tierra. Billy declaró ser «el espíritu del río», y todos debían seguirlo. Dayla encontró una piedra con forma de corazón, y Heylan escribió letras imaginarias sobre la arena húmeda. Ely descubrió que podía hacer burbujas soplando con una caña delgada, y Trost inventó una danza torpe y alegre que todos siguieron sin cuestionar.
A la hora del almuerzo, compartieron pan seco, fruta silvestre y agua del arroyo en hojas grandes. Jugaron a ser trovadores y contaron historias cantadas, donde los protagonistas eran ranas heroicas, peces sabios y tortugas que llevaban secretos antiguos en sus caparazones.
Al final del día, exhaustos, mientras el sol se apagaba tras las colinas y el mundo parecía envolverlos en una manta dorada, los cinco amigos se sentaron en la orilla del río. Cada uno tarareaba una melodía distinta, pero en su caos había armonía. Nadie quería imponer su canción. Todos fluían como el río mismo.
Y, sin embargo, todo sonaba perfecto.
Dirgo, que los observaba a lo lejos, apoyado en su bastón, cerró los ojos y musitó para sí:
—Ahora sí… la han aprendido.
Capítulo 23 – El juego del eco
El día despertó con un cielo limpio, sin nubes ni brisa, como si el mundo se hubiera detenido solo para observar a los niños de Robledal. La aldea dormía todavía, en su lento amanecer entre gallos somnolientos y humo de chimeneas tenues, pero Heylan ya estaba en pie. Caminaba sin rumbo con un palo largo en la mano, arrastrándolo por el camino polvoriento, dibujando líneas caprichosas como si trazara rutas secretas de un mapa invisible. Sus ojos brillaban con la promesa de una aventura nueva.
A su lado, Ely avanzaba con una sonrisa traviesa, levantando pequeñas nubes de polvo con cada paso, mientras Billy intentaba atrapar su sombra a saltos, como si fuera una criatura escapista. Dayla apareció poco después con una canasta medio llena de moras y un trozo de pan en la mano. Trost, por su parte, llegó corriendo con el pelo enredado y una piedra brillante en el bolsillo. Traía consigo una idea nueva, de esas que parecen salir de sueños agitados.
—¡Vamos a jugar al eco! —anunció, subido a una piedra como un gran orador—. Pero este es diferente. No es un eco cualquiera. Este responde… lo que quiere.
Los demás lo miraron con curiosidad. Trost levantó un dedo solemne y dijo:
—Las reglas son simples: uno grita una palabra… y el eco responde. Pero el eco no repite. Dice lo que piensa.
—¿Y si el eco se enoja? —preguntó Billy, con la boca aún manchada de moras.
—Entonces tendremos que convencerlo de volver a hablar —respondió Dayla con tono misterioso.
Así comenzó el juego. Subieron a las colinas detrás del viejo molino, un lugar donde las piedras y árboles parecían haberse acomodado como un anfiteatro natural. El aire allí era más claro, y el sonido rebotaba con una suavidad que hacía cosquillas en los oídos.
Heylan fue el primero en gritar:
—¡Libertad!
El eco respondió:
—¡Volar!
Ely gritó:
—¡Tristeza!
El eco respondió:
—¡Recuerdo!
Billy gritó:
—¡Ovejas!
Y para sorpresa de todos, el eco respondió:
—¡Pastel!
Estallaron en carcajadas. Se revolcaron en la hierba seca, agitando brazos y piernas como si nadaran en un mar de risas. El eco, travieso, parecía entenderlos.
Durante horas jugaron, inventaron palabras raras, gritaron cosas sin sentido y escucharon las respuestas inesperadas del eco. A veces el eco guardaba silencio, y eso los inquietaba. Para Trost, el silencio era aún más mágico: significaba que el eco estaba pensando. O que algo los escuchaba desde más allá de las colinas.
—Si uno escucha muy, muy bien —dijo Trost en voz baja—, entre el eco y el silencio puede oírse un susurro antiguo. Como si la colina misma recordara cosas de hace mil años. Cosas que nadie más recuerda.
La tarde fue avanzando. El sol se inclinaba con pereza hacia el oeste, tiñendo de oro y cobre las copas de los árboles. Se recostaron todos sobre la hierba tibia. El aire olía a flores secas, a tierra cálida, a historia.
—¿Creen que alguien alguna vez habló con el eco de verdad? —preguntó Heylan, con los brazos detrás de la cabeza, mirando las nubes que se formaban despacio.
—Quizá sí —respondió Ely—. Quizá el eco es lo que queda de las voces de los que ya no están.
—O de los que todavía no llegaron —añadió Dayla, pensativa.
Billy intentó hacer callar al mundo para escuchar mejor. Hubo un momento en que todos guardaron silencio. Se oyó solo el viento, el zumbido lejano de un insecto, y un murmullo que nadie supo si fue real o inventado. Como si el eco respirara junto a ellos.
Entonces, para cerrar el día, Dayla se sentó erguida y dijo:
—Hoy no hay cuento. Pero podemos inventar uno entre todos.
Y así lo hicieron. Un cuento sin forma, hilado por fragmentos. Heylan habló de un zorro viajero que cruzaba ríos en barcos de hojas. Ely mencionó una luna escondida que solo aparecía cuando nadie la buscaba. Billy inventó una niña que hablaba con las estrellas y robaba luz para regalarla a los árboles tristes. Dayla tejió una tormenta que se enamoraba del sol, y Trost dibujó con palabras una escalera de viento que llevaba al lugar donde vivía el eco.
En algún punto, algo más pareció unirse a la historia. Un sonido que no venía de sus voces, ni del viento. Una palabra, quizá, repetida con un tono suave, como una sonrisa hecha sonido. El eco también quería contar su parte.
Cuando el sol desapareció del todo, regresaron al hogar de Dirgo. La luz de las velas esperaba dentro, y el olor del estofado llenaba el aire. Pero ninguno pidió un cuento aquella noche. El juego del eco les había llenado la cabeza de preguntas, imágenes, emociones.
Heylan fue el último en acostarse. Desde su camastro junto a la ventana, miró las estrellas encenderse una a una.
—Buenas noches, eco —susurró.
Y aunque nadie más lo oyó, juraría que alguien, desde muy lejos, le respondió:
—Duerme, voz del viento.
Capítulo 24 – Las cuatro puertas del mundo
La lluvia comenzó a media mañana, como un susurro tímido que pronto se volvió canto sobre los tejados de Robledal. El cielo estaba cubierto por un manto gris denso, y las ramas del gran roble en el centro de la aldea se mecían con un ritmo melancólico, como si recordaran algo antiguo. No había juegos al aire libre, ni carreras por el campo. El barro cubría los caminos, y el aire olía a tierra mojada y recuerdos de infancia. Dentro de la casa de Dirgo, el ambiente era tibio y apacible, iluminado por la suave luz que se filtraba por las ventanas empañadas. Los niños estaban encerrados, apretujados en el salón, con los codos sobre la mesa, las mejillas apoyadas en las manos y el corazón inquieto por la monotonía de una mañana sin aventuras.
Heylan lanzaba migas de pan hacia un rincón donde ninguna paloma se atrevía a entrar. Trost hacía girar una cucharita en su palma con una concentración absurda, como si el destino del mundo dependiera de no dejarla caer. Dayla y Ely habían agotado todas las adivinanzas conocidas, y Billy dormitaba en el suelo, cubierto por una manta que apenas le cubría los pies, murmurando de vez en cuando cosas sin sentido entre sueños. El tic-tac del viejo reloj sobre la chimenea era lo único que parecía avanzar en ese instante de letargo.
—Dirgo… —murmuró Ely, rompiendo el silencio como quien lanza una piedra a un lago inmóvil—, cuéntanos algo que nunca hayas contado.
El viejo, que fumaba en su pipa de barro mientras contemplaba el fuego, levantó una ceja peluda con gesto pensativo.
—¿Algo que nunca haya contado? Vaya petición. ¿Y si ya no quedan cuentos nuevos en mí?
—¡Mentira! —saltó Dayla, enderezándose en su silla—. ¡Tienes más cuentos en la barba que pelos!
Dirgo soltó una carcajada que hizo crujir la silla y sacudió una nube de humo que flotó como una criatura perezosa por encima de ellos.
—Está bien, muchachuelos. Les contaré uno que casi olvidé. Uno que no suelo contar porque… aún me hace pensar demasiado. Se llama «Las cuatro puertas del mundo».
Todos se acomodaron. La lluvia marcaba el compás sobre el techo, y el viento golpeaba suavemente las ventanas, como si también quisiera escuchar. Afuera, la aldea parecía dormida bajo el gris del día. Dentro, todo estaba dispuesto para el nacimiento de una historia.
—Hace muchos, muchos siglos —comenzó Dirgo—, cuando Groed aún era un bosque salvaje y el mundo estaba lleno de maravillas que los hombres ya no recuerdan, existían cuatro puertas. No eran puertas como las de aquí. No tenían bisagras ni cerraduras. Eran umbrales hechos de aire, luz, piedra y viento. Estaban ocultas en los lugares donde el mundo flaquea: en la cima de una montaña que no figura en los mapas, en el fondo de un lago sin nombre, en la grieta de una ruina cubierta de enredaderas, o en medio de un campo donde el tiempo no avanza.
—¿A dónde llevaban? —preguntó Billy, apenas asomando la cabeza bajo la manta.
—A otros mundos —respondió Dirgo—. Mundos que coexisten con el nuestro, pero que no se pueden ver con los ojos comunes. Cada puerta era vigilada por una raza diferente: los hombres, los elfos, los enanos… y los Olvidados.
—¿Quiénes eran los Olvidados? —preguntó Trost con voz baja.
—Quizá los únicos que realmente sabían lo que hacían —respondió el viejo con una sombra de risa—. Se decía que no tenían rostro, y que su voz era la del eco del mundo. Caminaban por la bruma y dejaban huellas que nadie podía seguir. Cada puerta conectaba con un reino distinto. El Reino de las Estaciones, donde las emociones cambiaban el clima. El Reino del Mar Dormido, donde los barcos volaban sobre olas de niebla y los peces cantaban a la luna. El Reino del Viento Silencioso, donde los pensamientos eran aves, y las palabras estaban prohibidas. Y el Reino de las Raíces, donde el tiempo fluía al revés, y cada paso era un recuerdo que debía dejarse atrás.
Los niños escuchaban con los ojos bien abiertos, absortos en un silencio reverente, como si sus propios pensamientos flotaran en el aire junto a las palabras de Dirgo. La historia parecía extenderse en el espacio, suspendida en las llamas que danzaban en la chimenea.
—¿Y por qué los sellaron? —preguntó Ely con la voz baja, como si temiera la respuesta.
Hubo un silencio. Dirgo observó su pipa apagada, la golpeó suavemente sobre la mesa, y luego los miró uno por uno.
—Porque, con el tiempo, la codicia, el miedo y la tristeza cruzaron también por esas puertas. Y los guardianes supieron que no eran rutas para escapar… sino para perderse. Lo que comenzó como puentes para descubrir, se volvió caminos para conquistar. Se rompió el equilibrio. Algunos mundos comenzaron a desgastarse, otros a deformarse. Fue entonces que los guardianes decidieron cerrar las puertas. Una a una. Y desde entonces, solo quedan ecos.
—Pero yo quisiera conocer esos mundos —dijo Dayla, con los ojos brillando—. Ver el cielo de estaciones, hablar con los pájaros-pensamiento…
Dirgo sonrió. No fue una sonrisa de burla, ni de resignación. Fue una sonrisa vieja, que parecía contener una promesa, o el eco de una aventura olvidada.
—De todos los pensamientos que volarían ahí —añadió entonces—, los tuyos formarían un gran reino, mi querido Dayla.
—A veces, el viento se cuela por una rendija —dijo simplemente, como si eso bastara.
Los niños guardaron silencio largo rato. Cada uno imaginaba qué puerta escogería si pudiera. Heylan, por ejemplo, pensaba en la del mar dormido, donde podría navegar sobre nubes espesas y escuchar canciones de delfines al atardecer. Trost se veía caminando al revés en el Reino de las Raíces, deshaciendo sus pasos y descubriendo los secretos del tiempo, como si pudiera hablar con sus recuerdos. Dayla tenía claro que visitaría el reino del viento mudo, para saber qué pensaban los demás sin que tuvieran que hablar, y quizás construir pensamientos tan grandes como montañas. Billy, claro, eligió la de las estaciones para hacer nevar en verano y provocar tormentas cuando se enfadara. Ely imaginaba quedarse en todas a la vez, dejando parte de sí en cada una, como un espejo que refleja todos los mundos.
Afuera, la lluvia seguía cayendo con delicadeza. Las sombras de la tarde se colaban por los rincones de la casa. Entonces, una ráfaga de viento coló una hoja por la ventana. Cayó sobre la mesa, danzando en el aire como si llevara un mensaje. Era diferente. Tenía una forma extraña, como si estuviera marcada con símbolos antiguos. El color era cobrizo, pero vivo, como si latiera.
Heylan la recogió, con reverencia.
—¿Y esta hoja?
Dirgo la miró con atención, y en vez de responder, solo dijo:
—El eco del mundo siempre sabe cuándo alguien está escuchando.
Y esa noche, mientras la lluvia cantaba a los tejados y las velas temblaban con cada suspiro del viento, los niños soñaron con puertas invisibles, con reinos escondidos, con guardianes de ojos dorados y caminos de aire. Soñaron con ser dignos de cruzar una de esas puertas. En sus sueños, no había límites. Había pasos sobre puentes de cristal, vuelos sobre mares estrellados, abrazos de árboles que hablaban. Y aunque al despertar no recordaran todos los detalles, cada uno guardó en su pecho la certeza de que algo los había tocado. Que, tal vez, algo invisible se había deslizado por una rendija.
Porque algunas historias no solo se escuchan. Algunas se quedan. Algunas… abren puertas.
Capítulo 25 – El jardín de las voces dormidas
El amanecer se presentó con una quietud inusual, una suerte de reverencia en el aire que trascendía lo natural. No se trataba simplemente de la humedad posada en la hierba ni del canto de las aves: era la percepción de una expectación antigua, como si el día aguardara con solemnidad el relato de algo largamente olvidado. Heylan y sus amigos se despertaron más temprano que de costumbre, impulsados por una energía sutil e inasible. Dayla, el más inquieto, fue el primero en salir de la casa, proclamando que el cielo parecía más claro y el sol más decidido.
—¡Algo especial va a suceder! ¡Lo puedo sentir! —exclamó mientras giraba entre la brisa matinal.
Heylan, Ely, Billy y Trost lo siguieron de inmediato, dejándose llevar por la vitalidad contagiosa del momento. Se adentraron en la pradera húmeda, treparon piedras cubiertas de musgo, improvisaron una barca con ramas y cuerdas viejas, y descendieron por las colinas fingiendo librar batallas épicas contra enemigos invisibles. Esa mañana parecía investida de una magia cotidiana, casi imperceptible, que intensificaba sus emociones y despertaba sus sentidos.
Cerca del mediodía, cuando el calor se hizo más palpable y sus rostros resplandecían de sudor, regresaron a la casa de Dirgo para almorzar. Comieron sopa de calabaza, pan recién horneado y ciruelas secas. El anciano los contemplaba desde su silla con ojos brillantes, como si ya conociera el desenlace de la jornada. Al terminar, los niños se recostaron bajo el viejo roble, en busca de sombra y sosiego. Dirgo salió con su bastón y su pipa, y se sentó frente a ellos con una expresión entre solemne y tierna, como quien está por abrir una puerta hacia lo invisible.
—Hoy no narraré una historia más —dijo con una calada pausada—. Escucharán algo que sólo se relata una vez. No porque se olvide, sino porque se guarda. Se recuerda.
—¿Cómo se llama? —preguntó Trost, frotándose las rodillas sucias.
—“El jardín de las voces dormidas.”
Y así, con la cadencia de quien porta una memoria ancestral, Dirgo inició el cuento:
Más allá de los márgenes conocidos del mundo, allí donde los cartógrafos no se atreven a dibujar, existía un jardín resguardado por altos muros cubiertos de hiedra plateada. Las flores que allí florecían eran únicas: poseían tonalidades jamás registradas en ningún tratado botánico—azul cenizo, verde sombra, rojo de amanecer extinto—y cada una parecía encapsular un tipo de conciencia, un fragmento olvidado del alma humana.
En ese jardín no se hablaba. No por represión ni por tradición, sino porque el ambiente mismo estaba colmado de voces latentes, suspendidas como esporas de memoria flotando en el aire. Cada pétalo era un relato, cada hoja una evocación, cada aroma un eco de un pensamiento no expresado, pero jamás extinguido.
Los guardianes del jardín no eran horticultores comunes. Eran sabios silentes, cuyos ojos reflejaban edades remotas. Su labor consistía en recolectar, con precisión ritual, las lágrimas que las flores exudaban al anochecer. Estas lágrimas eran almacenadas en frascos de cristal dentro de torres inaccesibles, pues en ellas residía la esencia de las palabras que aún no habían sido pronunciadas.
Un día, un niño llamado Ren se extravió en el bosque cercano y, sin proponérselo, encontró el muro cubierto de hiedra. Escaló impulsado por un anhelo que no comprendía del todo, y al ingresar, fue sobrecogido por el esplendor del silencio absoluto. Las flores respondían a sus emociones con movimientos sutiles. Algunas se abrían al contacto con la nostalgia, otras con la aceptación de una ausencia, y otras, las más misteriosas, sólo respondían a pensamientos no confesados.
Los guardianes le hicieron una advertencia:
—Aquí no se habla. Aquí se aprende a escuchar.
Ren aceptó sin objeciones. Recorrió los senderos en silencio durante días, internalizando más de sí mismo que en todos los años previos. Descubrió que había flores que se rehusaban a abrirse hasta que uno soltara el peso de una culpa o abrazara una emoción largamente reprimida. Con el tiempo, comenzó a comprender los silencios que cargaba en su interior.
Una tarde, encontró una flor peculiar: cerrada como un puño, marchita, con un aura de tristeza densa. Al acercarse, una sensación ajena, una melancolía ancestral, le presionó el pecho. La flor murmuró sin abrirse: “¿Tú también has perdido algo?”
Ren se sentó junto a ella. No pronunció palabra. Lloró en silencio por días, sus lágrimas empapando la tierra. Finalmente, la flor se abrió, revelando una luz cálida que no deslumbraba, sino que abrazaba. Ren no comprendió del todo su significado, pero los guardianes le explicaron:
—Has devuelto una voz al mundo. Una que no era tuya, pero necesitaba ser oída.
Cuando regresó a su pueblo, Ren ya no era el mismo. Hablaba poco, pero cada palabra era medida, necesaria y verdadera. Se convirtió en el confidente de muchos, el que comprendía lo no dicho, el que formulaba preguntas que conducían a respuestas propias.
El jardín permaneció allí, oculto, esperando a quienes supieran escuchar con el corazón.
Cuando Dirgo terminó el relato, se hizo un silencio más denso que el habitual. Los niños no se movían, como si el cuento hubiese cambiado la textura del aire.
—Dirgo… —susurró Dayla—, ¿y si ese jardín existe de verdad?
El anciano sonrió con ternura.
—Tal vez sí. Tal vez ya han estado en él cada vez que, tras una historia, no encuentran palabras. O cuando algo dentro de ustedes quiere hablar, pero aún no sabe cómo.
—¿Y si alguien intentara llevarse una flor? —preguntó Billy, curioso.
—No lo lograría. Esas flores no se dejan arrancar por manos que no han comprendido su lenguaje. No mueren por miedo, sino por olvido.
—¿Y cuál sería la voz que duerme en mí? —preguntó Ely con timidez.
Dirgo los observó detenidamente antes de responder:
—De todos los pensamientos que vuelan, los vuestros formarían un jardín. Tal vez no en forma de flores, pero sí de historias. Lo que ahora sienten, algún día será lo que otros necesiten escuchar. Cada emoción, cada risa, cada miedo: semillas de una historia que aún está por nacer.
El día terminó, pero el cuento no se disolvió con el crepúsculo. Había echado raíces en cada uno de ellos. Y así, cuando callaban, el mundo parecía susurrarles un secreto, como si también él aguardara ser escuchado.
Porque hay relatos que no hacen ruido.
Solo esperan ser comprendidos.
Capítulo 26- La cosecha de Dirgo.
El sol emergía entre los robles con una calidez que teñía el paisaje en tonos dorados. En los campos de Robledal, el viejo Dirgo se preparaba para una jornada de cosecha, una labor que no sólo alimentaba el cuerpo, sino también el espíritu de quienes crecían junto a él. Con manos curtidas por el tiempo y la experiencia, organizaba los cestos de mimbre, repasaba sus herramientas y observaba con detenimiento el estado de los cultivos, con la mirada de quien comprende profundamente los ciclos de la naturaleza.
Heylan, su hijo, llegó poco después, acompañado de sus inseparables amigos: Dayla, Trost, Ely y Billy. Aún jóvenes, traían consigo la frescura de la infancia y la energía contagiosa de quienes ven la faena del campo como un juego. Su entusiasmo contrastaba con la serenidad de Dirgo, pero era esa combinación la que haría de aquel día algo memorable.
—Hoy no sólo cultivaremos la tierra —anunció Dirgo con tono solemne—. También sembramos enseñanzas. Pero primero… cantemos.
Con voz firme, el anciano entonó una canción tradicional, una melodía simple pero cargada de simbolismo, que vinculaba el esfuerzo físico con la nobleza del trabajo compartido:
Vamos todos a sembrar,
la tierrita hay que cuidar.
Frutas dulces hay que hallar,
y en la cesta colocar.
Con amigos y alegría,
trabajamos todo el día.
El sol brilla y da calor,
y en el campo hay mucho amor.
Los niños acompañaron con palmas y risas, integrando de forma natural la música al inicio de la jornada. La canción, sencilla en su forma, funcionaba como un ritual de comunión entre generaciones, un marco para lo que vendría.
La labor comenzó con entusiasmo. Billy correteaba entre las calabazas, imitando a un espantapájaros en combate. Ely, con su aire serio, asumía el rol de capataz, supervisando a los demás con gran teatralidad. Dayla, siempre imaginativo, recitaba fragmentos de la canción con voz solemne, como si fuesen conjuros. Trost, por su parte, se colocó un saco a modo de capa, proclamándose defensor del granero ancestral.
Heylan, más reservado, ayudaba a Dirgo en tareas concretas: la recolección de uvas, el traslado de las cestas más pesadas, la poda de ramas. Su vínculo con el viejo se hacía palpable en cada gesto: una mirada de complicidad, una instrucción silenciosa, una corrección amable. Aquella faena cotidiana se convertía, para él, en un acto de aprendizaje implícito.
Hubo accidentes menores —calabazas rotas por exceso de entusiasmo, racimos caídos, un susto provocado por un nido de ratones— pero todo era parte del ritual. En cada error, Dirgo veía una oportunidad para enseñar sin reproches, sólo con paciencia y humor.
Cuando el calor comenzó a apretar, buscaron refugio bajo un almez centenario. Allí, a la sombra, compartieron agua fresca y trozos de pan con queso. El ambiente se tornó reflexivo por un instante. Dirgo, con voz baja, compartió una nueva estrofa, más pausada:
Trabajamos con amor,
sembramos con alegría,
descansamos con sabor,
y soñamos cada día.
No se trataba sólo de una canción, sino de una pedagogía del campo. En cada verso se entrelazaban valores de esfuerzo, colaboración y contemplación. Los niños escucharon en silencio, procesando aquello a su modo, quizás sin comprenderlo del todo aún, pero reconociendo en la voz de Dirgo un tono de verdad profunda.
Tras el breve descanso, regresaron al trabajo. La segunda parte de la jornada fue más ordenada. Habían aprendido a medir su energía, a colaborar con más eficiencia. Las cestas se llenaron más rápido. Se escuchaban menos gritos, más risas tranquilas. El cansancio comenzaba a notarse, pero también el orgullo del deber cumplido.
