
Hay momentos en la vida profesional que son como chistes malos: uno se ríe para no llorar. Uno de los míos ocurrió en una gran empresa donde me invitaron, con bombos y platillos, a “revisar el modelo organizacional”. Me encantan esas frases rimbombantes. Suenan importantes, como si uno viniera con una espada láser a salvar el futuro.
Llegué con mi mejor traje de consultor, mi notebook, y esa mezcla de entusiasmo y escepticismo que los años me han enseñado a dosificar. Lo que encontré fue un directorio repleto de egos con títulos largos y orejas cortas. El CEO me dijo en la primera reunión: “Nos gustaría que la gente mejore su accountability”. Lo miré. “¿Y ustedes ya la ejercen?” Silencio. Se escuchó hasta cómo una idea se caía desde un PowerPoint imaginario.
“Los principios no son modas. Son brújulas.”
— un dicho que inventé, pero que me gusta tanto que algún día lo firmará Confucio.
De capitanes, barcos… y faros que no se negocian
Me viene a la cabeza una historia que leí en algún momento entre dos vuelos y tres deadlines: la de un capitán que ordena cambiar de rumbo a una luz que ve en el mar. Exige, grita, se impone… hasta que la luz responde: “Soy un faro”. Esa historia circula hace años en distintas versiones, y si no fuera tan simbólica, la pondría en un stand-up.
Lo gracioso —y triste— es que ese tipo de conversaciones no se dan solo en altamar. Se dan en empresas, en juntas, en oficinas con alfombra y aire acondicionado. Muchas veces he visto ejecutivos convencidos de que el mundo se ajusta a sus planes, hasta que se topan con un “faro”: una verdad inamovible, un principio, un límite humano.
“No se puede negociar con la gravedad ni con la coherencia.”
— frase libremente atribuida a Stephen Covey, aunque seguro la pensó en voz baja.
Principios: esas cosas que no se compran con bonos
En más de 45 años trabajando con empresas de todos los tamaños, culturas y climas, he llegado a una conclusión incómoda: la mayoría de las crisis organizacionales no son por falta de estrategia, sino por exceso de justificaciones.
“Tenemos cultura de innovación”, dicen… y después castigan al que piensa distinto. “Aquí valoramos el feedback”, proclaman… y luego lo responden con sarcasmo. Es como tener un GPS que dice “gire a la izquierda” mientras uno acelera hacia el abismo.
Y ahí aparecen los principios. No como manuales de autoayuda o frases de póster motivacional, sino como anclas. ¿Se puede construir una organización sin confianza? Sí. Pero se hunde. ¿Se puede liderar sin coherencia? Claro. Pero el equipo lo nota… y lo sigue con la misma energía con la que uno sigue una dieta el fin de semana.
Una vez fui el faro… y otras veces fui el barco testarudo
Confieso: también me comí mis icebergs. Recuerdo un proyecto en el que quise implementar métodos ágiles en una empresa rígida como estatua de museo. Tenía razón. Pero me faltaba timing. Me olvidé que, antes del cambio, viene el entendimiento. El equipo no estaba listo… y yo tampoco.
Aprendí a la fuerza que un principio no es una orden. Es una referencia. Y que no basta con saber qué hacer; hay que saber cuándo y con quién.
“Uno no cambia por convicción, sino por epifanía o por porrazo.”
— un axioma organizacional que se debería enseñar en los MBA.
¿Y si paramos a mirar si vamos derecho al acantilado?
Las organizaciones suelen avanzar con prisa… pero sin espejo retrovisor. Algunas preguntas que me han salvado de varias emboscadas del ego:
- ¿Esto que estoy defendiendo es un principio… o es mi vanidad disfrazada?
- ¿Estoy escuchando para entender o para contestar?
- ¿Mi equipo puede decirme que estoy equivocado sin consecuencias?
- ¿Cuándo fue la última vez que cambié de opinión?
Estas preguntas no aparecen en los planes estratégicos. Pero deberían estar talladas en la puerta de cada sala de reuniones.
El estilo pasa, los principios quedan
He trabajado con líderes de todos los estilos: carismáticos, silenciosos, volcánicos, zen. Algunos eran mejores oradores que políticos en campaña. Otros, apenas murmuraban en las reuniones. Pero los que dejaban huella compartían algo: vivían sus valores.
No los decían. Los encarnaban. No necesitaban publicar el propósito en la web corporativa; lo transmitían en cada decisión, incluso en las difíciles.
“No hay peor ceguera que la del líder que ya se cree iluminado.”
— me lo dijo una vez una directora de RR.HH. entre café y lágrimas.
¿Por qué esto importa (mucho más de lo que crees)?
Porque los principios, como los faros, no gritan. Solo están. Y cuando uno los ignora, el choque no tarda. En un mundo que cambia a velocidad de TikTok, lo único que no puede mutar cada lunes son los valores.
Las empresas que prosperan no son las que tienen slogans más lindos, sino las que actúan en consecuencia. Las que eligen cambiar rumbo cuando la brújula ética lo indica, aunque eso signifique ceder el paso, repensarse o pedir disculpas.
Conclusión: no es la ola… es cómo navegás
Al final, lo que distingue a un profesional —y a una organización— no es cuánta teoría maneja, ni cuántos premios exhibe en el hall de entrada. Es su capacidad de reconocer cuándo es hora de cambiar de rumbo. Y hacerlo.
No por debilidad. Sino por inteligencia. Porque como dice la historia del capitán y el faro: hay momentos en los que pelear por tener razón puede hundirte. Y momentos en los que cambiar de dirección puede salvarte la vida. O al menos, la dignidad.
¿Y vos?
- ¿Tenés claros tus faros?
- ¿O estás navegando con GPS ajeno?
- ¿Tus principios te guían… o los usás de adorno para LinkedIn?
A veces, el cambio más profundo no es de rumbo, sino de conciencia.
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