INDICE

 

Capítulo 1 Rumbo a Francia

Capítulo 2 Una noche en París

Capítulo 3 Visitando castillos con Germain

Capítulo 4 La Costa Azul: Entre el mar y la montaña

Capítulo 5 La escuela y mi casera

Capítulo 6 Arte, historia y pasos perdidos

Capítulo 7 El rastro del bisabuelo

Capítulo 8. Últimos paisajes, últimos suspiros

Capítulo 9 Volver con alas

Epílogo


PRÓLOGO


Viajé a Francia porque quería estudiar el idioma y conocer el país de mis antepasados. No partí buscando escribir un libro, ni investigar mi origen. Sin embargo, mientras hacía planes sobre un mapa, un nombre atraía constantemente mi mirada: Barcelonnette, el lugar de dónde vino mi abuelo francés. Así empezó una inquietud sutil por conocer mi herencia del otro lado del mar.
Como una raíz que empuja hacia abajo pidiendo crecer, así era mi impulso por saber cuál era el legado de la sangre, si es que había alguno, de mi bisabuelo francés. Él cruzó el océano para comenzar una nueva vida en México… y de pronto, algo dentro de mí quiso hacer el camino inverso.

Este libro es el resultado de ese viaje.
Aunque visité muchos lugares que estaban en mi camino, no pretende ser una guía turística, ni tampoco una investigación genealógica. Es la crónica sencilla, íntima y colorida, de una travesía sin itinerario, hecha de trenes y silencios, de papeles viejos y emociones nuevas, de tumbas y paisajes, de mapas y encuentros improbables, de tropiezos y hallazgos.

Es un diario, sin fechas estrictas, de un recorrido con desviaciones espontáneas, pero con huellas claras. Es el testimonio de una mujer que viajó por Francia buscando el rastro de su bisabuelo francés y se encontró a sí misma.

Capítulo 1: RUMBO A FRANCIA

Nunca imaginé que me tocaría estar del otro lado de lo que tantas veces viví al despedirme de mis hijos cuando viajaban solos. Con los ojos nublados por las lágrimas veía su figura alejarse rumbo a la aventura, a descubrir el mundo. Ahora eran ellos quienes me veían partir, con ternura manifestada como preocupación. Y yo, con un nudo en la garganta y tratando de controlar las lágrimas, les dije :
—No se preocupen, me voy a cuidar.

¿Quién lo hubiera dicho? Un viaje de tres meses, sola, sin itinerario programado, ni más plan que recorrer la Costa Azul e ir a Barcelonnette, una región en los Alpes, buscando las huellas de mi bisabuelo francés.

Lo poco que sabía de él me intrigaba. Sin duda era un joven intrépido que dejó su pueblo natal para viajar muy lejos, hasta México en búsqueda de mejores condiciones de vida. Era el año 1889 cuando mi bisabuelo Theophile Ricaud se despidió del Valle del Ubaye, sin saber entonces que nunca más volvería. Toda su descendencia vive aquí en México y yo, su bisnieta, llegué hasta donde él vivió los primeros 24 años de su vida a tocar a la puerta del pasado y me encontré con el único pariente que aún vive en esa región.

Allá iba yo, hasta el otro lado del Atlántico, sin conocer Francia y sin saber hablar el idioma. Después de ser cuidadora de todos, como madre y como esposa, esta vez, iba a cuidarme a mi solamente.
O al menos, esa era la idea, pero el arranque no fue nada tranquilizador. Mientras mis hijos me daban los últimos consejos —“Cuida tu pasaporte, no pierdas el celular, mantente alerta”—, metí la mano en la bolsa y sentí el hueco. El teléfono, no estaba.
Vaciar la bolsa no sirvió de nada, salvo para aumentar el pánico. Fer y Javi intentaban tranquilizarme:
—Piensa con calma, ¿lo dejaste en la casa?
Recordé que lo había usado en el coche. Javier salió corriendo, y cuando volvió con el teléfono en la mano, sentí que me volvía el alma al cuerpo. A ellos no creo que tanto.

Así, con el corazón medio acelerado, empezó mi viaje. Si hubieran sabido en ese momento que dos semanas después, en Niza, me robarían el teléfono, no sé qué habrían hecho.

Capítulo 2: UNA NOCHE EN PARÍS

Tenía solo unas horas en París. Una noche apenas. Y dos opciones: dormirme temprano en el hotel cercano al aeropuerto donde tenía reservación, para salir a Niza a las 7AM o tomar el tren y luego el metro, hasta el corazón de la ciudad. ¿Ir o no ir?

Desde la ventana veía las luces titilantes de la ciudad que parecía tan cerca y tan lejana al mismo tiempo. Allá estaban los tejados, los puentes, los sueños… pero también el cansancio, el miedo a perderme, la incomodidad de aventurarme sola.

Eran las 9 de la noche, viernes. Apenas empezaba el viaje y no me veía saliendo a explorar de noche, aunque fuera la famosa ciudad luz. Me inclinaba por quedarme guardada, tal vez prender la tele, dormirme temprano…
Pero estaba en París. ¿Cómo no salir?

La voz de mi hijo Javier sonaba todavía en mis oídos:
—“Es el inicio de la aventura. Tiene que ser simbólico, mami, Imagínate caminando por los Champs Élysées”, me dijo. Y sí, me imaginaba… pero también me imaginaba perdida, tratando de volver al hotel sin saber cómo.

Al final, más por orgullo, por no arrepentirme después y por hacerle caso a Javier, me lancé.

Llegué a la zona de Châtelet, sin rumbo muy claro. Crucé el Sena, y entonces, de pronto, estaba frente a Notre Dame. Iluminada, silenciosa, majestuosa. Me quedé ahí, sin prisa, como si el tiempo se hubiera detenido para que yo pudiera asimilar que estaba realmente en París.

Caminé a lo largo del río, mirando los puentes antiguos, que muestran con orgullo la pátina que muchos siglos de presencia les ha dejado. Me dejé hipnotizar por el murmullo del agua, y luego una melodía me jaló como por arte de magia hacia un pequeño restaurante. Una banda de rock tocaba música setentera y entré, atraída por esa vibra desenfadada y familiar.
Pedí una copa de vino. Me senté. Respiré.

Platiqué con un chico tejano que volvía a casa después de vivir en Tailandia. Él, al final de su aventura, yo apenas comenzaba la mía.
Y pensé: ¿qué más podía pedir?

Capítulo 3: VISITANDO CASTILLOS CON GERMAIN

Si alguien me lo hubiera contado, habría pensado que exageraba. Pero los viajes tienen ese raro poder: te sacan del guión de siempre y te hacen actuar en escenas que nunca imaginaste protagonizar.
Así fue como, de pronto, me vi recorriendo los castillos del Valle del Loira con un hombre de 85 años, llamado Germain, que manejaba como si aún tuviera 30, pero 30 desbocados… y con quien apenas me entendía a través de señas.

Yo quería visitar esa región y Germain —papá de mi casera en Niza— accedió a recibirme en su casa en Château-Renault, un pequeño pueblo encantador.

Pronto descubrí que, además de ser medio sordo, Germain no hablaba ni una palabra fuera del francés. Y yo, por mi parte, tardaba media hora en construir una frase que al final sonaba tan torpe que Germain solo me miraba con una interrogación en la cara y cejas levantadas. Pero así funcionó nuestra extraña sociedad de viaje.

Gracias a Monsieur Hubert —como le decían con respeto sus vecinos—, conocí una Francia que no aparece en los folletos turísticos: la vida sencilla en la campagne, la cocina sin microondas, la tablet empolvada que Germain ya no sabía encender, y la camaradería sin palabras.

Durante el día recorrimos carreteras onduladas entre campos verdes y castillos encantados. A veces nos perdíamos gracias a un GPS de la prehistoria que apenas podía yo leer con los lentes puestos, pero lo tomábamos con humor: cuando equivocamos el rumbo, desandar el camino era parte del recorrido.

En una de esas, nos detuvo un policía por exceso de velocidad. Y ahí estaba yo, sentada al lado de un hombre octogenario, en medio de la campiña francesa, pensando que aquello debía ser un sueño. Un sueño del que iba a despertar en mi departamento del piso 11 en la Ciudad de México, con los maullidos de Martina —mi gata— pidiendo su desayuno.

Él había enviudado tres años antes. Vivía solo en una casa antigua, con techos altos y cuatro recámaras. Dormía abajo porque le costaba subir escaleras. Cocinaba a la antigua y aún conservaba fotos, flores secas, y muñecas de porcelana que hablaban de una esposa que ya no estaba, pero que seguía habitando cada rincón.

El día que partí, lo dejé en el andén de la estación de Saint Pierre, en Tours. El tren arrancó y él —despistado como siempre— volteaba a otro lado. No me vio despedirme con la mano.
La noche anterior le había escrito un correo, traducido al francés, para agradecerle su hospitalidad. Al día siguiente, se lo mostré en su email, que apenas sabía abrir. Lo leyó con atención, sonrió, y al terminar, me dio un abrazo torpe pero cálido que me hizo tragar saliva.

De regreso a Niza, con el paisaje desfilando tras la ventana del tren, lo imaginé de nuevo en su casa, solo, entre recuerdos, escuchando cada media hora el tic-tac del reloj. Pensé en Ivette, su compañera por 60 años. En los silencios que dejó su ausencia. Y en el comentario que Germain me hizo al despedirnos:
—Ahora tengo nuevos recuerdos… gracias a ti, mi amiga mexicana.
Lo repitió dos veces para que entendiera. Y otra vez, se me hizo un nudo en la garganta.

Au revoir, Germain.

Capítulo 4: LA COSTA AZUL

Entre perfumes y callejones

Volver a Niza después de la experiencia con Germain fue como aterrizar suavemente en una película completamente distinta. Del verde campirano y el ritmo pausado del Loira, pasé al azul resplandeciente del Mediterráneo, al bullicio cosmopolita, a las terrazas llenas de turistas y al aire salado que sopla entre palmeras.

Mi llegada a Niza fue tranquila, sin contratiempos, pero con esa mezcla de emociones que trae el regreso a un sitio que ya empieza a sentirse familiar. Ahí estaba otra vez, en la ciudad que elegí porque quería ver el Mediterráneo y ubicarme cerca del área de Los Alpes donde se encuentran Barcelonnette y el Valle del Ubaye. Ese era el destino final siguiendo el rastro de mi bisabuelo francés. Para encontrar la huella de su paso, debía adentrarme en este mundo distinto.

Ahora, después de recorrer castillos y carreteras perdidas en La Loire, de comunicarme casi a señas en un ambiente desconocido, después de abrazos con sabor a despedida, yo me sentía distinta. Una versión de mí un poquito más valiente, más libre, sobre todo, más suelta en el mundo.

Tocaba ahora que estaba de nuevo en Niza, entregarme a la Costa Azul, esa franja encantada entre el mar y las montañas, donde los colores parecen más intensos y las historias flotan en el aire con aroma a sal y jazmín.

Niza está hecha de plazas, playas, parques, hoteles y casinos, pero también tiene otra cara, la de la Vieux Nice, el casco antiguo con callejuelas animadas y muros que guardan secretos. Por las noches, si caminas sin rumbo, no te sorprendería ver a una doncella con cofia cerrando los visillos de su ventana, o a un tabernero barrigón y de sonrisa chimuela, con un delantal, saliendo a ver si llega algún cliente rezagado a tomarse una cerveza.

Con mi pase de tren en mano, mi primera visita fue a Antibes, donde el museo Picasso me esperaba encaramado frente al mar, en el antiguo Palacio Grimaldi. Desde ahí, podía ver las olas que bañan las piedras del acantilado, mientras el viento envolvía las esculturas en un abrazo airoso.

Caminando por las calles, entre turistas de cruceros recién llegados y gente de todos los idiomas, me topé con una mujer anciana. Su expresión captó mi atención de inmediato. Estaba sentada en una banca, absolutamente ajena al bullicio. Su mirada se perdía entre la multitud, con ese gesto ambiguo que puede ser de hastío o de sabiduría. Me parecía una testigo del tiempo, una presencia que ya ha visto demasiado y ahora simplemente ve al vacío.

Después vino Eze, un pueblo colgado del cielo. Subí por sus callejuelas empedradas y descubrí personajes que parecían sacados de un cuento: una adivinadora con cuarzos mágicos, un zapatero con alma de poeta y un pintor de lengua pastosa, Jean Garnier, quien me ofreció una copa de vino —de las que se veía que ya llevaba varias— y me platicó sobre su vida artística. No entendí mucho, pero su entusiasmo era sin duda contagioso.

En lo más alto del pueblo, al atardecer, unas figuras femeninas esculpidas en “polvo de estrellas” despedían una luz que no parecía de este mundo. Me fui de ahí en silencio, impresionada por la vista y la luminosidad, como si hubiera pasado por un lugar sagrado.

En Cannes, el glamour me abrumó un poco. El Festival era un torbellino de cámaras, gente bien vestida, fans buscando boletos con carteles en mano y colas infinitas para acceder a funciones que probablemente ni alcanzaron. Yo no necesitaba entrar. Me bastó ver el tinglado armado alrededor del séptimo arte y sentir que, de algún modo, todos éramos parte de la misma película: compartíamos el gusto inefable de sentarnos en la oscuridad frente a una pantalla gigante para dejarnos llevar y sumergirnos en otros mundos, otras realidades.

Y entonces me caí.
Fue en Mónaco, justo afuera del Casino de Monte Carlo, donde los autos de lujo desfilan como modelos de pasarela. Iba caminando tranquilamente entre turistas, cuando ¡pum!, al suelo, como de sentón. Me levanté de inmediato, sacudiéndome el polvo y el ego. Varias personas se acercaron a ver si estaba bien. Yo sonreía como si nada. Pero con el tobillo torcido y el codo dolorido, solo me faltaba la cereza en el pastel: una señora española lo resumió con brutal claridad:
—Es que se ha caído de culo.
No sabía si reír o llorar. Así es viajar sola.

Villefranche-sur-Mer fue un bálsamo. Un pueblito que parece flotar sobre una bahía tranquila. Ahí conocí a Mme Feraud, una mujer mayor que caminaba con su bastón cargando una bolsa de pan. Me contó que su perrito se llama Blas, como su difunto esposo. Y que desde que él murió, su rutina no ha cambiado: cada mañana compra un pain au chocolat, el favorito de su marido, y se lo lleva caliente al Blas canino, como antes lo hacía con el Blas humano. Una costumbre bastante excéntrica, pensé, pero al fin, una forma de recordar a su compañero.

La visita a Grasse fue por recomendación de mi hijo Javier que le gustan mucho los perfumes. Recorrí la perfumería Fragonard como si caminara por un laboratorio mágico: flores, maderas, esencias, alambiques, fragancias. Todo se mezcla ahí para crear lo invisible que marca recuerdos. Y pensé en la memoria de los olores, en cómo algo tan sutil puede regresarnos al pasado en un segundo.

Después vino Saint Paul de Vence, donde el arte y la fe se tocan. Ahí, Matisse diseñó una capilla entera por amor y por devoción. Al entrar, la luz lo inunda todo a través de los vitrales con un diseño geométrico uniforme en azul y blanco. Entendí por qué el artista dijo: “Creo en Dios cuando estoy trabajando”. La capilla es sencilla, blanca, sin ornamentos. Su grandiosidad está en el espacio místico que se produce en su interior .

En La Napoule, tomé una cerveza frente al castillo que lleva ese nombre. Imaginé la vida de Henry Clews Jr., artista americano que lo convirtió en su hogar junto al mar, con playa privada y un jardín lleno de esculturas. Todo un cuento de hadas real. Ahí sentada, adormecida por el brillo del sol en el mar, bebía una cerveza e imaginaba una historia de la que yo formaba parte.

Un domingo nublado, me levanté temprano y salí de madrugada hacia la estación para tomar el tren para ir a Cassis, un pequeño puerto a más de dos horas de distancia. Llegué justo cuando salía un yate turístico con un grupo de italianos a hacer una travesía por los llamados calanques, esos cañones rocosos que se sumergen en el azul del Mediterráneo. Mientras el sol salía, tímido entre las nubes recorrimos las famosas calanques son como esculturas gigantes de roca, modeladas por el tiempo y el mar, que me hicieron pensar en los secretos ocultos guardaría la tierra a lo largo de su formación.

Cuando bajé del yate, caminé por el puerto, con el viejo castillo vigilando desde lo alto y un faro que parecía guiñar el ojo,

La Costa Azul se me quedó pegada en la piel, en la mirada, en el alma. El mayor gozo para mí, no depende del lujo de los yates y los castillos, ni de ir a los hoteles o restaurantes más caros. Está en las historias de cada lugar, en la belleza de su entorno natural, o en sus calles, en la magnificencia de su arquitectura y del arte creados por el hombre.

Las conversaciones inesperadas, el encuentro con personajes excéntricos, hasta una caída graciosa, y dejar volar la imaginación ante esculturas que brillan con polvo de estrellas, son los recuerdos más memorables de mi viaje.

Mi visita a Cassis fue el último de mis recorridos como turista a lo largo de la Costa Azul. La fase de mi viaje como estudiante de francés estaba por terminar y como exploradora de mis raíces comenzaría antes de lo previsto.

Capítulo 5: LA ESCUELA Y MI CASERA

Lecciones de lengua y vida

Como aprender un baile nuevo, sin pisar la rayita, y al mismo tiempo, cantar en un tono más alto que el tuyo, una melodía desconocida, así es estudiar francés.

Exprimes las neuronas para recordar las palabras —que sí las sabes, pero se te van— mientras buscas la conjugación correcta del verbo, y además fuerzas los sonidos guturales y nasales de una fonética imposible.
Y luego, te enteras de que muchas palabras llevan más letras de las que se pronuncian. ¡¿Entonces para qué tantas letras mudas?! Total, un merequetengue, como diría mi comadre.

Y justo cuando te animas a decir una frase con cierto aplomo, si no haces bien las liaisons —los enlaces entre palabras— nadie te entiende. Mon Dieu! ¡C’est très difficile!

Mi grupo en la escuela de francés tenía un promedio de edad de 20 años. Las únicas que salíamos del rango por mucho éramos una compañera de Australia y yo: las abuelas, y por supuesto, las más aplicadas. La memoria tal vez ya no ayuda tanto, pero las ganas, sobran. Además, a estas alturas, ya no me da pena preguntar, opinar o hablar aunque sea a trompicones. Algo bueno habría de venir con las canas.

Fui a la escuela tres horas y media diarias, muy placenteras, durante un mes. Al frente estaba Priscila, una maestra con vocación, talento y pasión. No paraba un minuto: escribía, preguntaba, gesticulaba, actuaba y jugaba. Nació en el campo, en otra región de Francia, y aunque llevaba diez años en Niza, aún extrañaba el paisaje y la tranquilidad de su tierra natal.

Y he aquí que, como en tiempos de secundaria, volví a tener amigas de escuela: hacíamos la tarea juntas y comíamos helados a la salida. Janeen, una australiana de mi edad, soltera y sin hijos, quería darle un giro a su vida y mudarse definitivamente a Francia. Extrovertida, atenta, divertida, sabía gozar cada momento. Julia, sueca de 20 años, vivía con sus papás cerca de Estocolmo. Cantaba en un coro, trabajaba y estudiaba. Tenía una sonrisa dulce y una madurez que parecía venir de vidas pasadas. Nos llamaba a Janeen y a mí, “las golden ladies”.

Y yo, la mexicana que dejó familia, trabajo y rutina en la escapada más grande de su vida, para aprender francés, recorrer la Costa Azul y encontrar la tierra de sus antepasados. Tres vidas, tres historias, unidas por la coincidencia de ser viajeras solitarias.

Madame Borgeaud

Otra mujer solitaria, Magui, mi casera, se convirtió en mi maestra personal de francés. Me corregía con paciencia, repetía frases y me animaba

Madame Marguerite Borgeaud es una mujer singular. Debe estar cerca de los 90 años de edad, es viuda, vive sola y renta dos cuartos de su casa a estudiantes. A cualquier hora del día, yo sabía perfectamente que estaba haciendo Magui porque su rutina diaria es inalterable, solo sale dos veces por semana a jugar bridge y el resto del tiempo lo pasa en su casa silenciosa, donde los días transcurren sin novedad.

El pronóstico del tiempo era la especialidad de Madame B y todas las noches me daba el reporte para el día siguiente.

Los domingos eran días de jardinería, la ocupación que más disfruta. Tiene flores, un limonero, un naranjo y hierbas aromáticas como perejil, albahaca, hierbabuena, romero y otras más de las que ya no recuerda el nombre, pero no importa porque sabe utilizarlas.

Así, de repente Magui llega con unas hojas y me las da para ponérselas a lo que estoy cocinando, y yo de repente le ayudo un poco en la jardinería, asombrada de que a pesar de su escasa vista, sabe perfectamente dónde cortar, dónde arrancar y dónde poner las vitaminas en la tierra.

Mis andanzas la entusiasman tanto como a mí y todos los días me hace alguna recomendación. Pero mi mayor asombro ha sido que sabe de memoria algunos versos del personaje teatral Cyrano de Bergerac, el poeta y pensador francés conocido por su rebeldía y por su gran nariz. Ella recitaba de memoria un fragmento de la llamada “diatriba de la nariz, con unos versos geniales.

Magui ha leído a Carlos Ruiz Safón y dice que nunca olvidará La Sombra del Viento. Yo le creo, porque sospecho que ha estado en el «cementerio de los libros olvidados», y ha rescatado muchos que recordará siempre.

Y esta plática, como muchas otras, terminó con ella diciendo, “¡C’est la vie!”, y yo contestando muy filosóficamente también, “Oui, ¡c’est la vie!

Capítulo 6: ARTE, HISTORIA Y HUELLAS

Después de seis horas de recorrido —entre trenes, autobuses y muchas caminatas— llegué finalmente a mi destino: Les Baux-de-Provence, un pueblo medieval enclavado en un cerro, considerado uno de los más bellos de Francia. Y sí, valió cada paso.

Antes de llegar tuve que correr tras un autobús que casi pierdo… y con la prisa, lo tomé en la dirección contraria. Cuando me di cuenta, el corazón se me subió a la garganta y entré en shock. Yo tenía que ir a Arles, y en lugar de eso, me dirigía de regreso a Avignon, donde había estado. Pues me puse en pausa, tomé una respiración profunda para calmar la ansiedad y le pedí al chofer que me bajara en la siguiente parada. Me dejó en Saint Rémy, resignada, riéndome ya de la situación y me ofreció recogerme cuando viniera de vuelta sin cobrarme de nuevo. A veces, perderse también es llegar.

En Saint Rémy, caminé por el centro buscando el museo de Van Gogh, que vivió allí un tiempo. Me senté en una terraza con un espresso, y dos franceses vecinos de mesa, me hicieron plática. No podían creer que viajaba sola, había llegado ahí por equivocación y que estuviera tan tranquila.

Pero fue en Les Baux donde el tiempo se detuvo. Deambulé por sus calles empedradas como quien entra en un sueño antiguo. Las tiendas cerraban, los turistas se iban, y el pueblo quedaba en silencio, habitado solo por las sombras de sus murallas y el viento entre ruinas.
Imaginé a los señores de Les Baux, que habitaron el castillo, como fantasmas nobles caminando en la noche, celosos de sus secretos. Y a mí, una forastera que trataba de descubrirlos.

Arles: piedras que hablan

Arles me recibió con el río Ródano atravesando su centro como un espejo largo y paciente. Hay algo magnético en las ciudades fluviales: la luz reflejada en el agua, el fluir del aga que contrasta con la solidez de la piedra, el tiempo que parece pasar más lento.

Julio César fundó esta ciudad, con su milenario anfiteatro que se alza aún como centinela sobre los tejados de la ciudad, donde se celebran corridas y espectáculos. El foro del antiguo teatro romano aún vibra con voces modernas.

Y siglos más tarde, llegó a Arles otro hombre, con barba roja y alma atormentada: Vincent Van Gogh. Aquí pintó sus girasoles, vibrantes o marchitos, como espejo de sus estados de ánimo y vivió en la famosa “Casa Amarilla”, convertida en un museo que lo honra con sus colores y sus demonios.

Arles es eso: un puente entre piedra, agua y arte. Un lugar donde me sentí envuelta en una bruma sin tiempo como si los siglos me abrazaran y me llevaran a otra dimensión.

Carcassonne, un eco más allá de la Provenza

Viendo el mapa de mi ruta de tren, vi que paraba en un lugar que se veía más o menos cercano a Carcassonne. Así que, como ya era costumbre, me lancé sin pensarlo demasiado.
Así llegué a la ciudad medieval más imponente que he visto. Carcassonne, con su muralla galorromana, sus torres puntiagudas y su aire de leyenda, parecía un escenario cinematográfico. Caminar entre sus calles empedradas, imaginar los asedios, las cruzadas, y la persecución contra la secta cristiana de los llamados Cátaros, fue como entrar a una película. No lo pensé solo como metáfora: ahí se filmaron escenas de Robin Hood, con Kevin Costner, y otras tantas películas de época. Pero lo que vi en Carcassonne no fue cine. Fue un cóctel de historia, fantasía y arquitectura que me dejó embriagada de emoción.

Capítulo 7: EL RASTRO

El camino a Barcelonnette

Llegó la hora de seguir el rastro de mi bisabuelo francés. Esta fase de exploración de mis raíces fue en realidad, la única parte de mi viaje planeada y preparada con anticipación.

Todo comenzó con un nombre: Théophile Ricaud. Un nombre que hasta un poco antes no me decía mucho, pero que empezó a sonar dentro de mí como un eco lejano, como un hilo invisible que me llamaba desde otro siglo, desde otra tierra, que despertó las raíces olvidadas.

Antes de iniciar el viaje, no tenía más que la versión pública de la oleada de migrantes que partieron de Barcelonnette a México en el siglo 19 entre los que venía mi bisabuelo Théophile.

El pueblo de esencia alpina, originalmente identificado como la pequeña «Barcelona de la Provenza» después adoptó con orgullo el apodo de “La capital de México en Francia.”

También sabía que la plaza del pueblo se llama Valle de Bravo, debido a que esta población mexicana y Barcelonnette fueron declaradas ciudades hermanas.

Fue hasta que ya estaba en Niza, cuando encontré una pista en internet, en una página de genealogía francesa. Mandé un correo con poca esperanza de obtener alguna respuesta, y voilá… el universo hizo lo suyo. Me contestó Xavier Gastinel, un primo lejanísimo —novena generación, según él me dijo— y me envió no solo el contacto de un pariente mío que vive en Barcelonnette, sino también una fotografía antigua de Théophile y una transcripción de su acta de nacimiento.

Yo no podía creer mi suerte. Ahí estaba mi bisabuelo. Un joven con mirada decidida, nacido en los Alpes franceses y destinado, sin saberlo, a que una bisnieta mexicana fuera hasta su pueblo natal, Uvernet en el valle de Barcelonnette, ni más ni menos, que ciento treinta años después.

Xavier Gastinel, quien es un apasionado de la Genealogía, también me envió la foto de la casa en Uvernet donde vivió la familia, ahora convertida en el Albergue de. Chambor. Miré con detenimiento esa imagen del lugar donde Théophile anunció a sus padres la decisión de irse al otro lado del Atlántico en busca de fortuna. Tal vez lo hizo una noche, después de cenar. Tal vez con alguno de sus hermanos presentes. Tal vez con nervios y un poco de miedo.

Lo cierto es que partió desde ese rincón del valle del Ubaye hacia México, sin saber que allá se casaría con Heléné Rothiot y nacería su primer hijo, mi abuelo Roberto, en 1891. Sin saber que 130 años después una bisnieta mexicana haría el viaje inverso.

Si Théophile no hubiera tomado esa decisión, yo no hubiera hecho este viaje que él me heredó.

Mi trayecto hacia Barcelonnette estuvo lleno de pequeñas pruebas que parecían puestas por el universo para recordarme que estaba en camino hacia algo importante.

Para empezar, me quedé encerrada en el baño de un tren hasta que alguien entró y me ayudó a abrir la puerta. No había tren hasta Barcelonnette, la última estación era en Valence y ahí tenía el tiempo justo para hacer la conexión con el último autobús del día que iba hacia mi destino en Los Alpes.

Afortunadamente, otro ángel apareció en mil camino, Fidel, un mexicano adorable que manejaba el autobús que me llevó a Barcelonnette. Le conté mi historia y no sé si fue la empatía, la curiosidad o su generosa naturaleza, pero se ofreció a llevarme en coche al día siguiente, al pueblo de Uvernet, donde vive un tío lejano a quien yo iba a conocer.

Fidel fue más que mi chofer improvisado. Me invitó a su casa, cocinó tacos de chuleta con frijoles y salsa picosita, y me ofreció una cerveza corona helada que, en ese momento, me supo a patria. Después de dieciséis años en Francia, él también extrañaba México. Ese lazo invisible que nos une a la tierra de origen no se rompe. Solo cambia de idioma.

Así comenzó mi visita a Barcelonnette, en el centro de un valle rodeado por las cumbres nevadas de los Alpes y bañado por el río Ubaye, que serpentea tranquilo entre parajes vestidos de todos los tonos de verde. Este era el paisaje que muchas generaciones de Ricaud, antes de la mía, veían todos los días, y hasta la fecha, allá sigue un tío abuelo que conocí al día siguiente.

El hallazgo

Después de mi experiencia, me atrevo a decir que Barcelonnette me recibió como un viejo familiar, que no me conocía pero que ya me quería; me recibió con un silencio de esos que ponen en puntos suspensivos los pensamientos y la vida.

Fui afortunada por recorrer el valle casi completo, a bordo de un viejo Mercedes Benz, que era la fascinación de mi nuevo amigo Fidel. Me llevó por los distintos pueblos hasta llegar a Uvernet. Ahí era la cita con el tío, sobrino nieto de Théophile.

El intenso día en Barcelonnette, empezó con el hallazgo de la tumba de uno de los cuatro hermanos de mi bisabuelo, Clémente Ricaud, en un pequeño cementerio abandonado, junto a la iglesia de Uvernet, en su pueblo natal de 600 habitantes. El corazón me dio un brinco. La emoción fue como si hubiera visto al mismo bisabuelo en persona, una mezcla de alegría por haber alcanzado la meta y de añoranza indefinida que me hizo llorar.

Antes había varias lápidas, en el cementerio de Barcelonnette, con apellidos Ricaud que apenas se alcanzaban a leer. Muchos nombres, muchos hilos entrelazados en un tejido ancestral de generaciones pasadas.

Y finalmente, el encuentro con Lucién Gastinel y su esposa Françoise, mis parientes franceses. Nos recibieron con calidez, sacaron una botella para brindar con un aperitif ¡a las once de la mañana! y desempolvaron un álbum con fotos viejas. Entre ellas había una imagen de una mujer de expresión severa. Era Eloide Virginie, hermana de mi bisabuelo y abuela de este tío recién encontrado. Todos reímos viendo el gesto adusto de la mujer. Mis atentos y entusiastas anfitriones tenían un enorme árbol genealógico hecho a mano sobre cartulina. Ahí estábamos, conectados en tinta, papel… y ahora, en vida.

La conversación fue un caos delicioso. Yo entendía a medias, Fidel traducía a cuentagotas, Françoise aclaraba lo que podía y Lucién —que claramente no tenía paciencia para los árboles familiares— solo decía:
—La genealogía no es lo mío.
Pero él recordaba vagamente a aquel pariente que se fue a México y nunca volvió.

Y ahí estaba yo, una bisnieta mexicana tocando a la puerta del pasado.

Despedida con eco

Al salir de la casa de los Gastinel, respiré hondo. Sentí el aire puro de la montaña, ese mismo que respiraba Théophile cada mañana antes de decidir marcharse. Miré el valle, los pinos, el río… y me sentí agradecida .

Gracias por partir. Gracias por atreverte. Gracias por dejar raíces nuevas al otro lado del mar. Gracias bisabuelo por este viaje heredado que me permitió ver con mis propios ojos de dónde vengo.

Capítulo 9: ÚLTIMOS PAISAJES, ÚLTIMOS SUSPIROS

A lo largo de mi recorrido, aprendí que ningún mapa, ninguna foto, ninguna nota de archivo puede transmitir lo que sentí al estar ahí, parada en la tierra por la que caminaron mis ancestros, mirando los paisajes que veían ellos todos los días, en medio de un silencio que se escucha, que viene de muy atrás, desde hace generaciones y que de pronto… te reconoce.

Debido a una huelga de trenes, tuve que volver de Barcelonnette por una ruta más lenta, en un tranvía de dos vagones, luego en autobús, por caminos serpenteantes al borde de precipicios, entre montañas que cambiaban de color. Y me pareció perfecto. Como si el viaje se negara a terminar sin mostrarme su rostro más salvaje y hermoso.

Ahora sí, el viaje estaba completo. Y yo, lista para volver a casa, con más conciencia, con algunos lazos ya tejidos, con el alma llena.

Niza otra vez

Regresar a Niza después de mi encuentro en Los Alpes, fue como cerrar un libro y quedarte unos minutos con la mirada perdida, saboreando lo leído y los pensamientos en las nubes sobre las montañas tardan en aterrizar al presente.

Tocaba despedirme de Niza y tuve que volver a mi constante caminar por sus calles para conectar de nuevo con esa ciudad de alma italiana. No solo en sus edificios de tonos cálidos y persianas verdes, también en su cocina —donde abundan los restaurantes de pasta y pizza que no le piden nada al país vecino— y en su acento, el francés se vuelve más cantado, con una cadencia casi musical.

Extrañaré las caminatas por la avenida principal de Niza, entre ríos de gente y el tranvía que va y viene, las tiendas, los restaurantes, los artistas callejeros, la plaza Masséna, y ese momento mágico en que el viento huele a sal y de pronto… ahí está: el mar Mediterráneo. “Me llevo tu luz y tu olor”, como canta Serrat, y “tus atardeceres rojos a los que se acostumbraron mis ojos.”
Sentarme a ver el constante vaivén del agua, dejar que las olas me hablen, sentir que estoy viva. Luego, quizá, perderme por la parte vieja, encontrar un café y quedarme ahí, sin apuro, observando, saboreando. Así en las cosas pequeñas, la exploración y el autodescubrimiento está la magia de los viajes.

EPÍLOGO

Volver con alas

Cada vez fue más claro mi deseo de regresar. Sin embargo, también tuve muchos momentos de añoranza anticipada por lo que iba a dejar. Mis pensamientos, mis conversaciones, gran parte de mí, estaba continuamente reviviendo, acomodando, asimilando todas mis experiencias y los sucesos ocurridos no solo en mi expedición a Barcelonnette y el valle del Ubaye, en los Alpes franceses, sino también en todos mis ires y venires a lo largo de esos tres meses que estaban a punto de cumplirse. Fue entonces que decidí escribir este libro.

Buscaba el rastro de mi bisabuelo, y me encontré conmigo. Viajar sola, andar libre y a mi ritmo, buscar y aventurarme por lugares desconocidos, me llevó a descubrirme a mí misma. Por el simple hecho de no ir acompañada, no había quien supiera mi nombre, mi historia, ni de dónde venía. Estaba más consciente y más conectada conmigo. Ser una turista anónima más, en cualquier lugar en que estuviera, me producía una sensación física de mariposas en el estómago y sentimientos de libertad, empoderamiento y energía. Descubrí nuevas facetas de mi personalidad y recursos que no se habían manifestado. Fue un recorrido interior que me transformó. Me hizo más fuerte y capaz, más valiente y más abierta.

Terminó mi viaje donde comenzó: frente a Notre Dame, camino de regreso a casa.
Tuve ocho horas de escala en París y, ¿por qué no?, tomé el tren desde el aeropuerto, el metro, y una vez más me senté a la orilla del río Sena, bajo un cielo nublado, empezando a hacer el recuento de mi travesía.

Hace tres meses salí de casa. Al cerrar la puerta, dejé atrás mi zona de confort y la seguridad de lo cotidiano, para partir sola, con mi maleta… y una buena dosis de entusiasmo mezclada con temor.

Regresé renovada y fortalecida. Con recuerdos maravillosos, fotos que no tomé, silencios que sí guardé, y experiencias que me llevaron a descubrir nuevas partes de mí.
Descubrí que puedo hablar con extraños, tomar caminos desconocidos, navegar por trenes y emociones. Que resolver problemas, decidir sola, darme a entender en otro idioma, no solo es posible, sino liberador.

Redescubrí mi mirada: la que sabe ver belleza en lo cotidiano, tanto como en lo extraordinario.
Redescubrí mi voz: la que sabe contar lo vivido y convertirlo en historia.

Aprendí a viajar ligera —sin miedos, sin culpas, sin cargas innecesarias.
A perderme y encontrar el camino.
A tomar otro distinto, sin que eso signifique estar perdida.

Y en ese buscar y encontrar, abrí la puerta a parte de mi familia Ricaud con la que no tenía contacto. Las queridas primas que fueron mis compañeras de juegos en la infancia y están de regreso en mi vida.

Y si regresé sana y salva, se lo debo —una vez más— a mi Ángel de la Guarda, ese que, con todo lo que le hice pasar, aún no ha pedido vacaciones.
Volando de regreso, todo mi ser sonreía. Pronto abrazaría a mis hijos, a mis nietos, vería a mi mamá, platicaría con mis hermanas, con mis amigas y amigos.
Tenía tanto que compartir, a partir de dos certezas:

Viajé buscando el rastro de mi bisabuelo francés y me encontré a mí misma.

Me fui buscando una historia y regresé siendo parte de ella.

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INSTANTÁNEAS DEL  CAMINO

Todo viaje tiene su detrás de cámaras: momentos inesperados, tropiezos, errores logísticos, frustraciones… que luego se convierten en anécdotas. Esta aventura no fue la excepción.

Recién llegada a Niza, me robaron el celular en plena calle. Fue duro. Me senté en una banca con ganas de llorar: por impotencia, por coraje, por sentirme vulnerable tan lejos de casa. Pensé: “si así empieza este viaje, ¿cómo va a terminar?”.
Y sin embargo, sobreviví.

Días después perdí mi tarjeta de crédito. También sobreviví.

Y me perdí tantas veces, tomé autobuses en dirección contraria, llegué a estaciones equivocadas, y hasta terminé en Champagne-Ardenne en vez de Châlons-en-Champagne. A veces tenía que reírme sola. Ya ni me enojaba.

En otra ocasión, se canceló el tren que tenía reservado. Había uno con el mismo destino saliendo en diez minutos, pero ya no podía cambiar el boleto. Sin pensarlo mucho, me colé entre la multitud, me pegué al de enfrente y pasé el torniquete , temiendo escuchar en cualquier momento:
—Madame, arrête!
Pero no.
Mi ángel de la guarda, incansable, no me soltó ni en esa.

Sabores franceses

Las crêpes se convirtieron en mi almuerzo favorito. Las probé en distintas presentaciones: dobladas en cuatro, enrolladas como pañuelo o cuadradas con el relleno al centro. A menudo las acompañaba con una copa de sidra bretona, servida en tazón, como dicta la tradición.
Un platillo sencillo, pero que cada vez me sabía distinto. Quizá por el hambre. O por el momento.

Descubrí también la soupe niçoise, una especialidad local que parece sopa de casa pero con el alma del Mediterráneo.
En muchos sentidos, los sabores de Francia me hablaban sin traducción: pan crujiente, mantequilla salada, quesos de todas las formas, pasteles con nombres impronunciables pero irresistibles.

Comer sola en un restaurante, al principio, me intimidaba.
Después se volvió un ritual: elegir mi mesa, pedir con mi mejor francés, observar sin prisa, disfrutar. Saborear la libertad.

LOS FRANCESES

Los franceses son muy correctos para saludar, sus primeras palabras antes de decir cualquier cosa son “bonjour”, siempre en principio te hablan de usted, y saludan de mano a los hombres y de beso a las mujeres, que pueden ser dos, tres o cuatro besos, según la región. Aquí en el sureste se dan dos besos y en París, por ejemplo, cuatro.

Les apasiona hacer huelgas y manifestaciones, enarbolando orgullosamente la bandera de su revolución: Liberté, Egalité, Fraternité., y la política y el fútbol son temas comunes en pláticas.

También les importa mucho su tiempo libre, son muy puntuales para salir de su trabajo, y en cambio, consideran de buena educación llegar hasta 15 minutos tarde a los eventos sociales informales.

Las comidas en familia o con amigos suelen prolongarse por horas y nunca faltan el queso y el pan, una “baguette” sobre la mesa que cada quien parte con la mano para tomar un pedazo.

Contrariamente a la fama que tienen, los franceses son bastante limpios, pero eso sí, cuando pasean a sus perros, es impensable que recojan las heces y las banquetas por lo tanto son como campos minados. C’est la France!

