Por favor… déjame quedarme

Sentí la brisa fría escabullirse, delicada y discreta entre los dedos de mis pies desnudos, acariciando las plantas de estos. Ese viento que reciben cuando escapan de la cobija. Así estaba yo.
El ambiente se sentía ya melancólico, seguramente por la hora, no la sé exacta, pero mitad de madrugada. Y en la oscuridad de la sala ondeaba el ruido de la calle que entraba por la gran ventana completamente abierta.
Me debatí un rato, si sentía más flojera que frío, al final, cuando se deslizó por dentro de mi pantalón invadiendo toda mi pierna, decidi que era más el frío. Me puse de pie y la mayólica estaba helada, pero medio dormido como estaba, eso no se sentía.

Llegué a la ventana, reposé sobre el marco apoyando los hombros, opté por observar.
Nada había llamado mi atención en específico. Pasaba de tanto en tanto algún auto, que hacía temblar suelo, cristales, muebles y hasta mi tórax. Un hombre, ya algo mayor, fumando en el hotel clandestino de al frente, con un cigarro en la boca, luego en la mano, y luego en la boca.
Luces casuales en las esquinas, en lo alto, medio dormidas. De repente, doblando la calle y abajo mío, en mi vereda, una pareja. Adolescentes ambos, no más de 18 años. Discutían acaloradamente, sin importarles que sus voces resonaran en la soledad de la calle nocturna. Frenaban sus pasos en cortos intervalos para enfatizar eso que decían. Ella hablaba y él hacía «Tsk» con la lengua, tan seguido como si fuese un tic. Ella lo detenía y le gritaba. Él se giró hacia ella y gritó, con menos fuerza, pero más alterado. Ella se puso sentimental, a él no le importaba. Ella entonces volvía a ponerse histórica, lo miraba y golpeaba su pecho, al parecer, con todas sus fuerzas. Cuando llegaron justo debajo de mi, y nos separaban solo los tres pisos de altura en los que me encontraba, él le sostuvo el brazo izquierdo, firme, y le pegó una bofetada que le sacudió el cuerpo. Ella calló, para luego disculparse en una voz disparada hacia el suelo, avergonzada. Él jaló sus largos cabellos, para levantarle la cabeza y abofetearla de nuevo, aunque menos fuerte, pero… Más profundo. El hombre fumando en el hotel ya no estaba en su ventana. Pensé en intervenir, pero solo eso, de todas formas, ella se calmó y al parecer él también. Doblaron la calle y desaparecieron de mi vista. Cerré la ventana con cuidado y me recosté nuevamente, tapando mis pies esta vez. Cerré los ojos y pensé en la última película que vi: «Le Silence de la Mer», la versión del 49′, pues la del 04 la tenía más que vista y repasada mentalmente. Pensé en que me había gustado, pero no sabía muy bien precisamente el «por qué», no era ni la trama, ni la fotografía, ni la música ni nada de eso, de hecho no habían muchos diálogos, pero creo que era precisamente eso, si la gente hablará menos y entendiera más, así como en la película… No cambiarían mucho las cosas, pero me gustarían más así.
Interrumpieron mis pasajes unos golpes en la puerta, tímidos y discretos. Clavé mi mirada y segundos más tarde escuché uno más, con fuerza. Me alcé sin hacer ruido, caminé y asomé por la mirilla de la puerta, sin sentir aquél frío en los pies. Vi a un hombre, con rostro desesperado, moreno y con barba, parecía extranjero, no quise abrir, pero a pesar de eso mi mano abrió, como si fuese esa la continuación, el pasar de la página. Entonces entró rápido y sin mirarme, paso de la sala a la cocina. Lo seguí atento. Olía a sudor, su cara estaba empapada. Nos miramos fijamente una vez que llegué a la cocina. «Por favor, déjame quedarme» dijo entre susurros angustiados. Esta no era mi casa, incluso yo era un invitado. «Por favor, déjame quedarme» repitió sin dejarme hablar.  «Cómo lo saco ahora…?» Pensé.

«¡No, no me saques!» Gimió desesperado y casi soltando lágrimas, agitando sus brazos sin propósito, como una marioneta, sus ojos recorrieron toda la cocina, como en busca de un salvador, estiró su brazo hacia el lavabo y sin ver agarró lo primero que obtuvo en mano. Un cucharón que empuñó como cuchillo, hasta que se dió cuenta. Entonces creció el pánico en sus ojos casi salidos y me apresuré a correr a su lado y del mismo lugar de donde había sacado aquél cucharón inofensivo, agarré un cuchillo grande, tan grande como la mitad de mi brazo. Me giré y se lo clavé en su voluminosa y esférica panza, perfectamente esférica, perfectamente redonda, pude sentir que penetraba algo que hacía presión hacia afuera, cuando entró el cuchillo me dolió incluso a mi, imaginar el dolor, y cuando las gotas de sangre cayeron en la punta de los zapatos aquella misteriosa empatía se hizo más fuerte, las imágenes y sensaciones de ser apuñalado rebotaban en mi cabeza como si no tuviese más cosas en las que pensar. Sin sacar el cuchillo empecé a girarlo. Noté un ruido agudo en las orejas, el rechinar de mis dientes apretando con fuerza y como un hilo agudo que atravesaba mi cuello. La sangre caía y caía. El decía entre susurros moribundos «No quiero… no me quiero ir»
Arriba… derecha… abajo… izquierda… el seguía en pie. El cuchillo no salía. Así que empecé a llevarlo a la puerta de salida, arrastrándolo a través del cuchillo, y él obediente siguiendo mis pasos, aunque repitiendo su «No quiero irme, no quiero…» Hasta que en una de sus repeticiones lo interrumpí, empujándolo hacia afuera con todo y cuchillo, y cerrando la puerta en sus narices. Puse doble cerrojo y oí su cuerpo chocando con la puerta, la tocaba suave con sus dedos. «No me dejes ir» escuché levemente. No sentía lástima en realidad, pero sentía una ausencia, ausencia de un hecho, como si toda esa lástima fuese a golpearme en algún momento, como si un pequeño nudo fuera a crecer de golpe en mi garganta, derrumbándome.
Continuó golpeando la puerta. «Por favor, no quiero» «No quiero, por favor, no lo hagas»
Nadie en casa despertaba, se me hizo extraño pues ya había empezado a crearse bastante ruido.
Pero nadie, ni dentro ni fuera de la casa salió de su habitación.
Volví al sillón, cubrí mi cuerpo, cara y pies con la cobija, cerré los ojos.
En un breve tiempo recordé que deberia limpiar la sangre y me levanté súbitamente, sentándome en el sillón, quitándome la cobija de la cara. La luz de la mañana iluminó la sala. No había golpes, ni sollozos, ni sangre.

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