Casi a los cuarenta, contemplo mi reflejo
en el cristal del tiempo.
Con la luz de invierno en los ojos,
las cicatrices que eran heridas
se convierten en mapas de sueños.
He aprendido a escuchar las voces del silencio:
cada línea en mi piel escribe una historia,
cada grieta florece en sabiduría.
El corazón late con un pulso nuevo,
un ritmo maduro y sincero
que duerme con mi verdad.
Las contradicciones se enredan en mi alma
como raíces de un árbol antiguo,
fuerte y quebradizo a la vez.
Aprendo que la belleza habita
en la piel de las imperfecciones,
en la tinta desordenada de mis días.
Soy pintura que acaricia la brisa:
cada pincelada es mi memoria.
El pasado es un lienzo partido,
pero mañana es una acuarela suave
donde puedo dibujar nuevos deseos.
No busco la línea exacta del pasado
sino el pulso vibrante del ahora.
Miro hacia adentro con ojos de poeta,
y siento que me reinvento
como el sol reescribiendo el horizonte
con versos de fuego y calma.
A los cuarenta ya no tiembla la ilusión:
mi voz es más audaz,
mi abrazo más profundo.
Los años me visten de rojo y de oro
y me permiten florecer cada día,
silenciosa y entera,
creciendo en mi propio tiempo.
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