EL VIAJE HEREDADO

Tras mi bisabuelo francés

INDICE

Capítulo 1 Rumbo a Francia

Capítulo 2 Una noche en París

Capítulo 3 Visitando castillos con Germain

Capítulo 4 La Costa Azul: Entre el mar y la montaña

Capítulo 5 La escuela y mi casera

Capítulo 6 Arte, historia y pasos perdidos

Capítulo 7 El rastro del bisabuelo

Capítulo 8. Últimos paisajes, últimos suspiros

Capítulo 9 Volver con alas

Epílogo

DEDICATORIA

A mi familia, de ambos lados del mar:
a los que me anteceden y los que me siguen.

A mi papá y a Théophile, su abuelo, por su legado.

A mis hijos y mis nietos, para que vuelen alto, sin perder sus raíces para volver a casa

PRÓLOGO

Viajé a Francia porque quería estudiar el idioma y conocer el país de mis antepasados. No partí buscando escribir un libro, ni investigar mi origen. Sin embargo, mientras hacía planes sobre un mapa, un nombre atraía constantemente mi mirada: Barcelonnette, el lugar de dónde vino mi abuelo francés. Así empezó una inquietud sutil por conocer mi herencia del otro lado del mar.
Como una raíz que empuja hacia abajo pidiendo crecer, así era mi impulso por saber cuál era el legado de la sangre, si es que había alguno, de mi bisabuelo francés. Él cruzó el océano para comenzar una nueva vida en México… y de pronto, algo dentro de mí quiso hacer el camino inverso.

Este libro es el resultado de ese viaje.
Aunque visité muchos lugares que estaban en mi camino, no pretende ser una guía turística, ni tampoco una investigación genealógica. Es la crónica sencilla, íntima y colorida, de una travesía sin itinerario, hecha de trenes y silencios, de papeles viejos y emociones nuevas, de tumbas y paisajes, de mapas y encuentros improbables, de tropiezos y hallazgos.

Es un diario, sin fechas estrictas, de un recorrido con desviaciones espontáneas, pero con huellas claras. Es el testimonio de una mujer que viajó por Francia buscando el rastro de su bisabuelo francés y se encontró a sí misma.

Capítulo 1: RUMBO A FRANCIA

Nunca imaginé que me tocaría estar del otro lado de lo que tantas veces viví al despedirme de mis hijos cuando viajaban solos. Con los ojos nublados por las lágrimas veía su figura alejarse rumbo a la aventura, a descubrir el mundo. Ahora eran ellos quienes me veían partir, con ternura manifestada como preocupación. Y yo, con un nudo en la garganta y tratando de controlar las lágrimas, les dije :
—No se preocupen, me voy a cuidar.

¿Quién lo hubiera dicho? Un viaje de tres meses, sola, sin itinerario programado, ni más plan que recorrer la Costa Azul e ir a Barcelonnette, una región en los Alpes, buscando las huellas de mi bisabuelo francés.

Lo poco que sabía de él me intrigaba. Sin duda era un joven intrépido que dejó su pueblo natal para viajar muy lejos, hasta México en búsqueda de mejores condiciones de vida. Era el año 1889 cuando mi bisabuelo Theophile Ricaud se despidió del Valle del Ubaye, sin saber entonces que nunca más volvería. Toda su descendencia vive aquí en México y yo, su bisnieta, llegué hasta donde él vivió los primeros 24 años de su vida a tocar a la puerta del pasado y me encontré con el único pariente que aún vive en esa región.

Allá iba yo, hasta el otro lado del Atlántico, sin conocer Francia y sin saber hablar el idioma. Después de ser cuidadora de todos, como madre y como esposa, esta vez, iba a cuidarme a mi solamente.
O al menos, esa era la idea, pero el arranque no fue nada tranquilizador. Mientras mis hijos me daban los últimos consejos —“Cuida tu pasaporte, no pierdas el celular, mantente alerta”—, metí la mano en la bolsa y sentí el hueco. El teléfono, no estaba.
Vaciar la bolsa no sirvió de nada, salvo para aumentar el pánico. Fer y Javi intentaban tranquilizarme:
—Piensa con calma, ¿lo dejaste en la casa?
Recordé que lo había usado en el coche. Javier salió corriendo, y cuando volvió con el teléfono en la mano, sentí que me volvía el alma al cuerpo. A ellos no creo que tanto.

Así, con el corazón medio acelerado, empezó mi viaje. Si hubieran sabido en ese momento que dos semanas después, en Niza, me robarían el teléfono, no sé qué habrían hecho.

Capítulo 2: UNA NOCHE EN PARÍS

Tenía solo unas horas en París. Una noche apenas. Y dos opciones: dormirme temprano en el hotel cercano al aeropuerto donde tenía reservación, para salir a Niza a las 7AM o tomar el tren y luego el metro, hasta el corazón de la ciudad. ¿Ir o no ir?

Desde la ventana veía las luces titilantes de la ciudad que parecía tan cerca y tan lejana al mismo tiempo. Allá estaban los tejados, los puentes, los sueños… pero también el cansancio, el miedo a perderme, la incomodidad de aventurarme sola.

Eran las 9 de la noche, viernes. Apenas empezaba el viaje y no me veía saliendo a explorar de noche, aunque fuera la famosa ciudad luz. Me inclinaba por quedarme guardada, tal vez prender la tele, dormirme temprano…
Pero estaba en París. ¿Cómo no salir?

La voz de mi hijo Javier sonaba todavía en mis oídos:
—“Es el inicio de la aventura. Tiene que ser simbólico, mami, Imagínate caminando por los Champs Élysées”, me dijo. Y sí, me imaginaba… pero también me imaginaba perdida, tratando de volver al hotel sin saber cómo.

Al final, más por orgullo, por no arrepentirme después y por hacerle caso a Javier, me lancé.

Llegué a la zona de Châtelet, sin rumbo muy claro. Crucé el Sena, y entonces, de pronto, estaba frente a Notre Dame. Iluminada, silenciosa, majestuosa. Me quedé ahí, sin prisa, como si el tiempo se hubiera detenido para que yo pudiera asimilar que estaba realmente en París.

Caminé a lo largo del río, mirando los puentes antiguos, que muestran con orgullo la pátina que muchos siglos de presencia les ha dejado. Me dejé hipnotizar por el murmullo del agua, y luego una melodía me jaló como por arte de magia hacia un pequeño restaurante. Una banda de rock tocaba música setentera y entré, atraída por esa vibra desenfadada y familiar.
Pedí una copa de vino. Me senté. Respiré.

Platiqué con un chico tejano que volvía a casa después de vivir en Tailandia. Él, al final de su aventura, yo apenas comenzaba la mía.
Y pensé: ¿qué más podía pedir?

Capítulo 3: VISITANDO CASTILLOS CON GERMAIN

Si alguien me lo hubiera contado, habría pensado que exageraba. Pero los viajes tienen ese raro poder: te sacan del guión de siempre y te hacen actuar en escenas que nunca imaginaste protagonizar.
Así fue como, de pronto, me vi recorriendo los castillos del Valle del Loira con un hombre de 85 años, llamado Germain, que manejaba como si aún tuviera 30, pero 30 desbocados… y con quien apenas me entendía a través de señas.

Yo quería visitar esa región y Germain —papá de mi casera en Niza— accedió a recibirme en su casa en Château-Renault, un pequeño pueblo encantador.

Pronto descubrí que, además de ser medio sordo, Germain no hablaba ni una palabra fuera del francés. Y yo, por mi parte, tardaba media hora en construir una frase que al final sonaba tan torpe que Germain solo me miraba con una interrogación en la cara y cejas levantadas. Pero así funcionó nuestra extraña sociedad de viaje.

Gracias a Monsieur Hubert —como le decían con respeto sus vecinos—, conocí una Francia que no aparece en los folletos turísticos: la vida sencilla en la campagne, la cocina sin microondas, la tablet empolvada que Germain ya no sabía encender, y la camaradería sin palabras.

Durante el día recorrimos carreteras onduladas entre campos verdes y castillos encantados. A veces nos perdíamos gracias a un GPS de la prehistoria que apenas podía yo leer con los lentes puestos, pero lo tomábamos con humor: cuando equivocamos el rumbo, desandar el camino era parte del recorrido.

En una de esas, nos detuvo un policía por exceso de velocidad. Y ahí estaba yo, sentada al lado de un hombre octogenario, en medio de la campiña francesa, pensando que aquello debía ser un sueño. Un sueño del que iba a despertar en mi departamento del piso 11 en la Ciudad de México, con los maullidos de Martina —mi gata— pidiendo su desayuno.

Él había enviudado tres años antes. Vivía solo en una casa antigua, con techos altos y cuatro recámaras. Dormía abajo porque le costaba subir escaleras. Cocinaba a la antigua y aún conservaba fotos, flores secas, y muñecas de porcelana que hablaban de una esposa que ya no estaba, pero que seguía habitando cada rincón.

El día que partí, lo dejé en el andén de la estación de Saint Pierre, en Tours. El tren arrancó y él —despistado como siempre— volteaba a otro lado. No me vio despedirme con la mano.
La noche anterior le había escrito un correo, traducido al francés, para agradecerle su hospitalidad. Al día siguiente, se lo mostré en su email, que apenas sabía abrir. Lo leyó con atención, sonrió, y al terminar, me dio un abrazo torpe pero cálido que me hizo tragar saliva.

De regreso a Niza, con el paisaje desfilando tras la ventana del tren, lo imaginé de nuevo en su casa, solo, entre recuerdos, escuchando cada media hora el tic-tac del reloj. Pensé en Ivette, su compañera por 60 años. En los silencios que dejó su ausencia. Y en el comentario que Germain me hizo al despedirnos:
—Ahora tengo nuevos recuerdos… gracias a ti, mi amiga mexicana.
Lo repitió dos veces para que entendiera. Y otra vez, se me hizo un nudo en la garganta.

Au revoir, Germain.

Capítulo 4: LA COSTA AZUL

Entre perfumes y callejones

Volver a Niza después de la experiencia con Germain fue como aterrizar suavemente en una película completamente distinta. Del verde campirano y el ritmo pausado del Loira, pasé al azul resplandeciente del Mediterráneo, al bullicio cosmopolita, a las terrazas llenas de turistas y al aire salado que sopla entre palmeras.