Heylan se encargó de almacenar los cestos con frutas y de revisar los racimos más delicados. En él se notaba una transición: ya no sólo participaba, sino que tomaba responsabilidad. Dirgo lo observaba con afecto callado, sintiendo que, en ese niño que había criado, crecía también un futuro que continuaría la labor de las manos sabias.
Cuando el sol descendía hacia las colinas, las faenas terminaron. Robledal parecía brillar con una calma distinta, como si la tierra misma agradeciera. La pequeña bodega de Dirgo estaba colmada de colores y aromas. En la puerta, los niños se limpiaban las manos, exhaustos pero satisfechos.
—Hoy no sólo recogimos frutos —dijo el anciano—. También recuerdos. Y esos pesan más que cualquier saco.
La cena fue sencilla pero reconfortante: sopa caliente, pan crujiente y compota de manzana. Luego, bajo un cielo estrellado, los niños se recostaron sobre mantas. Dirgo, como cada noche, cerró el día con una última estrofa:
El sol ya se escondió,
la luna ya salió,
trabajamos con amor,
y dormimos con calor.
Si la tierra da su flor,
es por quien la cuida así,
y en sus sueños recordará,
lo que sembró hoy aquí.
Heylan, antes de cerrar los ojos, miró a Dirgo y pensó que no todos los padres llevan armadura ni espadas. Algunos llevan una hoz, una voz tranquila, y una canción que guía los días. En ese pensamiento, sin saberlo, había sembrado también una promesa.
Capítulo 27- Bajo las sombras del bosque
El amanecer despertó a Robledal con un cielo despejado y una brisa fresca que arrastraba hojas secas por los senderos de tierra. Era uno de esos días en que todo niño sentía que la aventura lo llamaba, como si los árboles susurraran secretos y el viento invitara a correr sin rumbo. Los rumores de un gran juego se habían extendido por la aldea como fuego entre matorrales: ese día, todos los niños del pueblo se reunirían a las afueras del bosque para librar una gran batalla ficticia entre caballeros y demonios.
Heylan, junto a sus amigos de siempre —Dayla, Trost, Ely y Billy—, fue de los primeros en llegar. La emoción chispeaba en sus ojos. Pero no estaban solos: una veintena de niños más corría, gritaba y preparaba palos que servirían de espadas, escudos hechos de cortezas, y capas improvisadas con sacos de harina viejos. Algunos se pintaban la cara con carbón, otros traían coronas hechas de flores, y había quienes ya discutían sus nombres de guerra como si fueran títulos reales.
—¡Hoy seré la capitana de la Guardia Dorada! —gritó Dayla, envolviéndose en una manta amarilla como si fuese una capa de comandante.
—¡Y yo seré Morgrul, el demonio de las sombras eternas! —replicó Trost con voz gutural, cubriéndose el rostro con una tela oscura.
—¡Yo quiero alas! —dijo Ely, que había atado dos hojas enormes a su espalda y corría de un lado a otro tratando de volar.
—¡Pues yo tengo un dragón invisible! —anunció Billy, abrazando el aire con entusiasmo exagerado, como si acariciara a una bestia legendaria.
Heylan observaba a todos con una sonrisa contenida. Aunque le encantaban esos juegos, solía asumir el papel del narrador, el líder silencioso que guiaba la historia desde dentro. Se colocó una ramita detrás de la oreja como si fuera una pluma de escriba y comenzó a relatar:
—Hace muchos siglos, en un bosque como este, comenzó la guerra entre la Luz y la Sombra…
Pronto comenzó el juego. Las tropas de caballeros lideradas por Heylan y Dayla avanzaban entre árboles, trazando líneas en el suelo con palos, formando campamentos y estableciendo alianzas. Enfrente, Trost y sus «demonios» preparaban emboscadas, gritando con voces guturales, arrojando hojas como si fueran hechizos. Ely volaba de árbol en árbol como una mensajera aérea, y Billy defendía su castillo invisible desde la cima de una roca que había nombrado «la torre de Zothram».
Las batallas se libraron en claros improvisados y los gritos de guerra eran seguidos por caídas cómicas, reconciliaciones teatrales y ataques sorpresa que provocaban carcajadas. En un momento, los niños cavaron un pequeño círculo de tierra al que llamaron el «Anillo de los Pactos», donde realizaron ceremonias solemnes para firmar treguas, intercambiar prisioneros y planear futuras traiciones estratégicas.
—¡Que la paz dure una hora entera! —declaró solemnemente Ely, y todos rieron, sabiendo que no duraría ni cinco minutos antes de la próxima «invasión».
Los demonios usaban palabras mágicas imposibles, los caballeros prometían defender el bosque sagrado, y Billy cantaba melodías de guerra desde su atalaya. Dayla colocó un círculo de piedras para representar su reino, Heylan escribía con un palo en la tierra una crónica de lo que sucedía y Trost lideraba una carga gloriosa desde el lado oscuro del bosque con hojas amarradas a sus brazos como si fueran garras.
Hubo una ceremonia para honrar a los caídos, una traición por parte de un espía —que resultó ser un gato curioso— y hasta un juicio simbólico en el que Ely fue declarada inocente de brujería tras cantar una canción.
Cuando el sol empezó a descender, tiñendo de oro las copas de los árboles, todos los niños se reunieron al borde del bosque. Estaban cubiertos de tierra, hojas, y risas. Se despidieron entre abrazos, promesas de repetir el juego y frases como «la próxima vez traeré un dragón de verdad» o «mi ejército tendrá lanzas de verdad».
Heylan y sus cuatro amigos caminaron juntos de regreso a casa. El cielo estaba teñido de naranja y el olor a cena flotaba en el aire, cálido y familiar. Al llegar, Dirgo los recibió en el umbral con su mirada tierna y una bandeja de pan recién horneado que sostenía como un tesoro.
—Parece que han librado muchas batallas hoy —comentó con una sonrisa cargada de orgullo.
—¡Y ganamos! —gritó Billy, sin soltar su «espada».
—¡Bueno… más o menos! —corrigió Trost entre risas.
—Hoy nosotros contaremos el cuento —anunció Heylan mientras se sentaban alrededor del fuego, sus rostros aún encendidos por la emoción del día.
Dirgo alzó una ceja, divertido, y se acomodó en su silla con gesto teatral.
—¿Y de qué trata este cuento vuestro?
—Es la historia de un reino dividido —empezó Dayla—. Uno en el que los caballeros buscaban unir las tierras del norte, mientras los demonios… —miró a Trost— querían destruir todo por puro caos.
—Pero un día, uno de los demonios, el más pequeño, decidió que estaba cansado de pelear —intervino Billy—. Entonces hizo algo valiente: le habló a los caballeros.
—Y juntos construyeron una torre —añadió Ely—, en la que guardaron un libro que tenía todos los nombres de los que querían paz.
—Y ese libro lo escribió… el narrador —finalizó Heylan con una sonrisa de complicidad.
—Y en la última página —añadió Dayla— hay espacio para todos los nombres que aún no han sido escritos.
Dirgo los miró en silencio durante unos segundos. Luego aplaudió lentamente, con una emoción sincera en la mirada.
—Quizá no tengan aún la edad para empuñar espadas verdaderas —dijo con voz suave—, pero sus corazones ya saben lo que es un reino. Y eso, mis pequeños, no lo enseñan ni los libros ni los adultos: lo descubren los valientes como ustedes.
—Y sabemos contar historias también —añadió Trost, orgulloso, mientras los demás reían.
La noche cayó suave sobre Robledal. Esa historia, tejida con las voces de los niños, quedó flotando entre el crepitar del fuego y el murmullo de los árboles. El bosque parecía más sabio esa noche, como si hubiera escuchado y aprobado la hazaña.
A veces, pensó Dirgo mientras miraba el cielo estrellado, los cuentos más verdaderos nacen del juego. Y los futuros guardianes del mundo comienzan su camino disfrazado de héroes, corriendo entre las sombras del bosque, donde todo es posible y cada hoja susurra una leyenda.
Y en algún lugar, quizá, esos cuentos ya están esperando ser escritos de nuevo.
Capítulo 28: El regreso de Amadeus
El amanecer en Robledal se desplegó con su habitual serenidad: los mirlos salmodiaban entre los aleros, y el aroma a pan recién horneado trazaba su habitual recorrido invisible por los callejones de tierra. No obstante, aquella mañana portaba una resonancia distinta, un eco que sugería que algo largamente esperado estaba por ocurrir. El viento mismo, en su recorrido desde las colinas de Faringdon, parecía portador de un mensaje ancestral. Amadeus estaba de regreso.
Había pasado un año desde su partida. Acompañó a sus padres a Faringdon debido a compromisos familiares que no habían sido explicados del todo al grupo infantil que lo consideraba un elemento esencial de su universo. Durante su ausencia, la dinámica grupal había evolucionado. Dayla, una niña cuya mirada lúcida y temperamento resuelto evocaban la fortaleza de quienes han crecido entre cuentos y preguntas, se integró con naturalidad al círculo de juegos y confidencias. Sin embargo, el retorno de Amadeus no era meramente un reencuentro; era la restauración de un equilibrio afectivo. Su retorno abría la puerta no solo a memorias compartidas, sino también a nuevos relatos por construir, entre risas, ramas y secretos al pie de los viejos robles.
Heylan, siempre atento al pulso invisible que unía a los suyos, fue el primero en verlo aproximarse por el sendero oriental. El muchacho venía con una mochila curtida al hombro y una sonrisa amplia como los horizontes que lo habían acompañado durante su ausencia. El encuentro fue inmediato: gritos, abrazos, saltos, y una emoción que ningún niño intentó disimular. Las manos se enlazaron sin necesidad de palabras, y por un instante, todo el bosque pareció detenerse para contemplar ese reencuentro.
—¡El caballero del norte regresa a su fortaleza! —proclamó Billy, blandiendo un palo como si fuese una espada ancestral.
—Seguro trae consigo historias de bestias aladas y fortalezas encantadas —comentó Ely, con los ojos desmesuradamente abiertos por la expectativa.
—O al menos alguna galleta exótica de Faringdon —bromeó Dayla, cómplice del entusiasmo general.
—Traigo barro en las botas, cicatrices de explorador y una dosis peligrosa de ganas de jugar —respondió Amadeus, riendo con la despreocupación de quien ha cruzado fronteras y vuelve a casa.
Heylan lo abrazó con firmeza.
—Perfecto. Es justo lo que faltaba en este lugar.
La jornada se desarrolló con un dinamismo que parecía desafiar al tiempo mismo. Recorrieron los campos, treparon árboles que conocían desde siempre pero que volvían a ser nuevos, y reedificaron su antigua «fortaleza de las siete ramas» con renovada devoción. Reescribieron las reglas de juegos pretéritos y tejieron relatos donde cada hoja recogida y piedra extraña hallada se convertía en prueba irrefutable de magia escondida. El grupo improvisó una obra: Heylan fue el monarca sabio, Billy el bufón errático, Trost un monstruo que danzaba en lugar de rugir, y Amadeus un mago que olvidaba hechizos a propósito.
Dayla, con una gracia instintiva, no solo se integró al reencuentro, sino que actuó como mediadora invisible entre el pasado y el presente del grupo, reafirmando la identidad colectiva del quinteto. Aquel día pareció expandirse, como si el tiempo cediera un respiro ante la potencia de la memoria compartida. Incluso los árboles parecían inclinarse un poco, como si escucharan las risas y quisieran formar parte de aquel hechizo cotidiano.
Al anochecer, con las sombras proyectando siluetas alargadas sobre los caminos, regresaron a la cabaña de Dirgo. Allí, como un rito ancestral, los esperaba leche tibia, pan con miel y el calor de una chimenea que era testigo y confidente. El anciano, figura que encarnaba el mito y la cotidianeidad, tomó la palabra con un gesto ceremonioso. Los niños se acomodaron en el suelo, con las mejillas aún encendidas por el juego y los ojos listos para soñar despiertos.
—Esta noche —anunció— les contaré una historia heredada de los vientos que cruzan Malakar, una tierra donde aún se canta a los dragones y los juramentos pesan más que el acero.
Cuento 28: Elthar y el ultimo dragón
El silencio fue inmediato, absoluto. Las llamas crepitaban como si también aguardaran la historia.
