Me saqué la ropa sin pensar.
La dejé en el casillero,
como si también pudiera guardar ahí mi vergüenza.
Me envolví la toalla
y empecé a caminar.
No conocía a nadie.
Pero todos éramos parecidos.
La humedad en el aire
era densa,
como si el vapor supiera
lo que veníamos a hacer.
Un hombre me miró.
Le sostuve la mirada.
Nada más.
Pero ya nos habíamos dicho mucho.
Pasé por las duchas.
Por el espejo empañado.
Por mi reflejo borroso.
Ese que me gusta más que el de afuera.
Un cuarto oscuro a la izquierda.
Entré.
No se veía nada.
Pero no hizo falta.
Una mano me tocó el pecho.
Otra bajó sin pedir permiso.
Tampoco lo necesitaba.
No hablamos.
Nos entendimos igual.
Como animales que se reconocen por el calor.
Me pegó contra la pared.
Me mordió el cuello.
Me lamió la oreja.
Yo me dejé.
No por sumiso.
Sino porque me alivia no tener que explicar.
Alguien se acercó por detrás.
Y ahora éramos tres.
Bocas, torsos,
respiraciones entrecortadas.
Gritos ahogados.
Se vinieron sobre mí.
Lo sentí tibio, real.
En el pecho.
En el cuello.
En el piso.
Sí, el piso estaba manchado.
De otros.
De antes.
Y no me molestó.
Era parte del lugar.
Salí despacio.
Sudado.
Agitado.
Pero sin culpa.
Caminé hacia las cabinas.
Una tenía la puerta entreabierta.
Me asomé.
Había dos.
Me invitaron con la mirada.
Entré.
Me arrodillé.
Me lo metí en la boca sin pensarlo.
No soy actor porno.
Solo soy un tipo
que se deja llevar.
Sentí su mano en mi nuca.
Firme.
Como diciendo: «Quédate ahí».
Y me quedé.
Lo otro me acariciaba la espalda.
Me decía “tranqui”.
Y me la metió despacio.
Sí, me la metió.
Y no dolió.
Porque en ese lugar
nada duele si uno quiere.
Nos vinimos los tres
sin nombre,
sin historia,
pero con piel.
Las pantallas afuera mostraban porno.
Pero lo real estaba adentro.
Salí.
Respiré hondo.
Fui al rincón de los fumadores.
Allí se habla poco.
Pero se entiende todo.
Uno fumaba en silencio.
Lo vi llorar.
No mucho.
Solo una lágrima.
Lo entendí.
Me senté a su lado.
No dije nada.
Él me ofreció un cigarro.
Acepté.
Fumamos callados.
Como si eso nos uniera más
que cualquier conversación de Grindr.
El humo olía a sexo.
A semen.
A sudor.
A piel.
A pasado.
Volví a caminar.
Vi otro cuarto.
Más oscuro.
Más lleno.
Vi cómo uno se abría de piernas
y dos se turnaban.
Sin asco.
Sin miedo.
Me excité.
Y me uní.
Porque ahí, el deseo es compartido.
Me sentí parte.
No una pieza suelta.
Sino alguien que, por fin,
encajaba.
El suelo seguía sucio.
Pero no me importó.
Lo pisé con orgullo.
Como si dijera:
“Yo también estoy aquí”.
En el baño, me miré al espejo.
Me vi cansado.
Satisfecho.
Sin culpa.
No soy adicto al sexo.
Solo me gusta cuando no tengo que fingir.
Aquí nadie finge.
O sí,
pero todos sabemos para qué.
Afuera soy el que responde correos.
El que saluda en reuniones.
El que disimula la mirada en el gimnasio.
Aquí no.
Aquí miro.
Aquí soy el que desea sin bajar la cabeza.
Volví a una cabina.
Solo esta vez.
No por sexo.
Sino para cerrar los ojos
y quedarme un rato.
El colchón estaba tibio.
Manchado.
Olía a otros.
Y me gustó eso.
Ese olor,
mezcla de semen viejo,
sudor seco
y jabón barato,
me dio paz.
Porque es real.
Porque es vida.
Porque no hay nada más humano
que un cuerpo pidiendo otro.
Me vestí sin apuro.
Guardé la toalla.
Me puse los zapatos.
Salí.
Pero me llevé algo.
No fue solo sexo.
Fue el alivio de no esconderme.
Fue el derecho a respirar sin excusas.
Fue el gusto a hombre en la lengua.
A piel.
A deseo suelto.
¿Volveré?
Sí.
Cuando lo necesite.
O cuando solo quiera ser yo
sin dar explicaciones.
Porque aquí,
con semen en el pecho
y olor a otro en la barba,
también soy yo.
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