Mi llegada a Niza fue tranquila, sin contratiempos, pero con esa mezcla de emociones que trae el regreso a un sitio que ya empieza a sentirse familiar. Ahí estaba otra vez, en la ciudad que elegí porque quería ver el Mediterráneo y ubicarme cerca del área de Los Alpes donde se encuentran Barcelonnette y el Valle del Ubaye. Ese era el destino final siguiendo el rastro de mi bisabuelo francés. Para encontrar la huella de su paso, debía adentrarme en este mundo distinto.

Ahora, después de recorrer castillos y carreteras perdidas en La Loire, de comunicarme casi a señas en un ambiente desconocido, después de abrazos con sabor a despedida, yo me sentía distinta. Una versión de mí un poquito más valiente, más libre, sobre todo, más suelta en el mundo.

Tocaba ahora que estaba de nuevo en Niza, entregarme a la Costa Azul, esa franja encantada entre el mar y las montañas, donde los colores parecen más intensos y las historias flotan en el aire con aroma a sal y jazmín.

Niza está hecha de plazas, playas, parques, hoteles y casinos, pero también tiene otra cara, la de la Vieux Nice, el casco antiguo con callejuelas animadas y muros que guardan secretos. Por las noches, si caminas sin rumbo, no te sorprendería ver a una doncella con cofia cerrando los visillos de su ventana, o a un tabernero barrigón y de sonrisa chimuela, con un delantal, saliendo a ver si llega algún cliente rezagado a tomarse una cerveza.

Con mi pase de tren en mano, mi primera visita fue a Antibes, donde el museo Picasso me esperaba encaramado frente al mar, en el antiguo Palacio Grimaldi. Desde ahí, podía ver las olas que bañan las piedras del acantilado, mientras el viento envolvía las esculturas en un abrazo airoso.

Caminando por las calles, entre turistas de cruceros recién llegados y gente de todos los idiomas, me topé con una mujer anciana. Su expresión captó mi atención de inmediato. Estaba sentada en una banca, absolutamente ajena al bullicio. Su mirada se perdía entre la multitud, con ese gesto ambiguo que puede ser de hastío o de sabiduría. Me parecía una testigo del tiempo, una presencia que ya ha visto demasiado y ahora simplemente ve al vacío.

Después vino Eze, un pueblo colgado del cielo. Subí por sus callejuelas empedradas y descubrí personajes que parecían sacados de un cuento: una adivinadora con cuarzos mágicos, un zapatero con alma de poeta y un pintor de lengua pastosa, Jean Garnier, quien me ofreció una copa de vino —de las que se veía que ya llevaba varias— y me platicó sobre su vida artística. No entendí mucho, pero su entusiasmo era sin duda contagioso.

En lo más alto del pueblo, al atardecer, unas figuras femeninas esculpidas en “polvo de estrellas” despedían una luz que no parecía de este mundo. Me fui de ahí en silencio, impresionada por la vista y la luminosidad, como si hubiera pasado por un lugar sagrado.

En Cannes, el glamour me abrumó un poco. El Festival era un torbellino de cámaras, gente bien vestida, fans buscando boletos con carteles en mano y colas infinitas para acceder a funciones que probablemente ni alcanzaron. Yo no necesitaba entrar. Me bastó ver el tinglado armado alrededor del séptimo arte y sentir que, de algún modo, todos éramos parte de la misma película: compartíamos el gusto inefable de sentarnos en la oscuridad frente a una pantalla gigante para dejarnos llevar y sumergirnos en otros mundos, otras realidades.

Y entonces me caí.
Fue en Mónaco, justo afuera del Casino de Monte Carlo, donde los autos de lujo desfilan como modelos de pasarela. Iba caminando tranquilamente entre turistas, cuando ¡pum!, al suelo, como de sentón. Me levanté de inmediato, sacudiéndome el polvo y el ego. Varias personas se acercaron a ver si estaba bien. Yo sonreía como si nada. Pero con el tobillo torcido y el codo dolorido, solo me faltaba la cereza en el pastel: una señora española lo resumió con brutal claridad:
—Es que se ha caído de culo.
No sabía si reír o llorar. Así es viajar sola.

Villefranche-sur-Mer fue un bálsamo. Un pueblito que parece flotar sobre una bahía tranquila. Ahí conocí a Mme Feraud, una mujer mayor que caminaba con su bastón cargando una bolsa de pan. Me contó que su perrito se llama Blas, como su difunto esposo. Y que desde que él murió, su rutina no ha cambiado: cada mañana compra un pain au chocolat, el favorito de su marido, y se lo lleva caliente al Blas canino, como antes lo hacía con el Blas humano. Una costumbre bastante excéntrica, pensé, pero al fin, una forma de recordar a su compañero.

La visita a Grasse fue por recomendación de mi hijo Javier que le gustan mucho los perfumes. Recorrí la perfumería Fragonard como si caminara por un laboratorio mágico: flores, maderas, esencias, alambiques, fragancias. Todo se mezcla ahí para crear lo invisible que marca recuerdos. Y pensé en la memoria de los olores, en cómo algo tan sutil puede regresarnos al pasado en un segundo.

Después vino Saint Paul de Vence, donde el arte y la fe se tocan. Ahí, Matisse diseñó una capilla entera por amor y por devoción. Al entrar, la luz lo inunda todo a través de los vitrales con un diseño geométrico uniforme en azul y blanco. Entendí por qué el artista dijo: “Creo en Dios cuando estoy trabajando”. La capilla es sencilla, blanca, sin ornamentos. Su grandiosidad está en el espacio místico que se produce en su interior .

En La Napoule, tomé una cerveza frente al castillo que lleva ese nombre. Imaginé la vida de Henry Clews Jr., artista americano que lo convirtió en su hogar junto al mar, con playa privada y un jardín lleno de esculturas. Todo un cuento de hadas real. Ahí sentada, adormecida por el brillo del sol en el mar, bebía una cerveza e imaginaba una historia de la que yo formaba parte.

Un domingo nublado, me levanté temprano y salí de madrugada hacia la estación para tomar el tren para ir a Cassis, un pequeño puerto a más de dos horas de distancia. Llegué justo cuando salía un yate turístico con un grupo de italianos a hacer una travesía por los llamados calanques, esos cañones rocosos que se sumergen en el azul del Mediterráneo. Mientras el sol salía, tímido entre las nubes recorrimos las famosas calanques son como esculturas gigantes de roca, modeladas por el tiempo y el mar, que me hicieron pensar en los secretos ocultos guardaría la tierra a lo largo de su formación.

Cuando bajé del yate, caminé por el puerto, con el viejo castillo vigilando desde lo alto y un faro que parecía guiñar el ojo,

La Costa Azul se me quedó pegada en la piel, en la mirada, en el alma. El mayor gozo para mí, no depende del lujo de los yates y los castillos, ni de ir a los hoteles o restaurantes más caros. Está en las historias de cada lugar, en la belleza de su entorno natural, o en sus calles, en la magnificencia de su arquitectura y del arte creados por el hombre.

Las conversaciones inesperadas, el encuentro con personajes excéntricos, hasta una caída graciosa, y dejar volar la imaginación ante esculturas que brillan con polvo de estrellas, son los recuerdos más memorables de mi viaje.

Mi visita a Cassis fue el último de mis recorridos como turista a lo largo de la Costa Azul. La fase de mi viaje como estudiante de francés estaba por terminar y como exploradora de mis raíces comenzaría antes de lo previsto.

Capítulo 5: LA ESCUELA Y MI CASERA

Lecciones de lengua y vida

Como aprender un baile nuevo, sin pisar la rayita, y al mismo tiempo, cantar en un tono más alto que el tuyo, una melodía desconocida, así es estudiar francés.

Exprimes las neuronas para recordar las palabras —que sí las sabes, pero se te van— mientras buscas la conjugación correcta del verbo, y además fuerzas los sonidos guturales y nasales de una fonética imposible.
Y luego, te enteras de que muchas palabras llevan más letras de las que se pronuncian. ¡¿Entonces para qué tantas letras mudas?! Total, un merequetengue, como diría mi comadre.

Y justo cuando te animas a decir una frase con cierto aplomo, si no haces bien las liaisons —los enlaces entre palabras— nadie te entiende. Mon Dieu! ¡C’est très difficile!

Mi grupo en la escuela de francés tenía un promedio de edad de 20 años. Las únicas que salíamos del rango por mucho éramos una compañera de Australia y yo: las abuelas, y por supuesto, las más aplicadas. La memoria tal vez ya no ayuda tanto, pero las ganas, sobran. Además, a estas alturas, ya no me da pena preguntar, opinar o hablar aunque sea a trompicones. Algo bueno habría de venir con las canas.

Fui a la escuela tres horas y media diarias, muy placenteras, durante un mes. Al frente estaba Priscila, una maestra con vocación, talento y pasión. No paraba un minuto: escribía, preguntaba, gesticulaba, actuaba y jugaba. Nació en el campo, en otra región de Francia, y aunque llevaba diez años en Niza, aún extrañaba el paisaje y la tranquilidad de su tierra natal.

Y he aquí que, como en tiempos de secundaria, volví a tener amigas de escuela: hacíamos la tarea juntas y comíamos helados a la salida. Janeen, una australiana de mi edad, soltera y sin hijos, quería darle un giro a su vida y mudarse definitivamente a Francia. Extrovertida, atenta, divertida, sabía gozar cada momento. Julia, sueca de 20 años, vivía con sus papás cerca de Estocolmo. Cantaba en un coro, trabajaba y estudiaba. Tenía una sonrisa dulce y una madurez que parecía venir de vidas pasadas. Nos llamaba a Janeen y a mí, “las golden ladies”.

Y yo, la mexicana que dejó familia, trabajo y rutina en la escapada más grande de su vida, para aprender francés, recorrer la Costa Azul y encontrar la tierra de sus antepasados. Tres vidas, tres historias, unidas por la coincidencia de ser viajeras solitarias.

Madame Borgeaud

Otra mujer solitaria, Magui, mi casera, se convirtió en mi maestra personal de francés. Me corregía con paciencia, repetía frases y me animaba

Madame Marguerite Borgeaud es una mujer singular. Debe estar cerca de los 90 años de edad, es viuda, vive sola y renta dos cuartos de su casa a estudiantes. A cualquier hora del día, yo sabía perfectamente que estaba haciendo Magui porque su rutina diaria es inalterable, solo sale dos veces por semana a jugar bridge y el resto del tiempo lo pasa en su casa silenciosa, donde los días transcurren sin novedad.

El pronóstico del tiempo era la especialidad de Madame B y todas las noches me daba el reporte para el día siguiente.