—En la región septentrional de Malakar —inició Dirgo, acomodando un leño en el fuego— vivía un caballero joven llamado Elthar. Su existencia, alejada de las convenciones bélicas tradicionales, estaba signada por una ética radicalmente empática. Los lobos no le temían y las flores crecían con su paso, no por magia, sino por virtud. Era conocido entre los pueblos como el Andante Silencioso, pues caminaba sin hacer ruido y dejaba tras de sí una estela de calma.
—¿Era un caballero con armadura? —preguntó Amadeus, con los ojos brillantes.
—Sí, pero no del tipo que busca gloria en los campos de batalla. Su espada rara vez salía de su vaina —contestó Dirgo con una sonrisa—. Malakar era una tierra en tensión, un equilibrio precario sostenido sobre acuerdos frágiles. En las cumbres más elevadas dormía Dhargan, el último de los dragones, depositario de conocimientos ancestrales y memorias fósiles. Para muchos, su sola existencia representaba un peligro latente. Para Elthar, era una oportunidad de entendimiento.
—¿Un dragón bueno? —preguntó Trost.
—No bueno ni malo. Antiguo. Profundo. Complejo —aclaró Dirgo.
Los señores feudales, temiendo lo que no comprendían, armaron ejércitos, forjaron armas oscuras y planearon una embestida glorificada. Elthar, desobedeciendo las órdenes, emprendió una travesía solitaria hacia la cumbre. No pretendía combatir. Pretendía dialogar.
Su travesía fue una odisea de símbolos: bosques que murmuraban en lenguas olvidadas, puentes colgantes que desafiaban la gravedad y ríos donde las corrientes hablaban en susurros de eras pretéritas. En su camino, conoció ancianos que le ofrecieron acertijos:
—»¿Qué es más fuerte que el acero, pero se rompe con una palabra?», le preguntó uno.
—»La confianza» —respondió Elthar, y el anciano sonrió satisfecho.
También cruzó con niños que soñaban con volar y pastores que sabían de estrellas. Todo lo anotaba, todo lo escuchaba. No iba a matar, iba a aprender.
Al llegar a la cueva, Dhargan lo aguardaba. Sus ojos, más antiguos que el lenguaje, contenían la suma de un mundo extinto, una historia que ya nadie recordaba completa. Elthar no empuñó su espada. Se arrodilló y escuchó.
—¿Vienes a dar fin a mi historia? —preguntó el dragón con una voz que resonaba como ecos en piedra.
—Vengo a comprenderla —respondió Elthar, sin arrogancia.
—Entonces eres el primero en muchos siglos que merece oírla.
Y así dialogaron. Durante tres días y tres noches, intercambiaron visiones, dolores, recuerdos y nombres olvidados.
—Hubo un tiempo —dijo Dhargan— en que volábamos sobre bosques enteros, y los niños nos saludaban desde las copas de los árboles. Ahora sólo quedan ruinas y temor.
—Y aún quedan quienes recuerdan. O que desean recordar —dijo Elthar.
Dhargan le narró los ciclos anteriores, cuando los dragones eran custodios del tiempo y de los sueños de los pueblos. Le mostró los pactos rotos, los reinos caídos por la ambición de los hombres, los bosques incendiados por miedo a la diferencia. Le reveló los ecos de una época donde humanos y dragones compartían la lengua y la esperanza.
Elthar lloró, pero también habló. Compartió con Dhargan los sueños nuevos que algunos hombres aún guardaban.
—Mi hermano canta cada noche sobre estrellas que aún no vemos —dijo Elthar—. Y en los patios de los pueblos, aún juegan a ser dragones.
Dhargan escuchó y por primera vez en siglos, sonrió.
Entonces, en un acto que cambiaría el destino de ambos, Elthar ofreció su juramento:
—Protegeré estos caminos. Velaré por quienes escuchen. Guardaré tu nombre en cada palabra verdadera.
El dragón, conmovido, exhaló una llama azulada, pura como un cristal, y la depositó sobre el pecho de Elthar.
—Esto no es poder. Es memoria. Llévala donde haga falta.
Regresó a Malakar con la verdad en sus palabras. Algunos lo ridiculizaron, otros escucharon en silencio. Dhargan fue dejado en paz. Elthar renunció a todo título y se convirtió en guardián del paso norte, figura de leyenda y parábola viviente. Vivió sus días enseñando a quienes deseaban oír y dejó su historia escrita en rocas, cortezas y canciones.
—¿Y vivió feliz? —preguntó Ely.
—Vivió libre —respondió Dirgo—. Que a veces es mejor.
Algunos dicen que aún puede verse su silueta entre la niebla, custodiando la frontera entre lo olvidado y lo posible, guiando con su antorcha de fuego azul a los viajeros de corazón puro.
Capitulo 29: El precio del viento
La mañana se alzó con una brisa juguetona que hacía volar las hojas secas por el empedrado del Robledal. El aire olía a tierra y resina, y los primeros rayos del sol acariciaban los tejados con una calidez dorada. Las ramas crujían suavemente con el vaivén del viento, como si cantaran su propia canción. Las aves trinaban con entusiasmo desde lo alto de los árboles, y las ardillas saltaban entre las ramas en una danza apresurada. La aldea despertaba lentamente, envuelta en un murmullo cálido.
Heylan fue el primero en salir corriendo de la casa, con una vara en la mano y una sonrisa de guerra pintada en el rostro. Sus pies descalzos golpeaban el suelo húmedo con la ligereza de un ciervo, y sus ojos brillaban con esa chispa de libertad que solo conocen los niños que aún sueñan despiertos. Vestía una camisa remendada y pantalones cortos llenos de parches, pero se movía con la dignidad de un caballero en armadura.
—¡Hoy somos piratas del aire! —gritó, trepando ágilmente a una carreta vacía como si fuera el mástil de un barco imaginario. Desde lo alto, ondeaba su vara como si fuera una bandera.
Amadeus lo siguió segundos después, con su espada de madera en alto y una mirada desafiante.
—¡Y yo seré el capitán Amadeus, el azote del viento! ¡Temed, cielos, porque navegamos sobre nubes de aventura!
Trost, Billy y Ely llegaron poco después, jadeando de la carrera y riendo entre ellos, con los rostros encendidos de emoción. Llevaban sus propias armas improvisadas: una rama, una caña de pescar rota, y un escudo hecho de una tapa de barril.
La pequeña Dayla apareció con su capa roja arrastrando por el polvo, la cual se había anudado al cuello como si fuera una prenda mágica. Se plantó con dignidad frente al grupo y alzó su bastón improvisado, adornado con cintas de colores que había recogido de la cocina de Dirgo.
—Yo soy la hechicera del cielo —proclamó con voz solemne—. Ningún viento podrá conmigo, porque hablo el idioma de las nubes y conozco los nombres secretos de las estrellas.
Pasaron la mañana construyendo fuertes con ramas, hojas y piedras, y montando defensas con barro y cordeles. Enfrentaron tormentas imaginarias, relámpagos de risas y ráfagas de hojas voladoras. Debatieron con solemnidad si los árboles del Robledal tenían o no espíritus dormidos, y si aquellos susurros del viento eran voces antiguas o solo juegos del oído.
Inventaron un idioma secreto hecho de silbidos y gestos, que solo funcionaba cuando estaban de espaldas al sol. Se dividieron en bandos para una guerra sin fin donde la única arma era la imaginación, y donde cada caída era una oportunidad para contar una historia más absurda que la anterior.
Billy, envalentonado, subió corriendo una colina cubierta de pasto húmedo, pero resbaló en la cima y terminó rodando como un saco de patatas hasta el arroyo, soltando carcajadas entre el barro. Los demás, sin dudar, se arrojaron tras él, y pronto todos chapoteaban, empapados y con las mejillas sucias pero felices. Nadie escapó seco ese día, ni limpio, pero eso poco importaba.
Dayla descubrió una piedra con forma de corazón y la declaró reliquia sagrada del reino de los vientos, lo que desencadenó una misión de exploración que los llevó a adentrarse entre arbustos y túneles de ramas. Al final, la piedra se perdió en una zanja y Billy casi quedó atrapado intentando recuperarla, pero todo eso solo sirvió para alimentar la leyenda del día.
Al mediodía, se tendieron sobre una manta vieja en lo alto de la colina y compartieron pan con miel, nueces y trozos de manzana seca. Miraron las nubes y les dieron nombres: ballenas del cielo, castillos flotantes, dragones dormidos. Heylan habló de que un día cruzaría el mundo montado en una de esas nubes. Los demás rieron, pero no lo desmintieron.
Al atardecer, con las sombras alargándose sobre el Robledal, los seis amigos regresaron al hogar de Dirgo, con las rodillas raspadas, la ropa manchada y las mejillas llenas de tierra. El viejo ya los esperaba en la puerta, con una tetera humeante y un gesto sereno en los ojos. Sus pasos eran lentos, pero su sonrisa era la de alguien que ya había vivido mil tardes como esa.
—Hoy el viento me contó que andaban desafiando los cielos —dijo mientras vertía infusiones con miel en tazas de barro humeantes—. Pero esta noche, el viento no trae juegos. Esta noche trae memorias.
Heylan, curioso, se sentó en el suelo frente al fuego. Los demás lo rodearon poco a poco, aún jadeando entre risas. Pero el tono en la voz de Dirgo los fue acallando lentamente, como si una brisa más grave se hubiera colado por la ventana.
—Este cuento no es de príncipes ni dragones —comenzó con voz baja pero firme—. Es de un niño. Un niño como ustedes. Y de lo que aprendió cuando el mundo decidió no ser justo.
Cuento 29: El niño y las semillas del dolor
Érase una vez un pequeño llamado Alren, que vivía en un valle donde todo era abundante. La tierra daba frutos sin esfuerzo, los animales no temían a los hombres, y el río cantaba durante todo el año con un murmullo que arrullaba el alma. Los árboles daban sombra generosa, las flores crecían sin ser sembradas, y las noches estaban llenas de estrellas que titilaban como luciérnagas estáticas.
Alren creció sin conocer el hambre ni la guerra. Sus días eran juegos en los campos, carreras contra el viento y horas enteras contemplando las nubes. Su mayor temor era que lloviera cuando había planeado salir a correr descalzo entre los trigales. Su corazón era ligero, y su risa, frecuente.
Pero un día, llegaron forasteros. No traían armas al principio, solo palabras suaves y promesas brillantes. Dijeron que ayudarían, que traerían libros, caminos, molinos y saberes de tierras lejanas. Alren, curioso, les mostró sus juegos, sus canciones, y su árbol favorito donde solía soñar despierto con castillos en las nubes.
Los forasteros construyeron, y la gente del valle celebró. Se erigieron torres, se pavimentaron senderos, y se cavaron canales. Pero pronto llegaron otros, más rudos, más callados. No hablaban de sueños, sino de normas. Empezaron a decidir quién podía plantar y quién no. Dónde podía jugar Alren y dónde no.
Comenzaron a cercar los campos, a limitar las rutas del río, y a cortar los bosques. Pronto, las aves dejaron de cantar en la alborada y el aire empezó a saber a hierro y humo. Las sonrisas se volvieron más raras, y las tardes se hicieron más cortas. Las campanas que antes anunciaban fiestas comenzaron a sonar para ordenar silencio.
Un día, su árbol fue talado. «Para abrir paso al progreso», dijeron. El río empezó a enturbiarse. Los cantos se volvieron susurros. Los pájaros comenzaron a marcharse. Y Alren, aún sin comprender del todo, sintió que algo se quebraba en su interior, una rama invisible que ya no volvería a crecer igual.
Entonces, un anciano del valle, al que todos llamaban Tuel, se sentó junto a él una tarde en que la lluvia caía con desgano, y le dijo:
—El mundo, pequeño Alren, no siempre es cruel por naturaleza. A veces se vuelve cruel cuando olvida escuchar. Cuando el poder tapa los oídos. Cuando la prisa entierra las raíces y se olvida de mirar atrás.
Tuel le entregó un pequeño saco de semillas negras como la noche y le dijo que eran hijas del árbol antiguo. Le habló de la memoria de la tierra, de cómo cada raíz contiene historias, y de cómo los silencios también deben ser contados. Le dijo que el dolor también podía sembrarse, si se hacía con cuidado, para que un día floreciera en algo más.
