En el Colegio Parroquial San Miguel, donde los cipreses susurraban secretos al viento y las cruces en las paredes vigilaban cada mirada, Kael y Orien descubrieron un amor que el mundo les ordenaba callar. Kael, de cabello oscuro y ojos verdes como musgo húmedo, leía a García Lorca en el rincón abandonado de la biblioteca, mientras Orien, rubio y de sonrisa tímida, trazaba versos de Kavafis en los márgenes de su cuaderno de matemáticas. Entre rezos obligatorios y sermones sobre el pecado, ellos inventaron un lenguaje propio: codos que se rozaban en misa, cartas escondidas entre las páginas de El Quijote, y noches enteras hablando bajo las estrellas, fingiendo que el frío que los unía era solo el del invierno.
La directora, la hermana Agnes, una mujer de rostro afilado y palabras como cuchillos, citó a Orien después de clase cuando lo vio recoger un clavel que Kael había dejado caer a propósito en el pasillo. «La pureza es la armadura de Dios», le dijo, quemando la flor en el pequeño brasero que tenía junto al crucifijo. Pero el fuego no pudo consumir lo que ya ardía en ellos. Esa noche, Kael trepó hasta la ventana del dormitorio de Orien y le susurró un fragmento de Veinte poemas de amor: «Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos». A través de los vidrios empañados, sus manos se encontraron, y por primera vez, el miedo se volvió menos fuerte que el deseo.
El invierno los cubrió con su manto de complicidad. En los retiros espirituales, donde los demás muchachos confesaban pensamientos «impuros» sobre mujeres, ellos se hundían en la confesión mutua de sus cuerpos: encuentros furtivos en el granero abandonado junto a la capilla, donde el olor a heno viejo y tierra mojada se mezclaba con sus jadeos ahogados. Kael memorizó cada lunar de Orien como si fueran constelaciones prohibidas; Orien aprendió que las lágrimas de Kael sabían a sal y a Sonetos del amor oscuro. Pero la culpa, ese perro entrenado por la Iglesia, los mordía en silencio. Una tarde, encontraron pintada en el casillero de Kael una frase anónima: «Sodoma arderá de nuevo».
La primavera los traicionó con sus días largos y sus sombras cortas. Un compañero, el hijo del diácono, los siguió hasta el río donde solían bañarse después del deporte. Los vio besarse detrás de los juncos, donde el agua cantaba más fuerte que los salmos. Al día siguiente, la hermana Agnes los esperaba en su oficina, con un ejemplar de El infierno de Dante abierto en el canto de los sodomitas. «Eligieron el abismo», les dijo, señalando las ilustraciones de cuerpos retorcidos en llamas. Kael, temblando, recitó en voz baja un verso de Cernuda: «¿Qué queda de quien ama el fuego y en el fuego se quema?». Los separaron: a Orien lo enviaron a un «retiro de purificación» con los jesuitas; a Kael lo dejaron encerrado en la capilla, rezando ante un Cristo sangrante que ya no lo miraba con piedad.
Pasaron semanas sin verse, pero las palabras los salvaron. Orien logró colar una carta dentro del misal de Kael: «Han intentado rompernos, pero somos como las palabras de Walt Whitman: Fueron necesarias las edades para formarnos, y no dormiremos en el polvo. «Kael respondió con un poema escondido en el zapato de Orien durante una visita de sus padres: «Si me queman, quiero arder contigo». Planearon su huida la noche antes de la graduación, cuando todo el colegio estaría distraído con los preparativos. Mientras los demás decoraban el salón con rosarios y globos blancos, ellos corrieron hacia el bosque tras el cementerio escolar, donde los cipreses ya no susurraban, sino que gritaban su nombre.
Diez años después, Kael publicó un libro bajo un seudónimo: El diccionario de los besos robados, una colección de relatos donde cada página olía a incienso y piel joven. Orien, ahora profesor de literatura en una universidad lejana, lo encontró por casualidad en una librería de viejo. Cuando sus miradas se cruzaron sobre el mismo pasaje subrayado («Nada nos pertenece, excepto el instante», de Rilke), ya no hubo muros que derribar, ni Biblias que esconder. Se mudaron juntos a una casa cerca del mar, donde colgaron en la pared un cuadro con aquel clavel que la hermana Agnes había quemado, pintado por Orien con acuarelas rojas como la culpa convertida en triunfo.
A veces, en las madrugadas, cuando el viento les trae el eco lejano de las campanas de San Miguel, Kael se despierta sobresaltado, creyendo oír pasos en el corredor. Orien lo abraza y le lee en voz baja los versos de Pessoa: «Todo vale la pena cuando el alma no es pequeña». Entonces ríen, porque saben que han vencido al silencio que quiso ahogarlos. En su mesilla guardan, en un frasco de vidrio, las cenizas de aquellas cartas que una vez tuvieron que quemar para que nadie las encontrara. Ahora son libres. Libres como las palabras que alguna vez tuvieron que morder para no gritar.
Y si alguna vez pasa por allí un exalumno de San Miguel y ve a dos hombres tomados de la mano junto al acantilado, mirando cómo las olas rompen contra las rocas con la misma furia con que ellos rompieron sus cadenas, que no se lo cuente a la hermana Agnes. Porque algunos milagros, como el amor que resiste, no están en los libros de rezos.
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