Los domingos eran días de jardinería, la ocupación que más disfruta. Tiene flores, un limonero, un naranjo y hierbas aromáticas como perejil, albahaca, hierbabuena, romero y otras más de las que ya no recuerda el nombre, pero no importa porque sabe utilizarlas.

Así, de repente Magui llega con unas hojas y me las da para ponérselas a lo que estoy cocinando, y yo de repente le ayudo un poco en la jardinería, asombrada de que a pesar de su escasa vista, sabe perfectamente dónde cortar, dónde arrancar y dónde poner las vitaminas en la tierra.

Mis andanzas la entusiasman tanto como a mí y todos los días me hace alguna recomendación. Pero mi mayor asombro ha sido que sabe de memoria algunos versos del personaje teatral Cyrano de Bergerac, el poeta y pensador francés conocido por su rebeldía y por su gran nariz. Ella recitaba de memoria un fragmento de la llamada “diatriba de la nariz, con unos versos geniales.

Magui ha leído a Carlos Ruiz Safón y dice que nunca olvidará La Sombra del Viento. Yo le creo, porque sospecho que ha estado en el «cementerio de los libros olvidados», y ha rescatado muchos que recordará siempre.

Y esta plática, como muchas otras, terminó con ella diciendo, “¡C’est la vie!”, y yo contestando muy filosóficamente también, “Oui, ¡c’est la vie!

Capítulo 6: ARTE, HISTORIA Y HUELLAS

Después de seis horas de recorrido —entre trenes, autobuses y muchas caminatas— llegué finalmente a mi destino: Les Baux-de-Provence, un pueblo medieval enclavado en un cerro, considerado uno de los más bellos de Francia. Y sí, valió cada paso.

Antes de llegar tuve que correr tras un autobús que casi pierdo… y con la prisa, lo tomé en la dirección contraria. Cuando me di cuenta, el corazón se me subió a la garganta y entré en shock. Yo tenía que ir a Arles, y en lugar de eso, me dirigía de regreso a Avignon, donde había estado. Pues me puse en pausa, tomé una respiración profunda para calmar la ansiedad y le pedí al chofer que me bajara en la siguiente parada. Me dejó en Saint Rémy, resignada, riéndome ya de la situación y me ofreció recogerme cuando viniera de vuelta sin cobrarme de nuevo. A veces, perderse también es llegar.

En Saint Rémy, caminé por el centro buscando el museo de Van Gogh, que vivió allí un tiempo. Me senté en una terraza con un espresso, y dos franceses vecinos de mesa, me hicieron plática. No podían creer que viajaba sola, había llegado ahí por equivocación y que estuviera tan tranquila.

Pero fue en Les Baux donde el tiempo se detuvo. Deambulé por sus calles empedradas como quien entra en un sueño antiguo. Las tiendas cerraban, los turistas se iban, y el pueblo quedaba en silencio, habitado solo por las sombras de sus murallas y el viento entre ruinas.
Imaginé a los señores de Les Baux, que habitaron el castillo, como fantasmas nobles caminando en la noche, celosos de sus secretos. Y a mí, una forastera que trataba de descubrirlos.

Arles: piedras que hablan

Arles me recibió con el río Ródano atravesando su centro como un espejo largo y paciente. Hay algo magnético en las ciudades fluviales: la luz reflejada en el agua, el fluir del aga que contrasta con la solidez de la piedra, el tiempo que parece pasar más lento.

Julio César fundó esta ciudad, con su milenario anfiteatro que se alza aún como centinela sobre los tejados de la ciudad, donde se celebran corridas y espectáculos. El foro del antiguo teatro romano aún vibra con voces modernas.

Y siglos más tarde, llegó a Arles otro hombre, con barba roja y alma atormentada: Vincent Van Gogh. Aquí pintó sus girasoles, vibrantes o marchitos, como espejo de sus estados de ánimo y vivió en la famosa “Casa Amarilla”, convertida en un museo que lo honra con sus colores y sus demonios.

Arles es eso: un puente entre piedra, agua y arte. Un lugar donde me sentí envuelta en una bruma sin tiempo como si los siglos me abrazaran y me llevaran a otra dimensión.

Carcassonne, un eco más allá de la Provenza

Viendo el mapa de mi ruta de tren, vi que paraba en un lugar que se veía más o menos cercano a Carcassonne. Así que, como ya era costumbre, me lancé sin pensarlo demasiado.
Así llegué a la ciudad medieval más imponente que he visto. Carcassonne, con su muralla galorromana, sus torres puntiagudas y su aire de leyenda, parecía un escenario cinematográfico. Caminar entre sus calles empedradas, imaginar los asedios, las cruzadas, y la persecución contra la secta cristiana de los llamados Cátaros, fue como entrar a una película. No lo pensé solo como metáfora: ahí se filmaron escenas de Robin Hood, con Kevin Costner, y otras tantas películas de época. Pero lo que vi en Carcassonne no fue cine. Fue un cóctel de historia, fantasía y arquitectura que me dejó embriagada de emoción.

Capítulo 7: EL RASTRO

El camino a Barcelonnette

Llegó la hora de seguir el rastro de mi bisabuelo francés. Esta fase de exploración de mis raíces fue en realidad, la única parte de mi viaje planeada y preparada con anticipación.

Todo comenzó con un nombre: Théophile Ricaud. Un nombre que hasta un poco antes no me decía mucho, pero que empezó a sonar dentro de mí como un eco lejano, como un hilo invisible que me llamaba desde otro siglo, desde otra tierra, que despertó las raíces olvidadas.

Antes de iniciar el viaje, no tenía más que la versión pública de la oleada de migrantes que partieron de Barcelonnette a México en el siglo 19 entre los que venía mi bisabuelo Théophile.

El pueblo de esencia alpina, originalmente identificado como la pequeña «Barcelona de la Provenza» después adoptó con orgullo el apodo de “La capital de México en Francia.”

También sabía que la plaza del pueblo se llama Valle de Bravo, debido a que esta población mexicana y Barcelonnette fueron declaradas ciudades hermanas.

Fue hasta que ya estaba en Niza, cuando encontré una pista en internet, en una página de genealogía francesa. Mandé un correo con poca esperanza de obtener alguna respuesta, y voilá… el universo hizo lo suyo. Me contestó Xavier Gastinel, un primo lejanísimo —novena generación, según él me dijo— y me envió no solo el contacto de un pariente mío que vive en Barcelonnette, sino también una fotografía antigua de Théophile y una transcripción de su acta de nacimiento.

Yo no podía creer mi suerte. Ahí estaba mi bisabuelo. Un joven con mirada decidida, nacido en los Alpes franceses y destinado, sin saberlo, a que una bisnieta mexicana fuera hasta su pueblo natal, Uvernet en el valle de Barcelonnette, ni más ni menos, que ciento treinta años después.

Xavier Gastinel, quien es un apasionado de la Genealogía, también me envió la foto de la casa en Uvernet donde vivió la familia, ahora convertida en el Albergue de. Chambor. Miré con detenimiento esa imagen del lugar donde Théophile anunció a sus padres la decisión de irse al otro lado del Atlántico en busca de fortuna. Tal vez lo hizo una noche, después de cenar. Tal vez con alguno de sus hermanos presentes. Tal vez con nervios y un poco de miedo.

Lo cierto es que partió desde ese rincón del valle del Ubaye hacia México, sin saber que allá se casaría con Heléné Rothiot y nacería su primer hijo, mi abuelo Roberto, en 1891. Sin saber que 130 años después una bisnieta mexicana haría el viaje inverso.

Si Théophile no hubiera tomado esa decisión, yo no hubiera hecho este viaje que él me heredó.

Mi trayecto hacia Barcelonnette estuvo lleno de pequeñas pruebas que parecían puestas por el universo para recordarme que estaba en camino hacia algo importante.

Para empezar, me quedé encerrada en el baño de un tren hasta que alguien entró y me ayudó a abrir la puerta. No había tren hasta Barcelonnette, la última estación era en Valence y ahí tenía el tiempo justo para hacer la conexión con el último autobús del día que iba hacia mi destino en Los Alpes.

Afortunadamente, otro ángel apareció en mil camino, Fidel, un mexicano adorable que manejaba el autobús que me llevó a Barcelonnette. Le conté mi historia y no sé si fue la empatía, la curiosidad o su generosa naturaleza, pero se ofreció a llevarme en coche al día siguiente, al pueblo de Uvernet, donde vive un tío lejano a quien yo iba a conocer.

Fidel fue más que mi chofer improvisado. Me invitó a su casa, cocinó tacos de chuleta con frijoles y salsa picosita, y me ofreció una cerveza corona helada que, en ese momento, me supo a patria. Después de dieciséis años en Francia, él también extrañaba México. Ese lazo invisible que nos une a la tierra de origen no se rompe. Solo cambia de idioma.

Así comenzó mi visita a Barcelonnette, en el centro de un valle rodeado por las cumbres nevadas de los Alpes y bañado por el río Ubaye, que serpentea tranquilo entre parajes vestidos de todos los tonos de verde. Este era el paisaje que muchas generaciones de Ricaud, antes de la mía, veían todos los días, y hasta la fecha, allá sigue un tío abuelo que conocí al día siguiente.

El hallazgo

Después de mi experiencia, me atrevo a decir que Barcelonnette me recibió como un viejo familiar, que no me conocía pero que ya me quería; me recibió con un silencio de esos que ponen en puntos suspensivos los pensamientos y la vida.

Fui afortunada por recorrer el valle casi completo, a bordo de un viejo Mercedes Benz, que era la fascinación de mi nuevo amigo Fidel. Me llevó por los distintos pueblos hasta llegar a Uvernet. Ahí era la cita con el tío, sobrino nieto de Théophile.

El intenso día en Barcelonnette, empezó con el hallazgo de la tumba de uno de los cuatro hermanos de mi bisabuelo, Clémente Ricaud, en un pequeño cementerio abandonado, junto a la iglesia de Uvernet, en su pueblo natal de 600 habitantes. El corazón me dio un brinco. La emoción fue como si hubiera visto al mismo bisabuelo en persona, una mezcla de alegría por haber alcanzado la meta y de añoranza indefinida que me hizo llorar.

Antes había varias lápidas, en el cementerio de Barcelonnette, con apellidos Ricaud que apenas se alcanzaban a leer. Muchos nombres, muchos hilos entrelazados en un tejido ancestral de generaciones pasadas.

