In-concluso… pero in-teresante?

In-concluso… pero in-teresante?

La deriva códigos.

Capítulo 1

Era uno de esos domingos en los que la melancolía no llega como tormenta, sino como una llovizna tenue que lo empapa todo sin que uno se dé cuenta. Me desperté temprano, como si algún algoritmo desconocido dentro de mí supiera que debía hacerlo, aunque no tuviera nada que hacer. Me preparé un café de filtro —sí, de esos que gotean lento y exhalan un vapor con olor a refugio—, y me senté frente al ventanal con la taza entre las manos. Afuera, la ciudad bostezaba en tonos grisáceos. No había urgencia en el aire, sólo una suspensión entre lo que fue y lo que vendrá.

Durante años pensé que el mundo estaba hecho de estructuras visibles. Software, hardware, binarios, fórmulas. Todo tan bello en su simetría lógica. Pero un día —no sabría decir cuál, porque las fechas se me escapan igual que los nombres de mis compañeros de secundaria— sentí que algo había empezado a agrietarse. No en el mundo. En mí.

Al principio eran detalles: no recordar por qué había entrado a una habitación, o sentir una tristeza súbita al oír una melodía de videojuego de 16 bits. Luego fue más hondo. Una vez, viendo un documental sobre trenes alemanes, lloré. No por el contenido, claro, sino por la voz del narrador. Era tan pausada, tan llena de una calma ajena a todo apuro moderno, que me rompió algo en el pecho.

Mi cuarto está lleno de objetos que la mayoría consideraría inútiles: posters de ciencia ficción, teclados mecánicos desarmados, muñecos articulados, libros de teoría cuántica en ediciones viejas y amarillentas. Pero para mí son fragmentos de un mapa. Un mapa incompleto, sí, pero un mapa al fin. Cada pieza tiene una coordenada en el tiempo: la cinta VHS de «Blade Runner» que me regaló mi tío cuando tenía once años; la calculadora HP que heredé de mi abuelo; el libro de lógica simbólica que subrayé con esmero a los diecisiete.

Hay una serenidad que sólo el pasado puede ofrecer. Y a veces, esa serenidad se mezcla con culpa. No culpa por haber hecho algo malo, sino culpa por haber olvidado algo importante, algo que uno sabe que debería recordar. Un cumpleaños, un aroma, una voz.

Tenía doce años cuando descubrí que las palabras podían ser refugio. En el rincón más apartado de la biblioteca del colegio había un libro sin tapas, abandonado como un satélite que dejó de emitir señal. Empecé a leerlo por curiosidad y terminé con el corazón apretado. Era la historia de un hombre que, sabiendo que no podía cambiar su destino, lo abrazaba con la dignidad de un emperador exiliado. No entendí todo, pero entendí lo esencial: que había belleza incluso en la derrota.

Desde entonces, cada vez que la realidad se volvía insoportable, yo buscaba esa belleza. A veces en los márgenes de los libros, otras en las líneas de código, otras en los sueños donde volvía a hablar con mi abuela. Ella, que no sabía nada de Java ni de servidores Linux, me hablaba con una sabiduría más exacta que cualquier lenguaje de programación.

Esta mañana, al mirar el reflejo de mi rostro en el vidrio empañado, no me reconocí del todo. Hay algo en el paso del tiempo que no se deja codificar. Un algoritmo que se ejecuta en segundo plano y transforma al sujeto sin pedir permiso. Sentí una ternura amarga por aquel niño que fui: el que buscaba señales en las estrellas y respuestas en los manuales. Y me prometí algo: escribir. No por vanidad ni por terapia, sino porque quizá alguien, algún día, encuentre en mis palabras lo que yo encontré en aquel libro sin tapas.

La humanidad, a veces, se resume en eso: en buscar entre ruinas una frase que nos devuelva la dignidad perdida.