Alren, que ya no jugaba igual, decidió entonces cuidar lo poco que quedaba. Recogió semillas que el viento no había llevado, enseñó a otros lo que recordaba del valle antiguo, y narró historias a quienes aún querían oír. Plantó en secreto en las noches, escondido tras sombras que no lo traicionaban. Nunca recuperó su árbol, pero bajo su cuidado crecieron otros, distintos pero vivos.
Construyó pequeños jardines en los márgenes, donde nadie miraba. Escribió con piedras versos en la tierra húmeda. Inventó canciones tristes que solo los grillos cantaban con él. Su dolor se volvió parte de un lenguaje que no todos comprendían, pero que los árboles nuevos sí escuchaban. Cada brote era un susurro de resistencia, cada flor una pequeña venganza contra el olvido.
Y así, con el tiempo, su dolor se volvió savia. Una savia que nutría no solo raíces, sino también memorias. Una memoria viva, que susurraba en las hojas cuando soplaba el viento. Y cuando otros niños le preguntaban por qué sembraba en silencio, él respondía:
—Porque hay cosas que solo florecen si se riegan con lágrimas y paciencia.
Dirgo guardó silencio. La llama del hogar crujía suavemente, como si acompañara las últimas palabras. Ninguno de los niños dijo nada por un buen rato. Solo Dayla, con su voz suave como el eco del arroyo, preguntó:
—¿El árbol de Alren volvió a cantar?
Dirgo sonrió tristemente, mirando hacia el cielo estrellado.
—Tal vez no cantó igual, pero dio sombra. Y a veces, eso basta para empezar de nuevo.
Esa noche, los niños no discutieron ni jugaron más. Solo se quedaron mirando las estrellas desde la ventana abierta, como si esperaran que el viento, al menos por un instante, volviera a traer canciones.
Y en el silencio, el Robledal pareció respirar con ellos, como si recordara también lo que era perder y volver a crecer. Y en ese soplo compartido, todos comprendieron que el juego y el dolor no estaban tan lejos uno del otro, y que ambos eran parte del viento.
Capitulo 30: Alas de papel
La tarde se presentó con una quietud densa, como si el mundo entero hubiese sido envuelto en una cápsula de silencio suspendida en el tiempo. En el Robledal, cada hoja parecía contener el aliento, y el viento, habitual cómplice de juegos, susurros y pequeñas travesuras, brillaba por su ausencia. Las ramas, inmóviles, recordaban a estatuas de una era antigua. Incluso los pájaros parecían haberse olvidado de cantar. La humedad del aire confería al entorno una textura densa, casi ceremonial, como si la naturaleza misma aguardara una revelación aún no formulada. Los niños, desconcertados ante esta calma inusitada, comenzaron a deambular sin propósito, atrapados entre el tedio y la expectativa.
Heylan fue el primero en romper el silencio. Tumbado sobre la hierba, con los brazos abiertos y los ojos clavados en el cielo encapotado, dejó escapar un pensamiento apenas audible:
—Quisiera volar —dijo, casi en un susurro—. Elevarme tan alto que el mundo parezca apenas un recuerdo minúsculo.
Trost, con una piedra perfectamente equilibrada sobre la frente, respondió sin levantar la mirada:
—Desde allá arriba, incluso Grodiand parecería amable.
Ely, más lejos, con las manos entrelazadas y la mente absorta, formuló una pregunta que parecía provenir de una inquietud más profunda que el simple aburrimiento:
—¿Creen que aún existan juegos que no hayamos jugado?
Fue entonces cuando la voz de Dirgo emergió desde la penumbra del porche. No era una interrupción, sino una aparición medida, cargada de esa cadencia sabia y apacible que caracterizaba al anciano:
—¿Saben por qué el viento calla algunas tardes? —dijo, con la mirada fija en el horizonte—. Porque está escuchando. Espera que alguien tenga el valor de pronunciar un deseo auténtico.
Los niños lo miraron. Dirgo sostenía una taza humeante entre las manos, y en sus ojos se agolpaban recuerdos que solo él parecía capaz de comprender del todo. Se acomodó en su silla de madera y prosiguió, como si desenterrara un secreto:
—Cuando era niño, mis amigos y yo construíamos alas. Alas hechas de papel, cañas y trozos de tela vieja. No volábamos, claro. Pero por unos segundos, creíamos que podíamos hacerlo. Nos arrojábamos desde la colina más alta del valle, y cada zancada, cada salto, nos acercaba a la ilusión de surcar los cielos. El que llegaba más lejos tenía derecho a un deseo. Pero no cualquier deseo —agregó, alzando un dedo—. Debía ser uno tan liviano como el ala que lo transportaba.
Billy, fascinado, intervino con la impaciencia típica de un niño:
—¿Y funcionaban?
Dirgo asintió con lentitud.
—Algunos sí. Otros, quizá no. Pero todos quienes deseaban de verdad, de corazón limpio, sentían que algo cambiaba en el aire. Y si el ala cruzaba la línea de los sauces… entonces el Viento Antiguo podía escuchar. Y conceder.
La última palabra cayó como una piedra en un estanque. Los niños se miraron en silencio. Una energía nueva vibró en sus pechos. Como si una puerta invisible se hubiera entreabierto.
Sin que nadie lo propusiera, todos comenzaron a moverse. Lo que antes era un patio cubierto de herramientas olvidadas, telas viejas y restos de mimbre se transformó en un taller de invención. Ely encontró papel de arroz que aún conservaba del invierno pasado. Heylan desmanteló una vieja cesta y extrajo sus varillas de madera. Trost trajo pinceles y tintas secas. Amadeus trazó símbolos rúnicos en su armazón, convencido de que protegerían su vuelo. Dayla ofreció retazos de su capa roja, afirmando que estaban bendecidos por la luna. Billy, con su habitual entusiasmo, se enredó tantas veces en los hilos que terminó pareciendo un capullo de mariposa.
Cada niño diseñó sus alas con una intención distinta. Algunas eran grandes y torpes, otras pequeñas y elegantes. Había alas decoradas con estrellas, con figuras de bestias voladoras, con nubes, con lunas. Ely pintó una cara sonriente sobre su papel. Heylan optó por líneas precisas, como las de un halcón en picada. Dayla salpicó las suyas con escarcha, convencida de que el viento la tomaría por un copo de nieve errante.
El proceso duró toda la tarde. Había risas, tropiezos, intercambios de ideas y burlas amistosas. Se creó incluso una canción improvisada mientras trenzaban las alas, y Billy propuso que el ala ganadora tendría derecho a un deseo que los demás debían cumplir ese mismo día. Todos estuvieron de acuerdo.
Con el crepúsculo tiñendo el cielo de tonalidades miel, cobre y púrpura, los niños subieron la colina del Robledal. A lo lejos, se dibujaba la famosa línea de sauces que, según Dirgo, marcaba el umbral entre lo común y lo extraordinario.
Uno a uno, corrieron colina abajo con sus alas a cuestas. El papel crujía, las telas ondeaban, las risas estallaban. Algunos caían al segundo paso. Otros mantenían el equilibrio con una gracia inverosímil. Pero todos, sin excepción, sintieron que el suelo se alejaba por un instante. Volaban, no con el cuerpo, sino con la voluntad. Volaban contra la rutina, contra el olvido, contra la inevitable adultez que, aunque aún lejana, ya asomaba como una sombra silenciosa.
Finalmente, solo Ely quedaba en la cima. Pequeña, callada, cargaba su ala con una mezcla de esperanza y respeto. Cerró los ojos, respiró hondo, y corrió. En ese instante, el viento, hasta entonces dormido, volvió. Fue una brisa suave, como una caricia. El ala planeó, se deslizó con gracia y cruzó la línea de los sauces. Desapareció entre las ramas.
Todos contuvieron el aliento. Dirgo se puso de pie.
—Hoy —dijo—, el Viento Antiguo ha respondido.
Ely bajó con los ojos brillantes. Trost preguntó:
—¿Qué pediste?
Ella sonrió, tímida:
—Solo quería que mi ala volara. Y voló.
Dayla alzó una flor silvestre.
—Entonces mereces una corona.
Se pusieron a recolectar flores. Trenzaron tallos, unieron pétalos, tejieron musgo. La coronaron entre danzas, canciones improvisadas y juegos. Ely reía, envuelta en luces doradas del ocaso. Las estrellas, apenas visibles, titilaban como si aplaudieran en silencio.
El viento, esta vez, se quedó. El Robledal respiró con ellos. Cada rama crujió con dulzura. Cada hoja murmuró una historia. Y los niños, acurrucados junto al fuego más tarde, aún con las coronas sobre la cabeza, escucharon la última reflexión de Dirgo:
—Las alas de papel no están hechas para durar. Se rompen con la lluvia, se deshacen en manos impacientes. Pero lo que realmente importa no es cuántas veces se desgarran ni cuántas veces uno cae al intentar volar. Lo importante es la voluntad de seguir corriendo hacia el viento, de levantarse una y otra vez, y de creer que, con suficiente corazón, un día podrás tocar el cielo. Porque los sueños, igual que las alas, solo necesitan de tu empeño para alzarse. A veces, los vuelos más altos nacen del suelo más humilde. Y eso, niños míos, el viento nunca lo olvida.
Capítulo 31 – La noche en que el cielo habló
Era una noche sin luna. Los niños habían acampado cerca del lago con la intención de observar las estrellas, llevaban consigo mantas, pan dulce, una tetera oxidada y una linterna cuya luz apenas alcanzaba a vencer la oscuridad. Sin embargo, el cielo estaba completamente cubierto por una densa capa de nubes, como si el firmamento hubiera cerrado deliberadamente sus ojos a la tierra.
Heylan contemplaba el cielo, frunciendo el ceño con una mezcla de frustración e introspección. Trost, masticando una brizna de hierba, comentó: «Tal vez las estrellas se ocultan cuando el mundo está demasiado triste para mirarlas». Ninguno replicó. La frase flotó sobre ellos como un mantra. No sabían si era cierta, pero sí que parecía innegablemente real.
El silencio se volvió denso, envolvente. Mientras el grupo intentaba dormir, comenzaron a oír sonidos extraños. No eran insectos ni viento: eran voces, fragmentos de palabras arrastradas por el aire, como si la noche misma tratara de hablarles desde una distancia remota. Ely se cubrió hasta la nariz con la manta. Billy, desconcertado, preguntó si los árboles podían hablar. Amadeus, con los ojos aún cerrados, murmuró: «¿Y si el cielo no habla con palabras, sino con recuerdos?».
Fue entonces cuando apareció Dirgo. Nadie lo había visto acercarse, como si la noche lo hubiese traído consigo, envuelto en la niebla baja del lago. Su silueta emergió del bosque con la parsimonia de quien ha caminado siglos. Llevaba su bastón de raíz torcida y una manta sobre los hombros, donde colgaban restos de hojas secas y olor a tierra mojada.
—¿No hay estrellas esta noche? —preguntó, acercándose al fuego moribundo.
—Se escondieron —dijo Heylan, sin quitar la vista del cielo.
Dirgo asintió lentamente, como si aquella respuesta confirmara una vieja sospecha.
—Tal vez no se escondieron —murmuró él—. Tal vez nos están esperando para que aprendamos a mirar de otro modo.
Trost levantó la cabeza.
—¿De otro modo cómo?
Dirgo no respondió de inmediato. Sacó una piedra plana del bolsillo y la giró entre sus dedos.
—Con el corazón —dijo al fin—. Hay cosas que sólo se ven cuando uno deja de defender lo que cree y empieza a escuchar lo que no entiende.
Amadeus abrió un ojo.
—¿Es otra de tus historias?
Dirgo sonrió con cansancio.
—No. Es algo que ocurrió. O tal vez está ocurriendo todavía.
Se sentó en una piedra, cruzó las piernas con lentitud, y con voz grave, cargada de experiencia, comenzó a narrar:
Cuento del viejo Dirgo – El traidor del fin del mundo
En una era remota, más allá de los mapas conocidos, donde los nombres de los lugares se pierden en la bruma de lo olvidado, se libró una guerra ancestral. Fue un conflicto sin gloria, sin redención, sin héroes.