Y finalmente, el encuentro con Lucién Gastinel y su esposa Françoise, mis parientes franceses. Nos recibieron con calidez, sacaron una botella para brindar con un aperitif ¡a las once de la mañana! y desempolvaron un álbum con fotos viejas. Entre ellas había una imagen de una mujer de expresión severa. Era Eloide Virginie, hermana de mi bisabuelo y abuela de este tío recién encontrado. Todos reímos viendo el gesto adusto de la mujer. Mis atentos y entusiastas anfitriones tenían un enorme árbol genealógico hecho a mano sobre cartulina. Ahí estábamos, conectados en tinta, papel… y ahora, en vida.

La conversación fue un caos delicioso. Yo entendía a medias, Fidel traducía a cuentagotas, Françoise aclaraba lo que podía y Lucién —que claramente no tenía paciencia para los árboles familiares— solo decía:
—La genealogía no es lo mío.
Pero él recordaba vagamente a aquel pariente que se fue a México y nunca volvió.

Y ahí estaba yo, una bisnieta mexicana tocando a la puerta del pasado.

Despedida con eco

Al salir de la casa de los Gastinel, respiré hondo. Sentí el aire puro de la montaña, ese mismo que respiraba Théophile cada mañana antes de decidir marcharse. Miré el valle, los pinos, el río… y me sentí agradecida .

Gracias por partir. Gracias por atreverte. Gracias por dejar raíces nuevas al otro lado del mar. Gracias bisabuelo por este viaje heredado que me permitió ver con mis propios ojos de dónde vengo.

Capítulo 9: ÚLTIMOS PAISAJES, ÚLTIMOS SUSPIROS

A lo largo de mi recorrido, aprendí que ningún mapa, ninguna foto, ninguna nota de archivo puede transmitir lo que sentí al estar ahí, parada en la tierra por la que caminaron mis ancestros, mirando los paisajes que veían ellos todos los días, en medio de un silencio que se escucha, que viene de muy atrás, desde hace generaciones y que de pronto… te reconoce.

Debido a una huelga de trenes, tuve que volver de Barcelonnette por una ruta más lenta, en un tranvía de dos vagones, luego en autobús, por caminos serpenteantes al borde de precipicios, entre montañas que cambiaban de color. Y me pareció perfecto. Como si el viaje se negara a terminar sin mostrarme su rostro más salvaje y hermoso.

Ahora sí, el viaje estaba completo. Y yo, lista para volver a casa, con más conciencia, con algunos lazos ya tejidos, con el alma llena.

Niza otra vez

Regresar a Niza después de mi encuentro en Los Alpes, fue como cerrar un libro y quedarte unos minutos con la mirada perdida, saboreando lo leído y los pensamientos en las nubes sobre las montañas tardan en aterrizar al presente.

Tocaba despedirme de Niza y tuve que volver a mi constante caminar por sus calles para conectar de nuevo con esa ciudad de alma italiana. No solo en sus edificios de tonos cálidos y persianas verdes, también en su cocina —donde abundan los restaurantes de pasta y pizza que no le piden nada al país vecino— y en su acento, el francés se vuelve más cantado, con una cadencia casi musical.

Extrañaré las caminatas por la avenida principal de Niza, entre ríos de gente y el tranvía que va y viene, las tiendas, los restaurantes, los artistas callejeros, la plaza Masséna, y ese momento mágico en que el viento huele a sal y de pronto… ahí está: el mar Mediterráneo. “Me llevo tu luz y tu olor”, como canta Serrat, y “tus atardeceres rojos a los que se acostumbraron mis ojos.”
Sentarme a ver el constante vaivén del agua, dejar que las olas me hablen, sentir que estoy viva. Luego, quizá, perderme por la parte vieja, encontrar un café y quedarme ahí, sin apuro, observando, saboreando. Así en las cosas pequeñas, la exploración y el autodescubrimiento está la magia de los viajes.

EPÍLOGO

Volver con alas

Cada vez fue más claro mi deseo de regresar. Sin embargo, también tuve muchos momentos de añoranza anticipada por lo que iba a dejar. Mis pensamientos, mis conversaciones, gran parte de mí, estaba continuamente reviviendo, acomodando, asimilando todas mis experiencias y los sucesos ocurridos no solo en mi expedición a Barcelonnette y el valle del Ubaye, en los Alpes franceses, sino también en todos mis ires y venires a lo largo de esos tres meses que estaban a punto de cumplirse. Fue entonces que decidí escribir este libro.

Buscaba el rastro de mi bisabuelo, y me encontré conmigo. Viajar sola, andar libre y a mi ritmo, buscar y aventurarme por lugares desconocidos, me llevó a descubrirme a mí misma. Por el simple hecho de no ir acompañada, no había quien supiera mi nombre, mi historia, ni de dónde venía. Estaba más consciente y más conectada conmigo. Ser una turista anónima más, en cualquier lugar en que estuviera, me producía una sensación física de mariposas en el estómago y sentimientos de libertad, empoderamiento y energía. Descubrí nuevas facetas de mi personalidad y recursos que no se habían manifestado. Fue un recorrido interior que me transformó. Me hizo más fuerte y capaz, más valiente y más abierta.

Terminó mi viaje donde comenzó: frente a Notre Dame, camino de regreso a casa.
Tuve ocho horas de escala en París y, ¿por qué no?, tomé el tren desde el aeropuerto, el metro, y una vez más me senté a la orilla del río Sena, bajo un cielo nublado, empezando a hacer el recuento de mi travesía.

Hace tres meses salí de casa. Al cerrar la puerta, dejé atrás mi zona de confort y la seguridad de lo cotidiano, para partir sola, con mi maleta… y una buena dosis de entusiasmo mezclada con temor.

Regresé renovada y fortalecida. Con recuerdos maravillosos, fotos que no tomé, silencios que sí guardé, y experiencias que me llevaron a descubrir nuevas partes de mí.
Descubrí que puedo hablar con extraños, tomar caminos desconocidos, navegar por trenes y emociones. Que resolver problemas, decidir sola, darme a entender en otro idioma, no solo es posible, sino liberador.

Redescubrí mi mirada: la que sabe ver belleza en lo cotidiano, tanto como en lo extraordinario.
Redescubrí mi voz: la que sabe contar lo vivido y convertirlo en historia.

Aprendí a viajar ligera —sin miedos, sin culpas, sin cargas innecesarias.
A perderme y encontrar el camino.
A tomar otro distinto, sin que eso signifique estar perdida.

Y en ese buscar y encontrar, abrí la puerta a parte de mi familia Ricaud con la que no tenía contacto. Las queridas primas que fueron mis compañeras de juegos en la infancia y están de regreso en mi vida.

Y si regresé sana y salva, se lo debo —una vez más— a mi Ángel de la Guarda, ese que, con todo lo que le hice pasar, aún no ha pedido vacaciones.
Volando de regreso, todo mi ser sonreía. Pronto abrazaría a mis hijos, a mis nietos, vería a mi mamá, platicaría con mis hermanas, con mis amigas y amigos.
Tenía tanto que compartir, a partir de dos certezas:

Viajé buscando el rastro de mi bisabuelo francés y me encontré a mí misma.

Me fui buscando una historia y regresé siendo parte de ella.

Instantáneas del camino

Todo viaje tiene su detrás de cámaras: momentos inesperados, tropiezos, errores logísticos, frustraciones… que luego se convierten en anécdotas. Esta aventura no fue la excepción.

Recién llegada a Niza, me robaron el celular en plena calle. Fue duro. Me senté en una banca con ganas de llorar: por impotencia, por coraje, por sentirme vulnerable tan lejos de casa. Pensé: “si así empieza este viaje, ¿cómo va a terminar?”.
Y sin embargo, sobreviví.

Días después perdí mi tarjeta de crédito. También sobreviví.

Y me perdí tantas veces, tomé autobuses en dirección contraria, llegué a estaciones equivocadas, y hasta terminé en Champagne-Ardenne en vez de Châlons-en-Champagne. A veces tenía que reírme sola. Ya ni me enojaba.

En otra ocasión, se canceló el tren que tenía reservado. Había uno con el mismo destino saliendo en diez minutos, pero ya no podía cambiar el boleto. Sin pensarlo mucho, me colé entre la multitud, me pegué al de enfrente y pasé el torniquete , temiendo escuchar en cualquier momento:
—Madame, arrête!
Pero no.
Mi ángel de la guarda, incansable, no me soltó ni en esa.

Sabores franceses

Las crêpes se convirtieron en mi almuerzo favorito. Las probé en distintas presentaciones: dobladas en cuatro, enrolladas como pañuelo o cuadradas con el relleno al centro. A menudo las acompañaba con una copa de sidra bretona, servida en tazón, como dicta la tradición.
Un platillo sencillo, pero que cada vez me sabía distinto. Quizá por el hambre. O por el momento.

Descubrí también la soupe niçoise, una especialidad local que parece sopa de casa pero con el alma del Mediterráneo.
En muchos sentidos, los sabores de Francia me hablaban sin traducción: pan crujiente, mantequilla salada, quesos de todas las formas, pasteles con nombres impronunciables pero irresistibles.

Comer sola en un restaurante, al principio, me intimidaba.
Después se volvió un ritual: elegir mi mesa, pedir con mi mejor francés, observar sin prisa, disfrutar. Saborear la libertad.

LOS FRANCESES

Los franceses son muy correctos para saludar, sus primeras palabras antes de decir cualquier cosa son “bonjour”, siempre en principio te hablan de usted, y saludan de mano a los hombres y de beso a las mujeres, que pueden ser dos, tres o cuatro besos, según la región. Aquí en el sureste se dan dos besos y en París, por ejemplo, cuatro.

Les apasiona hacer huelgas y manifestaciones, enarbolando orgullosamente la bandera de su revolución: Liberté, Egalité, Fraternité., y la política y el fútbol son temas comunes en pláticas.

También les importa mucho su tiempo libre, son muy puntuales para salir de su trabajo, y en cambio, consideran de buena educación llegar hasta 15 minutos tarde a los eventos sociales informales.

Las comidas en familia o con amigos suelen prolongarse por horas y nunca faltan el queso y el pan, una “baguette” sobre la mesa que cada quien parte con la mano para tomar un pedazo.

Contrariamente a la fama que tienen, los franceses son bastante limpios, pero eso sí, cuando pasean a sus perros, es impensable que recojan las heces y las banquetas por lo tanto son como campos minados. C’est la France!



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