Cuando conseguí el trabajo en la biblioteca no fue por necesidad. Era mi castigo por haber sido un pésimo alumno y un peor compañero de clase. Ya en dos meses cumpliría veinte años y aún no terminaba la secundaria. La goma de mascar, mi humor irónico, las gafas oscuras y mis pocas ganas de servir para algo me llevaron a pasar el verano trabajando en la biblioteca.

La señora Valeria tenía la compleja tarea de hacerme sentir incómodo para que mi verano fuera un infierno.

Llegué a las diez de la mañana, puntual, porque mi padre prácticamente me empujó del coche hacia la puerta de la biblioteca.

Valeria tenía diez años más que mi padre, y otros más aún que mi madre. Su aspecto de abuela solitaria y su olor a naftalina me hacían comenzar ese proceso que mi padre soñaba tanto: el arrepentimiento.

Siempre me consideraron el chico rebelde, el mandón, aquel que todas las chicas querían cerca, los chicos admiraban y los posibles suegros querían a kilómetros de distancia.

Mi madre lloraba, mi padre me hablaba con suavidad. Nunca viví eso de la mano dura. Con casi veinte años, este era mi primer castigo real.

Me senté con los pies sobre una mesa, mascando mi chicle de menta. Pensé dormir y que las horas pasaran. Valeria, la abuelita que siempre vi escondida en la biblioteca, no sería una gran amenaza. Seguro que hasta tendría algo de miedo de enfrentarme, pensé.

—Piernas abajo, goma de mascar a la papelera, anteojos oscuros en algún bolsillo o donde quiera, pero lejos de su cara. Ya que no nos cortamos el pelo, lo quiero atado, aunque mucho mejor corto, y por sobre todo peinado. Vino a trabajar, Lautaro, no vino a dormir en mi área.

Cuando Valeria dijo eso con voz alta y firme, mirándome por sobre sus anteojos, hice exactamente lo que me indicó. Como si no tuviera opción alguna. Al terminar, me hallaba parado frente a ella. Mi respiración no era normal, tenía una temperatura más elevada y cierta dificultad para que el aire saliera de mí. Mi boca entreabierta y una extraña excitación que no pensé ni mostrar ni ocultar.

—Sí, señora Valeria.

—Perfecto. Ahora vas a ir a la sección B, esta es de cuentos infantiles. La vas a ordenar alfabéticamente, y si algún título se repite, me lo trae ya.

—Sí, señora Valeria.

Hice mi trabajo exactamente como me lo indicó. No encontré títulos repetidos. Tenía la sensación de querer terminar, pero no por cansancio ni aburrimiento, sino por el deseo de recibir una nueva orden.

Esa noche, al volver a casa, cené en silencio. Mis padres preguntaban sin parar, pero no les hice caso. Fui a la cama e imaginé que la señora Valeria me decía: “Acuéstate, quítate la ropa, suelta tu cabello y piensa que estoy ahí.” En ese momento me detuve, y me acosté en posición fetal.

A la mañana siguiente tomé café a las apuradas y, casi sin despedirme, salí temprano. Fui a la peluquería y me corté el cabello. Pensé tirar el chicle antes de entrar, pero luego decidí no hacerlo. Al entrar, Valeria no dijo ni buenos días antes de dar la primera orden.

—Chicle a la basura.

De inmediato lo escupí. Comenzó a indicarme tareas y yo las hice sin chistar. Repentinamente, me tiró frente a la cara dos libros: eran dos versiones idénticas de Alicia en el país de las maravillas.

—Lautaro, ayer tenías que ver si había algún libro repetido. Dijiste que no había, y hoy me encontré con esto.

—Castígueme.

—No comiences con tus altanerías ni tus faltas de respeto. Ironía o sarcasmo conmigo, no.

—No es irónico. Si hice algo mal, lo merezco, señora Valeria.

Ella bajó los anteojos y me miró por sobre ellos con el entrecejo fruncido. Luego bajó la mirada por mi cuello y pecho. Entonces me sonrojé, y vi cómo negaba levemente con la cabeza al notar mi excitación.

—Se cortó el cabello, Lautaro.

—Usted dijo que debía hacerlo.

—Ve al sector C de la biblioteca, y vuelve. Solo haz eso.

Yo lo hice. Ella arqueó las cejas y me miró de pies a cabeza.

—Pon una alarma en tu teléfono para dentro de cuatro horas. No te muevas de aquí, no tomes asiento y no te muevas hasta que suene.

—Sí, señora Valeria.

Hice exactamente lo que dijo. Me dolían las piernas, me sentía cansado, incómodo, pero al mismo tiempo disfrutaba que ella pasara cada tanto a verificar si seguía ahí. A las cuatro horas sonó la alarma. Aflojé las rodillas y Valeria vino hacia mí.

—Podés irte a casa. Pero dejá el teléfono siempre cerca, y si soy yo quien llama, respondé de inmediato.

Asentí con la mirada y me fui.

Valeria me enviaba órdenes al WhatsApp todo el día y me pedía pruebas de que las cumplía. Yo esperaba ansioso esos mensajes. Cumplía cada uno de sus mandatos.

En mis fantasías, Valeria me daba otro tipo de órdenes. Me decía que me quitara la ropa, que me atara las manos, e imperante me pedía que le hiciera el amor. Pero eso nunca pasó.

Ella sabía lo que me gustaba. También lo disfrutaba. Lo noté más aún cuando llegó con el cabello suelto y dos botones menos en su estricta camisa beige. Estoy seguro de que a ella mandar le excitaba tanto como a mí obedecer. Pero nunca lo dijo, porque la debilidad era cosa mía, no de Valeria.

La tarde en que me pidió que atara mis tobillos a una silla, puso varios libros pesados sobre mis piernas. Ató mis muñecas y me dijo que no podía hablar hasta que ella lo dijera. Fue uno de los momentos más ardientes de mi vida. Sin tocarnos, todo era intenso. Mi deseo crecía, y el hecho de no concretarlo lo alentaba aún más.

Una semana antes de comenzar el último curso, me despidió. Llegué y me dijo que ya no tenía que seguir con el castigo. Llegaba el otoño y debía estudiar. Yo quería llorar, decirle que no. Pero sus palabras, como siempre, eran ley para mí. Acepté.

Esperé sus mensajes por días, por semanas, y hasta por meses. Me involucré con chicas hermosas, pero al quedarme solo cerraba los ojos y hacía sonar la voz de Valeria en mi cabeza: imperativa, obligándome a aguantar sin correr hacia ella.

Terminé la secundaria, hice un curso de bibliotecología, luego de encuadernación, y finalmente trabajé en una editorial. Ya con casi treinta años, buscando en distintas mujeres las palabras intensas y estrictas de la señora Valeria, me enviaron a la biblioteca de la Facultad de Letras por un encargo laboral.

Al entrar, escuché su voz. Más temblorosa, pero era ella. Al verme, bajó los lentes y, sin perder la costumbre de jamás saludarme, dijo simplemente:

—Tome papel y lápiz, escriba lo que necesita aquí y váyase.

Yo simplemente lo hice. Ahora espero en la puerta. No puedo entrar. La señora Valeria dijo que me fuera.

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