Cuatro reinos compartían un continente desgarrado: Drayal, Ekion, Marn y Silha. A lo largo de generaciones, cada reino alimentó la idea de que los demás eran abominaciones. No simples adversarios, sino amenazas existenciales. A los niños se les enseñaba que los forasteros eran bestias que devoraban carne humana, envenenaban los manantiales y profanaban las tumbas de los ancestros. Las palabras que se usaban para describirlos –»verdugos», «infrahumanos», «demonios»– cumplían una función específica: deshumanizar.
Kael, oriundo de Drayal, creció en ese contexto. Su mirada era impenetrable, su alma, una fortaleza clausurada. Desde su infancia había presenciado la destrucción de aldeas enteras, incluida la suya. Su madre murió en una incursión fronteriza. Su hermano mayor, cazado como presa. El odio se convirtió en su única brújula moral. Para Kael, los habitantes de Ekion no eran personas: eran errores de la naturaleza.
Con veinte años, se ofreció voluntariamente para una operación encubierta. El objetivo: infiltrarse en Ekion y detonar una carga explosiva bajo su ciudad capital. El medio: subterfugio y destrucción. No se esperaba que regresara. Y él no lo deseaba. No llevaba consigo esperanza, sino propósito.
Durante su travesía por las montañas, soportó el hambre, el frío y el cansancio, impulsado únicamente por el resentimiento. Pero al llegar a Ekion, lo que encontró fue desconcertante. No vio monstruos. Observó comerciantes regateando con risas, ancianos jugando a las cartas en las plazas, niños fabricando cometas con papel pintado. Vio un herrero llorar ante la cama de un hijo enfermo. Escuchó a una mujer entonar la misma canción que su madre solía cantarle antes de dormir.
Entonces su estructura narrativa interna comenzó a resquebrajarse. «¿Y si las historias que me enseñaron fueron distorsiones, narrativas interesadas para justificar el miedo?», se preguntaba. Pero su memoria insistía en mostrarle los cuerpos carbonizados, las miradas vacías de los que había perdido. Su rabia le susurraba: esto es una fachada.
En una posada donde se ocultaba, conoció a Lenar, un soldado de Ekion. Tenía una cicatriz que partía su mandíbula, pero sonreía con sinceridad. Ignorando la identidad de Kael, le ofreció pan y conversación. Durante una charla nocturna, dijo:
—Quizá nacimos en el lado equivocado del muro… aunque creo que el muro más alto está en la mente.
Kael no respondió. Pero esa noche, por primera vez en años, no pudo dormir. Lenar le habló de su hermana, de los días en que dudó de empuñar un arma, de su sueño de criar zorros en una granja alejada del conflicto. Palabras simples. Emociones compartidas.
Días más tarde, Kael alcanzó su objetivo: un conjunto de túneles que conducían a las reservas de pólvora bajo el palacio real. La mecha estaba lista. Todo el plan dependía de una chispa. Pero en medio de esa oscuridad, rodeado por ecos de sus propios pasos, titubeó. Recordó las melodías, los rostros, los gestos humanos.
Y no lo hizo.
Escapó, dejando atrás no solo la carga explosiva, sino también una parte de sí mismo. Fue capturado en la frontera por soldados de Drayal. No lo interrogaron. No escucharon. Lo declararon traidor, lo escupieron y encerraron en una celda sin ventanas, símbolo de su exilio interior.
Durante su reclusión, Kael escribió. No con la esperanza de ser leído, sino como quien necesita ordenar su conciencia. Su carta sobrevivió. Circuló en secreto. Muchos la destruyeron, otros la escondieron como un evangelio no oficial.
«No hay buenos ni malos. Solo individuos heridos, instrumentalizados por sistemas que lucran con el miedo. Nos enseñaron a odiar antes de enseñarnos a comprender. No soy un traidor: simplemente vi al enemigo llorar, y su llanto sonó igual que el mío. La guerra no comienza con espadas, sino con mentiras.»
Algunos reinos, con el tiempo, firmaron treguas. Otros perpetuaron el conflicto. Pero cada vez que una nueva generación marchaba al frente, alguien encontraba la carta. Y al leerla, el silencio se hacía profundo. A veces se leía entera. Otras, solo una línea era susurrada como un conjuro:
«El rostro del enemigo… es también el nuestro.»
Dirgo terminó su relato. Nadie pronunció palabra. El viento se había detenido. El cielo seguía encapotado, pero la oscuridad ya no parecía tan opresiva. Trost observaba el lago. Ely sostenía la linterna apagada. Heylan reflexionaba sobre cuántas veces había juzgado sin comprender.
Billy, medio dormido, murmuró:
—Creo que el cielo habló… solo que aun no entiendo lo que dijo.
Dirgo apagó la lámpara y concluyó:
—Quizá nos recordó que todavía podemos aprender a escuchar. Y que, a menudo, el enemigo más difícil de reconocer… es el que llevamos dentro.
Capítulo 32 – El hombre que despertó al fin del mundo
Fue una noche extraña. No porque lloviera ni porque hiciera frío, sino porque todo, de pronto, pareció detenerse. Los seis niños estaban acostados en semicírculo, cerca del lago, y Dirgo ya se encontraba con ellos, sentado junto al fuego. Como siempre, nadie lo había visto llegar, y sin embargo, su presencia ya era parte del paisaje. Su manta olía a madera vieja, a musgo y a siglos. Su bastón, más que apoyo, parecía un vestigio de un árbol que aún soñaba con la tierra.
Ely fue la primera en incorporarse. Luego Heylan, que había estado soñando con una piedra que no sabía si flotaba o se hundía. Trost miró a su alrededor con la boca entreabierta. No se escuchaba viento. No cantaban los insectos. Incluso el fuego, que antes crepitaba débilmente, parecía haberse detenido, como si dudara de su propio propósito. El aire tenía un espesor antiguo, como si el mundo estuviera conteniendo la grespiración.
Trost lanzó una piedrecilla al lago. Pero no cayó. Se quedó suspendida en el aire, como atrapada en un pensamiento inacabado. Ely se frotó los ojos. Billy tomó la mano de Amadeus sin decir nada.
—¿Está soñando el mundo? —preguntó Heylan, sin parpadear.
Dirgo no se movió. Tenía los ojos entrecerrados, como si escuchara algo lejano. Como si el eco de una verdad olvidada murmurara desde las raíces del bosque.
—O tal vez —dijo—, por fin está despierto. Les contaré de aquel que lo hizo dormir.
Cuento del viejo Dirgo – El hombre que despertó al fin del mundo
Hubo una vez un hombre que creía estar despierto mientras todos los demás dormían. Era un andariego, un filósofo sin discípulos, un testigo sin tribunal. No tenía nombre fijo, pues decía que los nombres eran ficciones. A cada ciudad que llegaba, repetía la misma idea con una convicción dolorosa:
—Nada de esto es real. Ustedes no son más que ecos. Reflejos que fingen tener alma. Yo soy el único despierto en este sueño ajeno.
No lo decía con desprecio, sino con una pena antigua, una herida sin nombre. No sentía odio: sentía aislamiento, como si hubiera sido condenado a una consciencia sin vínculo. Como si su percepción fuera una celda invisible.
La gente al principio lo escuchaba con curiosidad. Algunos le ofrecían pan duro o una manta. Otros lo evitaban. Pero con el tiempo, incluso los más compasivos se volvieron sordos a su voz. Él ya no era un visitante: era un ruido persistente en el fondo de la existencia. Ya no lo miraban. Ya no le respondían. Era invisible. Y eso, más que la soledad, fue lo que quebró algo dentro de él.
Una mañana sin aurora, mientras caminaba solo por un campo desolado donde los pájaros habían olvidado cantar, sintió algo distinto. No era vacío: era la suspensión absoluta. No había sonido. No había viento. Las nubes estaban detenidas en el cielo, como si esperaran permiso para llover. Los árboles, inmóviles, parecían fingir ser esculturas. Los relojes habían dejado de contar. Hasta su sombra se había desvanecido.
Pensó: “El mundo me ha dado la razón. Al fin todo ha dejado de fingir”.
Pero lo que no supo ver es que el mundo no se había detenido por él. Había dejado de girar por sí mismo. Estaba exhausto. No de existir, sino de ser ignorado. El mundo —ese ser inmenso, vivo, que respira entre las montañas y gime bajo los ríos— había callado. Y al hacerlo, detuvo su pulso.
Durante un tiempo sin medida, el hombre vagó entre escenas detenidas. Flores congeladas en su instante de florecer. Personas estáticas, como estatuas que no sabían que lo eran. Una vela que no consumía su cera. Nadie lo miraba. Nadie hablaba. Nadie lo juzgaba. Por primera vez, era incuestionable. Absoluto.
Y, por primera vez, sintió miedo.
Hasta que, en medio de un campo de espigas que no se mecían, vio una figura avanzar. Era una niña. Caminaba sin prisa, sin inquietud, sin duda. Sus pies dejaban huella. Su cabello danzaba en el aire inmóvil. Y al verlo, le sonrió.
—¿Eres parte de mi sueño? —preguntó él, la voz más débil que nunca.
Ella lo miró, no con compasión, sino con reconocimiento. Como quien por fin encuentra una pieza extraviada de su propio rompecabezas.
—Tú eres parte de lo que olvidé. Pero ya no.
—¿Qué… qué significa esto? ¿Dónde estamos?
—En el borde entre lo que niegas y lo que te niega. Entre lo que existe y lo que niegas que exista para protegerte. Este mundo no dejó de girar por ti. Lo hizo porque todos dejaron de escucharlo. Porque cada uno hablaba solo para sí, convencido de ser el único que siente. Nadie preguntaba si había algo más allá de sus certezas.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
Ella extendió su mano. No era suave. Era firme. Como una raíz que busca sostener el suelo cuando todo se tambalea.
—Acepta que no eres único. Que los otros no son sombras. Que cada rostro que ves encierra un universo. Que pensar que solo tú existes no te hace libre, sino prisionero de una celda sin ventanas.
El hombre dudó. Toda su vida había girado en torno a una sola idea. Pero esa mano… esa mirada… ese instante… no podían haber sido inventados. No por él. No por su soledad.
Y al tomarla, algo se quebró. No afuera. Adentro. Una grieta mínima, pero definitiva. Como una fisura en el hielo que anticipa el deshielo de un lago entero.
Entonces el viento volvió. Primero apenas un susurro. Luego una respiración completa. Las hojas se mecieron. El cielo volvió a moverse. Las sombras regresaron. Y en ellas, vida.
Y el hombre, por primera vez, despertó dentro del mundo.
Cuando Dirgo terminó su relato, la piedra de Trost cayó al agua con un plop
redondo y exacto. Ely soltó el aliento que había estado reteniendo. Amadeus encendió la linterna solo para ver su luz temblar de nuevo. Billy murmuró:
—¿Y si todos somos reales… pero a veces nos olvidamos?
Dirgo cerró los ojos por un momento. Luego asintió lentamente, como si repitiera un gesto aprendido tras muchas eras.
—Esa es la verdadera ilusión. Olvidar que cada mirada que cruza la nuestra lleva consigo una historia, un mundo entero que no entendemos pero que existe, y que merece ser escuchado. El problema no es que vivamos dentro de nuestros pensamientos, sino que hemos cerrado las puertas a los pensamientos de los demás. Nos protegemos tanto con certezas, que olvidamos el valor de la duda. La empatía nace en ese umbral: cuando aceptamos que el otro no es un decorado de nuestro viaje, sino un viajero también.
Heylan susurró:
—El mundo nunca dejó de girar. Solo esperaba que alguien lo escuchara.
Dirgo agregó, en voz baja:
—Y cuando por fin lo hacemos, no solo despertamos al mundo… nos despertamos unos a otros. Y entonces, vivir ya no es solo respirar, sino también comprender.
