Todo está oscuro…
Oscuridad sin nombre, sin textura, sin forma. No la ausencia de luz, sino la presencia invasiva de un negro absoluto que devora todo, incluso al pensamiento que intenta comprenderlo. Afuera, si es que puede hablarse de un “afuera”, se escucha un murmullo inteligible, un coro de voces sin dueño, sin intención, sin lógica… como si el lenguaje hubiera muerto pero aún persistieran sus ecos, como si los pensamientos de otros cayeran como gotas sobre una piedra invisible.
No siento mi respirar.
No hay incomodidad, tampoco placer ni desespero, sólo esta neutralidad absurda, este letargo sin orilla, este reposo que no descansa. Parecen cánticos, luego cuchicheos, luego una espera… ¿de qué? A veces, una abertura se sugiere allá arriba, tan distante que podría ser una idea más que un hecho. Figuras irreconocibles, como recuerdos desfigurados, se asoman apenas por segundos antes de cerrarse el hueco otra vez. Como si la realidad tuviera párpados y prefiriera no verme.
Luego, el movimiento.
Primero leve, casi instintivo, como si me transportaran animales silentes, ajenos a mí, guiados por rumbos que ni ellos entienden. Después, como si fuera un vehículo, como si fuera parte de una ruta ya trazada por manos ajenas. Un destino que no pregunta, que simplemente se cumple.
Ha cambiado. Todo cambia, aunque lo niegue.
Ahora me muevo de nuevo, pero esta vez el desplazamiento parece definitivo, irreversible, como el último suspiro de un mundo que no sé si alguna vez habité. La oscuridad se ha vuelto más densa, más consciente de sí. Ha crecido. Me envuelve con un abrazo que no abriga, sólo ahoga con suavidad. Ya no hay movimiento. Todo ha quedado quieto. Sólo afuera siguen los murmullos, cada vez más lejanos, más tenues, más… ajenos. Como si alguien hablara de mí sin saber que alguna vez fui.
¿Qué es eso?
Algo cae. Tierra. Fragmentos de mundo. Paladas del olvido. Primero sueltas, luego constantes. Como si la realidad cavara su distancia sobre mí. Cada partícula, una nota sorda de un réquiem que nadie pidió cantar. Y con cada caída, el sonido disminuye, la existencia se pliega en sí misma, como una hoja que se cierra para siempre.
No sé cuánto tiempo llevo aquí.
No sé si un minuto o una eternidad…
aunque, ¿cómo distinguir el tiempo cuando no hay punto de referencia, cuando el cuerpo no duele, no se mueve, no exige?
Sólo esta quietud, esta permanente suspensión, como un pensamiento atrapado en un rincón que no fue hecho para él.
El silencio ha crecido, como una bruma espesa que ahoga incluso a los ecos.
Los murmullos de afuera se han ido apagando, no como quien se aleja, sino como quien se funde con la nada.
Ya no hay sonidos, ni sombra de figuras, ni viento ni roce. Solo esta opacidad absoluta que se ha tragado todo,
incluso la idea de que alguna vez hubo algo más que esto.
Mi memoria comienza a flaquear. No sé si he vivido antes.
No sé si tuve un nombre, o si alguien pronunció el mío con ternura.
Lo poco que fui se disuelve como agua entre los dedos de la ausencia.
Queda un pensamiento tenue, un hilo que se resiste a romperse:
una pregunta que no sé cómo formular, pero que me atraviesa como un frío.
Algo… algo debía ser distinto.
Algo no terminó.
O nunca empezó.
Y entonces llega una sensación que no pedí.
No es angustia. No es paz. Es más profunda. Más cruda.
Como si en el fondo de este abismo sin color alguien respirara,
alguien que no soy yo pero que me habita.
Como si no fuera el único.
Como si este no fuera mi encierro, sino una celda compartida por otros que tampoco recuerdan haber llegado.
Como si el olvido fuera la única compañía.
Todo permanece quieto.
Y yo también.
Una espera que no acaba. Un permanecer que no lleva a ninguna parte.
Y, sin embargo, algo me dice que esto ya ha pasado antes.
Que cada silencio, cada sombra, cada pausa…
resuena con una familiaridad que duele.
Una especie de déjà vu del alma.
Y aún así…
nada cambia.
Nada termina.
OPINIONES Y COMENTARIOS