Traigo un exabrupto moderno, un desvarío tecnológico que merece ser contado como quien cuenta que las vacas ahora dan leche en código binario.
Asisto, entre asombrado y divertido, a una paranoia creciente: el pánico escénico que muchos sienten ante la Inteligencia Artificial. Esa pérfida criatura de silicio que amenaza con robarnos la pluma, el alma y —la autoría de nuestros pensamientos más nobles —. Se les olvida, pobrecillos, que no es una deidad todopoderosa ni una aparición de la virgen en formato digital: es, simplemente, una herramienta. Una conquista humana, como lo fue la rueda, la imprenta o el café instantáneo (aunque este último aún divide opiniones).
Pero no. Ahora le temen. Le temen como si, el día que se inventó la rueda, la humanidad hubiera olvidado cómo caminar, o como si el primer correo electrónico hubiera pulverizado nuestra carne y nos dejara convertidos en arena de silicio, aptos solo para vivir dentro de un procesador Pentium.
Y en este delirio digital, ha nacido un nuevo oráculo: las aplicaciones detectan escritura generada por IA. Sí, esos programas que, como adivinadores de feria, te miran el texto y dictaminan con solemnidad de notario del absurdo: “Este escrito fue realizado en un 100 % por una IA.” Y por si fuera poco, te escupen una lista de palabras “sospechosas”, como si el pobre texto hubiese cometido algún delito lingüístico.
Movido por una mezcla de curiosidad y malicia, decidí poner a prueba a uno de estos detectores —copyleaks.com, por más señas— con una página de Extraños Testimonios, de Daína Chaviano. Y el veredicto fue categórico: 100 % IA.
¿Daína? ¿La misma Daína que escribía desde una Cuba, sin Wi-Fi, sin siquiera un triste Windows 95? ¿La Daína que tejía fantasía y ciencia ficción con una maquinita de escribir y un alma afilada? Pues sí. Según este oráculo de bits, ella es, y siempre fue, una Inteligencia Artificial. Desde la cuna. O quizás antes. Tal vez la IA se encarnó en ella por error, y nadie nos lo dijo. Sus escritos de 1989 los ve como escritos por una IA.
Pero la cosa no acaba ahí. Mi espíritu investigativo, no contento con semejante disparate, arrojó al mismo detector un fragmento de La última pregunta de Isaac Asimov. Resultado: 30 % IA.
¡Qué revelación! ¡Asimov usaba IA en 1956! Y nosotros sin saberlo. Probablemente, la tenía guardada bajo la cama, o hablaba con ella en sueños mientras su esposa pensaba que deliraba con las estrellas.
¿Y qué puedo agregar a todo esto? Pues nada, salvo una carcajada larga, sonora, sostenida. Y quizá un brindis silencioso por la cordura, esa especie en peligro de extinción en estos tiempos donde los algoritmos quieren explicar incluso lo inexplicable.
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