Y esa noche, mientras el cielo comenzaba a despejarse y una estrella tímida asomaba entre las nubes, todos guardaron silencio. No por miedo. Sino porque, por un instante, comprendieron que escuchar al mundo también significa dejarse transformar por él. Que el silencio no siempre es ausencia: a veces, es el lenguaje de lo profundo. El silencio ya no era vacío, sino presencia compartida. Y en esa presencia… el mundo parecía escuchar también.
Capítulo 33 – El monstruo de la isla Nef
Robledal no era un lugar para escándalos. Las paredes de piedra, los campos abiertos, el cielo ancho como un suspiro: todo allí parecía conspirar a favor de la calma. Pero esa mañana, los seis niños idearon una operación secreta. Amadeus había sido castigado por su madre por salir de noche sin permiso y condenado a pasar tres días encerrado en casa. Él no se quejó, pero sus amigos no iban a dejarlo solo.
—No podemos dejar a Amadeus preso —dijo Ely con solemnidad.
—¡Somos una unidad! —añadió Trost con dramatismo.
—Una sola fuga, una sola sombra —recitó Heylan, como si fuera un juramento.
Con cuerdas, una linterna y un plan cuidadosamente improvisado, esperaron hasta el mediodía, cuando la madre de Amadeus se distrajo con los vendedores del mercado. Ely tocó a la ventana con un silbido en clave. Billy lo ayudó a trepar por el cobertizo y Dayla hizo guardia en la esquina. En menos de siete minutos, Amadeus estaba fuera. Libre. Riéndose.
Por la tarde, cuando ya no había forma de ocultar lo ocurrido y su madre había cruzado los brazos con resignación. Dirgo los miraba en silencio.
Por la tarde, cuando los ánimos se calmaron y las amenazas de castigo eterno se convirtieron en gruñidos dispersos, los seis niños estaban otra vez alrededor del fuego. Dirgo los miraba en silencio.
—¿Fue divertido? —preguntó sin reproche.
—Mucho —dijeron casi todos a la vez, aunque bajando la mirada.
—Entonces es momento de un cuento. Uno que habla de orgullo, risa… y monstruos que no siempre se dejan matar.
Cuento del viejo Dirgo – El monstruo de la isla Nef
Existió una isla que nadie visitaba dos veces. Nef era su nombre, aunque en los mapas se la marcaba con una equis y un margen de error. Desde las costas del continente, se la veía como una mancha oscura sobre el mar, rodeada siempre de neblina. Las leyendas hablaban de un monstruo dormido en su corazón: enorme, antiguo, hecho de piedra, marea y rugido.
Un día, el comandante Draz —joven entonces, con la espalda recta y la voz cargada de gloria— decidió que esa isla debía pertenecer a su reino. Que el monstruo debía caer. Que el mundo tenía que recordar su nombre.
Reunió a su ejército: cien hombres, valientes, leales, armados hasta los dientes. Partieron en barcos de guerra, bajo estandartes rojos. Cuando llegaron a Nef, no encontraron resistencia. El viento no hablaba. Los árboles no se mecían. Las piedras parecían mirar sin ojos.
Durante tres días buscaron al monstruo. Encontraron cavernas, ruinas, ecos. Nada más. Algunos empezaron a dudar. Pero Draz no. Él no temía lo que no podía ver.
—Si está escondido, es porque teme enfrentarnos —dijo.
La noche del cuarto día, mientras el campamento dormía, algo se arrastró fuera del mar. No tenía forma fija. Era como una masa de oscuridad líquida, con brazos que parecían surgir del suelo mismo. No gritaba. No rugía. Solo estaba allí. Observando.
Los soldados despertaron tarde. Algunos murieron sin ver al enemigo. Otros huyeron entre árboles que ya no estaban donde debían. Draz, sin embargo, no corrió. Se plantó frente a la criatura con su lanza alzada.
—¡Vengo a matarte! ¡A liberar esta isla!
Pero el monstruo no respondió. Solo se acercó. Cuando lo tocó, no fue como ser herido, sino como ser inundado. Los recuerdos de Draz estallaron en su mente: batallas olvidadas, decisiones que había callado, rostros que había borrado. No era un monstruo, no exactamente. Era algo más antiguo que el miedo. Era memoria.
Draz gritó. No de dolor, sino de comprensión. Cayó de rodillas. Y la criatura se hundió otra vez en la tierra, dejando tras de sí solo silencio.
Solo unos pocos hombres regresaron. Draz nunca volvió a pisar un campo de batalla. Se dice que su cabello se volvió blanco esa noche. Y que, desde entonces, hablaba con voz baja y escribía cartas que nunca enviaba.
—¿Entonces el monstruo lo perdonó? —preguntó Dayla, con los ojos grandes.
—No fue cuestión de perdón —respondió Dirgo—. Fue cuestión de verdad. Algunos monstruos no quieren devorarte. Quieren que te mires en ellos. Y eso, niños… es mucho más difícil.
Esa noche, nadie pidió otro cuento. Nadie hizo más bromas. Solo el viento, soplando entre los árboles de Robledal, pareció reírse muy, muy despacio.
Capítulo 34 – El cuento sin nombre
Esa tarde, la neblina descendió con una delicadeza ominosa sobre Robledal, impregnando el aire de una densidad húmeda que parecía arrastrar memorias ocultas en sus partículas. El cielo adoptó un tono grisáceo, no de tormenta, sino de melancolía suspendida, como si las nubes portaran pensamientos que nadie se atrevía a formular. Los árboles, más que crujir, musitaban viejos secretos en lenguajes olvidados. Los seis niños no sabían por qué, pero algo en ese ambiente convocaba sus pasos hacia el centro del claro donde el fuego del viejo Dirgo ardía inmutable.
Dirgo ya estaba allí. Su figura, envuelta en la misma manta que parecía más un símbolo que un abrigo, irradiaba una quietud que contrastaba con el bullicio interior de los niños. Avivaba el fuego con una rama que emitía chispas sin quemarse, como si estuviera alimentada por una combustión de memorias en vez de materia. Al verlos llegar, no articuló palabra alguna; bastó un gesto leve con la cabeza y la gravedad de su mirada para señalar que era el momento adecuado. Como si, una vez más, el tiempo girara en torno a su voluntad.
—¿Hoy nos contarás algo real? —preguntó Billy con cierta seriedad, como quien sabe que la ficción a veces oculta más verdad que los hechos.
Dirgo arqueó una ceja, no en sorpresa sino como quien recibe una pregunta que se ha hecho demasiadas veces.
—Todos los cuentos son reales —dijo—. Lo que ocurre es que algunos aún no han encontrado el lugar exacto del mundo donde les corresponde suceder.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino reverencial. Ely abrazó sus rodillas, Heylan y Dayla se sentaron uno junto al otro, Trost lanzó una piedra al fuego que fue absorbida sin escándalo, y Amadeus bajó la vista, como quien anticipa un eco dentro de sí mismo.
Entonces Dirgo habló.
Cuento del viejo Dirgo – (Sin nombre)
En un territorio cuya geografía era alterada por el lenguaje de sus cielos —un lado teñido perpetuamente de carmesí crepuscular y otro bañado de un azul tan profundo como la pérdida—, vivía una niña con un don extraordinariamente inusual: la capacidad de comunicarse con aquello que había sido fracturado. No se limitaba a objetos tangibles como jarras astilladas o vidrios rotos, sino que su interlocución se extendía a árboles heridos por tormentas, puentes erosionados por el peso del olvido, e incluso promesas rotas, atrapadas en los intersticios del tiempo.
No tenía el poder de restaurar. Su don no era el de la reparación, sino el de la escucha absoluta. Su habilidad residía en habitar la fractura sin juzgarla, en nombrar la herida sin exigir su cierre. En tiempos donde todos pretendían olvidar, ella recordaba en voz ajena.
La comunidad, asustada por su presencia, la tildó de maldita. No porque hiciera daño, sino porque desestabilizaba la ilusión de estabilidad. Su mera presencia parecía intensificar los ecos silenciados de cada casa que pisaba. Las vigas crujían con un tono distinto, las grietas se hacían visibles, los secretos se estremecían.
Ella recorría su mundo en silencio, con un cuaderno colgado del cuello como único confidente. Allí registraba lo que oía: murmullos deshilachados, canciones interrumpidas por muertes antiguas, confesiones que nunca encontraron un oído. Nadie sabía el propósito exacto de aquel archivo errático. Algunos sospechaban que lo hacía por voluntad de una entidad más antigua que el dolor. Otros, que buscaba una sola voz que el mundo había olvidado.
Un día, sin aviso ni causa clara, una torre ancestral colapsó en medio de la ciudad. No hubo guerra, ni desastre, ni venganza. Simplemente cayó. Como si los cimientos se hubieran rendido ante una verdad que ya no podían sostener. Hubo muertos. Hubo caos. Pero, sobre todo, hubo silencio. Un silencio que dolía.
Entonces ella apareció. No con la urgencia del salvador ni el heroísmo del mártir, sino con la calma de quien sabe que el duelo debe primero escucharse antes de intentar ser nombrado. Caminó entre ruinas sin desviar la mirada. Se sentó en medio del polvo y permaneció allí durante tres días y tres noches, escuchando no a los sobrevivientes, sino a los vestigios. A los clavos, a los muros, a los escombros que aún vibraban con los gritos de los ausentes.
Al cuarto día, cuando el sol traspasó por fin la bruma, habló. No en su voz, sino en muchas. Su relato fue un tejido de fragmentos, de tiempos discontinuos, de heridas abiertas que, por fin, eran reconocidas. No narraba una historia lineal. Era más bien un palimpsesto de la memoria. Las palabras parecían emerger de cada grieta que había registrado. Hablaban de rupturas esenciales: de abandonos, de traiciones nunca reconocidas, de esperanzas que murieron calladas.
Los vivos lloraron. No de tristeza, sino de reconocimiento. Y quienes ya no estaban parecieron hacerse presentes en el temblor del viento.
Cuando concluyó, no hubo aplausos ni alaridos. Solo una pausa. Una especie de exhalación del mundo. Y una calma que no era olvido, sino comprensión.
La niña dejó su cuaderno en el centro de la plaza. Nadie se atrevió a abrirlo. Nadie supo a dónde fue después. Pero con los años, cuando alguien perdía algo irrecuperable, se susurraba que quizá ella lo había registrado. Y que algún día, si se sabía escuchar, esa pérdida tendría voz otra vez.
Los niños permanecieron callados. El fuego había menguado, como si supiera que su trabajo esa noche no era alumbrar sino custodiar. Afuera, la bruma seguía descendiendo, no como amenaza sino como cobija.
—¿Cómo se llama ese cuento? —preguntó Dayla, con voz apenas audible.
—No tiene nombre —respondió Dirgo con un gesto casi imperceptible de ternura.
—Yo lo llamaría La niña de los fragmentos —dijo Ely, con tono resuelto.
—Me parece más justo La que escucha lo roto —aportó Heylan, sin apartar la vista del fuego.
—La voz de lo que duele —musitó Amadeus, como quien reconoce una herida en sí mismo.
—La ciudad que habló, suena extraño, pero me deja pensando —dijo Trost, absorto.
—¿Y si simplemente se llama… ¿Después? —propuso Billy, mirando hacia el cielo encapotado.
Dirgo no aprobó ni descartó ninguno. Sonrió. Sabía que, como la niña del cuento, hay historias cuya esencia no cabe en un nombre. Hay relatos que existen solo cuando alguien decide escucharlos.
Y esa noche, por primera vez, los niños durmieron sin necesidad de más preguntas. Porque a veces, el silencio también es una forma de saber.
Capítulo 35 – El umbral de los pasos
El clima había cambiado. La bruma de los días pasados cedió finalmente a un viento seco que barría las hojas viejas del sendero y dejaba en el aire un aroma terroso, a transición, a páginas que están por volverse. El cielo parecía más alto esa tarde en Robledal, como si los años lo hubieran estirado, y las sombras caían con una nitidez que asustaba un poco a los árboles. Todo tenía un contorno más firme, como si el mundo, cansado de su blandura infantil, hubiera decidido endurecerse apenas.
