Hace unos años —o tal vez una década, o dos, ¿quién podría asegurarlo?—, de tanto ruido acumulado en los pliegues del alma y tantos datos metidos a la fuerza en las paredes porosas de mi cerebro de abordo, mi memoria se desplomó con la elegancia con que el viento desarma un castillo de naipes. Y tras ese derrumbe llegó el silencio, el más puro, el más desmemoriado de todos los silencios: el de los recuerdos muertos. Me di cuenta, —tarde y sin solución—, que los recuerdos muertos formaron nuevos fantasmas que ahora pueblan mi vida.

Habitaba entonces una estancia mínima, tan minúscula que uno debía pensar con cuidado para no empujar las ideas contra los bordes del techo. Me quedé quieto, atento, escuchando. Pero nada. Ni siquiera las paredes, que durante años me habían hablado en voz baja como abuelas dormidas, me ofrecían ya su susurro de oxígeno. Después me despojé de esa idea, pues si no tenía recuerdos, como podría saber que las paredes de antaño me hablaron.

—Siempre creí —me dije con el tono de los que narran fábulas a sus espaldas— que los sitios donde uno vive conservan la respiración de quienes los han habitado… Pero después de unos minutos de mirarme sin verme, de oírme sin escucharme, entendí que me estaba inventando un pasado. Uno más dócil, más cómodo, un pasado que no me contradijera. Un pasado nuevo, a la medida de mi presente. Una artesanía de la incongruencia, como si pudiera construirse el cubo perfecto de una incoherencia exacta —sin recordar jamás cómo era ese cubo, ni qué era lo que debía contener.

Me senté en la cama, blanda como la memoria que pierde los recuerdos, y supe entonces que aún me quedaban algunos reflejos de mí mismo. Por ejemplo, ese pensamiento tan elemental de que “las camas son para el descanso”.

Entonces comencé a escribirme. A grabarme. A registrar con torpeza las ideas nuevas que me llegaban como manotazos de filósofos. Anoté, por ejemplo: “Cuando te miras en el espejo, ves un clon de tu figura. Pero, aunque sea idéntica, no eres tú. Porque no somos solamente la figura: somos la distorsión que el espejo no capta.”

Y así se fue llenando mi base de datos interior: con galimatías, contradicciones, intuiciones que eran verdaderas y falsas al mismo tiempo. Y así, con ese zumbido de incoherencias entre los oídos, llegué al día de hoy.

Estoy en un apartamento sin vista al mar. La única ventana, mira a un muro y, más allá, un jardín que no se deja ver del todo. Y, sin embargo, al oler el aire, supe que allí había flores, y tierra mojada. Y me lo dije con ternura:
—Es el olor a tierra mojada, y eso… ¿Eso es más importante que saber quién soy?

Fue en ese instante —de chifladura lúcida, de inconsciencia plenamente asumida— cuando decidí refugiarme en mí mismo. Convertirme en una conciencia que flota dentro de su propia ignorancia como un barco sin puerto. Ser, simplemente, un ser de dudas. Un hombre que no sabe lo que fue, ni lo que es, pero que puede sospechar lo que podría llegar a ser, si las dudas no lo aplastan antes con una piedra que caiga desde el techo de Dios.

Y ahora lo recuerdo. Lo recuerdo todo y nada. La bala era de goma. Yo era un actor. Y antes de volverme apariencia, ya no era nadie.

Por eso escribo, en mi memoria biológica, con tinta hecha de olvido:

Soy nada.
Y, sin embargo, existo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS