Matando hormigas

Cuento una, dos, tres terreras marismeñas al vuelo; aunque es posible que me haya equivocado con la cantidad de individuos; con el bamboleo del coche es más que probable que se me haya escapado alguna que otra. Sus cuerpos se pierden en la distancia; insignificantes aves siendo tragadas por el marrón del cielo. Los rescaños de calima arden en el rabillo de mi ojo, pero tengo las manos demasiado polvorosas para poder restregármelos. Suena “complicated” de Avril Lavigne por los altavoces del todoterreno, y le comento al hijueputa de Alberto sobre la teoría de conspiración en la que la cantante estuvo envuelta años después de su debut. Él me mira, con el ceño fruncido típico de un candidato de doctorado que siente lástima por tu miserable existencia. En sus pupilas dilatadas, está calcado un sentimiento omnipresente, que me trata de frívola, o peor aún, estúpida. Sin embargo, prefiero que me vea de esa manera, antes de que piense que estoy dispuesta a quitarle su estúpido puesto de trabajo. Me recorre un escalofrío que eriza los vellos en mi espalda: Me veo incapaz de poder encontrar una razón para querer quedarme en un instituto encargado de intentar conservar una especie aviar endémica en peligro de extinción, siendo manejado por dos hijueputas machistas a los que no se les paga lo suficiente para que les importe una pluma la Hubara Canaria. “…Tú aún eres joven, y te falta, pero mucho, para pegarla en el ambiente científico”, noto que me dice el hijueputa de Alberto, pero no sé a qué se debe el comentario, debido a que a estas alturas del trabajo de campo, estoy acostumbrada a bloquear su voz de pitillo cada vez que abre su boca. No lo ayuda el hecho de que intenta esconder su seseo conejero dándose la importancia de alguien de península. Pero le queda grande el acento y mientras me da la cátedra de porqué las mujeres jóvenes no están hechas para los sacrificios que implican los trabajos de campo, me pierdo en las estupideces que me dijo a dos días de conocerme. Entre ellas, que quizá deberíamos revertir nuestro “feminazismo” a los roles de genero tradicionales, y que, afortunadamente para mí, existe una ley en España que me protege en caso de ser violada. Recuerdo haberme preguntado si existiría una ley para alejarme de tipos como él y de su asqueroso olor de boca a café y candidiasis.

Los días en campo son largos, y están acompañados de enseñanzas de vida inútiles e improcedentes. En las mañanas procuro no decir demasiado, por lo menos para que el hijueputa de Alberto no pueda utilizar mis propios chistes en mi contra, evitando llegar a esa cantidad de 20mil palabras que supuestamente dice una mujer diariamente. Y en las tardes, quiero romper el estereotipo de latina parlanchina y sumisa, pero al encerrarme en mi pisito subterráneo que tiene más especies diferentes de insectos que tomas de corriente, termino repitiendo las cátedras en forma de queja o burla, dependiendo de mi estado de ánimo, a mis familiares que se encuentran del otro lado del Atlántico. La llamada termina, el telón se cierra, me desplomo en el suelo frío de la cocina, derrotada y exhausta. Los grillos aplauden la obra de teatro y me desgasta saber que aún están los platos del desayuno esperándome en el fregadero. “Por lo menos estoy aprendiendo, y estoy en Europa”, intento consolarme, sabiendo que aunque conseguí salir de ese pequeño trocito de mi corazón al que aún llamo hogar, la realidad es que la Península Ibérica y las Islas Canarias tienen diferencia horaria, y estando en Lanzarote me encuentro más cerca de Marruecos que de mi madre. Afortunadamente, Mercadona me salva de una crisis existencial, y me regocijo con una ensaladilla rusa de atún que me empujo con un pan de molde. Bocado a bocado, se me va pasando la noche hasta que no somos más que mis ojeras, mi rabia y yo, y al escuchar el cántico de la abubilla me percato que ha amanecido. Me calzo el pantalón empanizado de calima y las botas altas para evitar quebrarme un tobillo intentando caminar entre tanto jable y roca volcánica. Seguimos buscando nidos, y estimando los parámetros de vegetación, y apuntando coordenadas. Conducimos en silencio, interrumpido de vez en cuando por algún comentario “femenino” mío (por no decir estúpido, cosa que el hijueputa de Alberto rezonga cada que puede). Vuelvo a casa y sigo matando hormigas hasta que me den las 18:30 y pueda darme una zambullida al mar. Me queda a un par de kilómetros, cosa que me da tiempo para reflexionar sobre mi aportación al mundo de la investigación, y lo mucho que deseo poder llegar a esas 20mil palabras sin que se me tache de incoherente o histérica. Pero esta no es mi área de especialización; soy tan solo una estudiante de maestría queriendo ganar algunos créditos antes de empezar su doctorado y poder hablar de la ciencia, palabra que si bien en latín no tiene artículo, en español es una meramente femenina; aquella que discierne, que entiende, que sabe, que es. Poder hablar de malaria en aves, y entretejer los pensamientos en cada ciclo de la PCR anidada. Pero para eso faltan días, días acompañados de enseñanzas inútiles y calima.

Mientras tanto, dejaré que el mar arrulle mis temores a la misoginia que he vivido, a la sensación de encontrarme en lo más parecido a casa pero saber que no pertenezco. El viento toquetea mis mejillas, un gringo me dice “hello” al nadar a mi costado. Quizá mañana sea un mejor día, o de eso intento convencerme mientras sumerjo la cabeza en el mar helado. Mi trenza y mi tristeza se quedan flotando; espero aunque sea poder probar una dorada a la espalda pronto. Con las tan famosas papas arrugás, de ser posible.

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