Los niños no jugaban esa tarde. Había una quietud en sus cuerpos, una pausa larga que no venía del aburrimiento, sino de algo más denso. Ely y Dayla estaban sentados contra la cerca del viejo molino, compartiendo el silencio como si fuera un idioma aprendido recientemente. Billy caminaba en círculos con un palo, trazando líneas en el suelo que el viento borraba con crueldad precisa. Trost, callado, observaba a las aves migratorias que cruzaban el cielo con rumbo desconocido, como si en ellas buscara una explicación para algo que sentía. Heylan hojeaba un libro sin realmente leerlo, atrapado en una página que no cambiaba. Amadeus parecía molesto consigo mismo, con algo invisible e irrenunciable que no sabía nombrar.
Cuando finalmente decidieron acercarse al fuego de Dirgo, lo hicieron en silencio. No con la energía dispersa de los días anteriores, sino con la gravedad de quien intuye que está por escuchar algo que no podrá olvidar. La caminata fue lenta, casi ceremonial. Ninguno de ellos lo sabía, pero algo en ellos ya estaba cambiando.
Dirgo no hizo preguntas. Los miró uno por uno, como si leyera en sus miradas las grietas nuevas que se abrían. Luego extendió una rama al fuego, que chisporroteó con un color más pálido que de costumbre.
—Hoy no tengo una historia para entretenerlos —dijo, sin levantar mucho la voz—. Tengo un relato que escuché cuando aún no era viejo. Un cuento que, tal vez, solo sirve una vez en la vida. Y cada quien decide cuándo esa vez ocurre.
Cuento del viejo Dirgo – El que dejó de ser niño
Existió, en tiempos no fechados por los libros ni por las crónicas de los imperios, un pueblo sin relojes. Allí, la gente vivía por el pulso del sol, por los latidos de la luna, por la duración de una sombra en el campo. Nadie hablaba de edades, ni de fechas. Se sabía que uno era niño hasta que, una noche cualquiera, el corazón comenzaba a latir de otra forma. No era enfermedad, ni temor. Era un cambio silencioso. Un ritmo nuevo. Un susurro interior que, sin pedir permiso, decía con claridad: ya está.
Cuando eso ocurría, la persona debía partir. No por castigo, ni por ritual. Era una ley no escrita, más antigua que cualquier mandato: al llegar ese día, uno debía abandonar la aldea al amanecer y adentrarse en el sendero que cruzaba los árboles altos y lentos. Nadie despedía al que se iba. Nadie lloraba. No porque no hubiera amor, sino porque partir era lo natural, lo inevitable, lo correcto.
Un muchacho llamado Iren se resistió. Él amaba el río donde pescaban ranas con los pies, los juegos con piedras mágicas, las noches de cuentos junto al fuego. Cuando sintió ese susurro extraño en el pecho, lo ignoró. Fingió durante días. Luego semanas. Pero algo comenzó a pasar. Los juegos dejaron de tener gracia. El agua del río le pareció más fría. Las voces de sus amigos más distantes. El mundo, sin violencia, se le volvía ajeno. Como si la infancia, esa casa cálida y absurda, ya no lo reconociera como suyo.
Entonces se fue. No con valentía, sino con rabia. Con esa tristeza áspera que no se llora porque no tiene forma. El sendero era largo y cambiaba a medida que lo recorría. Cruzó bosques con árboles cuyas raíces susurraban nombres olvidados, montañas cuyos ecos no devolvían lo dicho. En el trayecto se cruzó con otros. Jóvenes como él. Ninguno hablaba mucho. Caminaban con la mirada abierta y el corazón apretado. Todos llevaban ese brillo nuevo en los ojos: no era esperanza. Era comprensión.
Al final del camino, después de días incontables, había una llanura silenciosa. Y en su centro, un espejo. Pero no era un espejo común. Tenía la forma de un estanque, pero su superficie no temblaba con el viento. Mostraba una figura en movimiento constante. A veces reflejaba a Iren niño. Otras veces, a un viejo de ojos cansados. En algunos momentos, no reflejaba nada. Quien lo miraba demasiado tiempo, comenzaba a ver partes de sí que no sabía que existían. Algunos caían de rodillas. Otros reían. Iren, simplemente, respiró hondo.
Cuando dio el primer paso después de eso, algo en él se quebró. Y, al mismo tiempo, algo se armó de nuevo. No era una transformación violenta, sino una recomposición inevitable. Como una estatua que ha sido golpeada para mostrar la escultura verdadera que siempre llevó dentro. Ya no era el mismo. Pero no porque hubiera cambiado, sino porque ahora sabía que no podía volver. No como era. No del mismo modo.
Desde entonces, cada paso que daba sonaba diferente. Como si el suelo respondiera con otra voz. Como si el mundo reconociera en él algo que antes no estaba.
Esa noche, el fuego no crujía como siempre. Era un fuego más contenido. Más bajo. Como si también recordara algo. Ninguno de los niños dijo palabra. No porque no entendieran, sino porque entendían demasiado. Lo que habían escuchado no era un cuento. Era un espejo.
—¿Iren volvió a su aldea? —preguntó Ely finalmente, rompiendo el silencio con un hilo de voz.
Dirgo lo miró por un instante que pareció muy largo, como si su respuesta ya estuviera escrita en las estrellas.
—Nadie vuelve —dijo con suavidad—. Pero a veces, uno puede volver a mirar las cosas con ojos distintos. Y eso… a veces basta.
Ely asintió, sin palabras. Amadeus se levantó y miró el cielo, como si buscara el reflejo de aquel espejo lejano. Dayla cerró los ojos. Heylan acarició el lomo del libro que había ignorado toda la tarde. Trost se abrazó a sus rodillas. Billy recogió su palo del suelo y lo partió en dos.
La adultez no llegaba con una edad. No llegaba con una cicatriz, ni con un error. A veces llegaba con un cuento. A veces con una mirada distinta. Y esa noche, los pasos que dieron de regreso a casa sonaron, por primera vez, un poco más hondos. Más ciertos. Como si cada uno hubiera dejado una parte de sí misma en la llanura de aquel espejo, aun sin haber estado allí.
Capítulo 36 – El final del sueño
La mañana en Robledal emergió con una vitalidad casi mítica, como si el mundo hubiese sido renovado durante la noche en una ceremonia secreta. El cielo se abría con una nitidez azul imposible, atravesado por nubes altas que parecían flotar sin propósito, apenas rociadas por la dorada textura solar. El aire tenía esa densidad crujiente que acompaña a los umbrales: algo estaba por concluir, algo más, por comenzar. Los seis niños —Heylan, Billy, Amadeus, Ely, Dailan y Trost— despertaron en sus respectivas casas con un impulso compartido, como si una corriente invisible de energía juguetona los hubiera convocado.
Billy fue quien propuso la travesura. Había escuchado en casa del viejo pastor Albrik que la antigua campana del granero —una reliquia de bronce reservada para el equinoccio— dormía bajo un manto de polvo y olvido. Según la lógica elusiva de los niños, hacerla sonar prematuramente sería una forma de invocar la fiesta antes de su tiempo, una especie de conjuro con sonido. Sus amigos, fieles a la causa del juego como si se tratase de un sacramento, aceptaron sin más.
El operativo, diseñado en el instante con la precisión improvisada de los conspiradores adolescentes, fue ejecutado con la torpeza brillante de quien cree que todo está permitido. Se deslizaron entre bueyes adormilados, esquivaron a un perro más curioso que hostil, y treparon montículos de grano mientras reían con una mezcla de adrenalina y triunfo. La campana, suspendida del techo como un ídolo olvidado, resonó con un bramido ancestral que pareció sacudir las piedras mismas de Robledal. El eco viajó por los campos, se enroscó en las chimeneas y alcanzó la torre del campanario con un rumor de leyenda.
La consecuencia fue inmediata: Albrik se presentó furioso, bastón en mano; el alcalde, tras una breve risa de asombro, adoptó su papel de juez con tono ceremonioso; algunas ancianas se escandalizaron con teatralidad. Pero en el fondo, todos sabían —todos sabían— que eran esos seis. Nadie más podía convertir una mañana común en anécdota.
Al atardecer, cuando la luz se volvió líquida y dorada, los niños regresaron al claro del bosque, donde Dirgo los aguardaba. El anciano no expresó ni juicio ni reproche. Su mirada, sin embargo, era distinta: había en ella una profundidad extraña, una especie de premonición. Los recibió en silencio, y los seis se sentaron como tantas veces antes, formando el círculo ritual en torno al fuego.
Dirgo removió con su vara las brasas incandescentes, provocando un leve estallido de chispas que parecían luciérnagas fugaces.
—Esta noche —dijo— les contaré un relato que solo se narra una vez, y no siempre a los mismos oídos.
Cuento del viejo Dirgo – El niño que tejía la noche
Había una aldea —olvidada de los mapas, no por error, sino por sabiduría— en la que la noche caía cada día a la misma hora, con una regularidad inmutable. En esa aldea vivía un niño que, contra toda lógica, se negaba a dormir. No por miedo, ni por ansiedad, sino por una convicción profunda: sentía que, al cerrar los ojos, el mundo desaparecía. Como si el sueño fuera una forma menor de muerte.
Movido por ese presentimiento ontológico, el niño aprendió a tejer la noche. Recolectaba hilos de sombra en los márgenes del crepúsculo, los entrelazaba con melodías recogidas del viento y fijaba cada estrella con precisión ritual, como si fueran gemas cosidas en un tapiz cósmico. Sus noches eran obras de arte. Algunas densas como terciopelo; otras, sutiles como encaje suspendido sobre el silencio. Unas portaban sueños dulces como leche tibia; otras, recuerdos ajenos que regresaban con la textura del agua.
Y aunque nadie sabía quién era el autor de aquellas noches transformadas, todos dormían mejor. Como si el universo, al menos por unas horas, estuviese en mejores manos.
Hasta que una noche, mientras tejía, descubrió una fisura. Un agujero en el tejido. Por él se colaban voces, imágenes, murmullos de un idioma anterior al lenguaje. Intentó sellarlo. Hizo nudos, mezcló sombra con luz, imploró al viento. Pero nada. La grieta se expandía, como si reclamara su derecho a existir. Y el niño, entonces, comprendió: no era un defecto. Era una salida.
Y sin decir adiós, sin temor, se dejó absorber por aquella brecha.
Cayó. Suavemente. Como quien entra en una canción que concluye en un acorde menor. Y despertó en otro mundo. Allí, los días eran extensos, los rostros distintos, y nadie —nadie— recordaba que alguna vez hubo un niño que tejía la noche. Pero en sus dedos quedaba un residuo de hilo oscuro. Y sobre sus hombros, el perfume casi imperceptible de las estrellas.
El fuego, aún encendido, parecía ahora distinto. Su luz no era ya materia de calor sino de revelación. Los seis niños lo contemplaban en silencio, inmóviles. Como si sus almas, por un instante, hubieran cruzado el umbral del cuento.
Entonces, Dirgo giró lentamente la cabeza hacia Heylan. Su voz, cuando habló, no pertenecía del todo a este mundo:
—Despierta, Heylan.
Y todo se detuvo. El crujido del fuego cesó. Las hojas dejaron de moverse. El aire quedó en suspenso, como si el tiempo mismo se hubiera replegado sobre sí.
Heylan abrió los ojos.
Ya no estaba en Robledal.
Se hallaba en el interior de una tienda de campaña. Las paredes de lona áspera estaban tensadas por cuerdas gruesas, el suelo era tierra apisonada, y el ambiente olía a polvo, cuero y ceniza reciente. Afuera, aún dominaba la penumbra previa al amanecer. Se oían pasos apresurados, voces que hablaban con urgencia.
Frente a él, Vihyne, una mujer joven marcada por el viaje y la espera. Su rostro tenía la seriedad de quien no olvida. Lo observaba, tocándole el hombro con gesto firme.
—Despierta —repitió—. Ya casi sale el sol. Debemos seguir a Tharn Gonn.
Heylan se incorporó con lentitud. Su cuerpo se sentía ajeno, como si apenas hubiera regresado de una distancia demasiado antigua. Miró alrededor. Algo en él sabía que acababa de dejar algo irrecuperable. No un lugar, sino una dimensión.
No dijo nada. Pero al mirar sus manos, percibió —o creyó percibir— un hilo oscuro, fino, entre sus dedos.
Y entonces, el día comenzó.
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