Y así, con el vapor del café aún tibio en mi taza, comencé este cuaderno. No para narrar hazañas, sino para rescatar fragmentos. Fragmentos de un friki, sí, pero también de un hombre que aprendió que los errores de compilación también son parte del viaje.

Capítulo 2

Me desperté tarde. El reloj marcaba las diez y cinco. No había sol. Había una luz opaca, como si la mañana dudara en aparecer. Me levanté sin entusiasmo. El cuerpo obedecía, pero la mente no encontraba un porqué. Encendí la computadora por inercia. Ningún mensaje. Ninguna novedad. Abrí el navegador. Cerré el navegador. Caminé hasta la cocina. No había leche. Puse agua a hervir y preparé café instantáneo. El sabor me resultó ajeno. Como si lo bebiera otro. Me senté en el borde de la cama con la taza caliente en las manos. Afuera, los autos pasaban sin propósito aparente. Como yo.

Me pregunté si alguna vez hubo sentido. Si alguna vez realmente creí que cada línea de código que escribía contribuía a algo mayor. A veces pensaba que la pantalla negra con letras verdes era un refugio, pero ahora se me aparecía como una cueva sin ecos. Todo lo que hago termina siendo descartado, obsoleto, reemplazado. La obsolescencia como destino.

Recordé a Mauro, un ex compañero del trabajo que un día, sin decir nada, se fue a vivir a una comunidad autosustentable en Córdoba. «Quiero ver qué pasa si programo papas en vez de sistemas», me dijo en un correo antes de desaparecer del todo. Pensé que estaba loco. Hoy me pregunto si no era el único cuerdo.

Salí a la calle con los auriculares puestos. Escuchaba una lista de reproducción de sonidos lo-fi con lluvia de fondo. Era curioso: afuera no llovía. La simulación me tranquilizaba más que la realidad. Pasé por una plaza. Había un tipo con una remera de Evangelion sentado solo en un banco, leyendo a Heidegger. Me detuve a mirarlo. Era igual a mí. O al menos a la versión de mí que aún no se había rendido.

La tarde siguió sin sobresaltos. Compré pan, evité mirarme en los reflejos, ignoré llamadas. En algún momento vi a una pareja besarse en un semáforo. Sentí algo. No fue envidia. Fue una mezcla de nostalgia y vacío. Como si hubiera olvidado lo que se siente ser parte del mundo.

Regresé a casa. No encendí la luz. La penumbra no incomodaba. Pensé en todo lo que debería hacer. En todos los pendientes. En los correos sin contestar. En los amigos con los que ya no hablo. Pero no hice nada. Me senté frente al monitor apagado y cerré los ojos.

En algún lugar del silencio, sentí una pregunta que no tenía forma pero sí peso. ¿Y si no hay más que esto?

Y si no lo hay, ¿es suficiente?

No obtuve respuesta. Pero tampoco la busqué con desesperación. Acepté la duda como quien acepta el clima: sin esperanza de cambiarlo. Solo con la voluntad de seguir caminando bajo la lluvia.

Quizá eso sea vivir: tolerar la incomodidad del sinsentido y, aun así, poner el agua para otro café.

Capítulo 3

Lo que sigue no ocurrió en línea recta, ni en la memoria ni en la vida. Cada escena me llega como un fragmento desordenado, como un bug que no puedo replicar, pero cuyo efecto persiste en la ejecución del sistema. Hay días en los que recuerdo la navidad de 2004 antes que la discusión de ayer. Otras veces, el rostro de mi madre se mezcla con la interfaz de un emulador viejo. El tiempo, para mí, nunca ha sido una línea: es una red sin jerarquías.

«No toques eso, idiota», dijo Nico. Tenía ocho años y ya hablaba como adulto frustrado. Su voz me vuelve como un eco en un garage oscuro, el día que rompimos la antena parabólica para ver qué había adentro. Yo sostenía el destornillador y él la culpa.

Saltamos al año en que Julieta me dejó. No por nada en particular, sino por todo en general. «Te fuiste antes de irte», me dijo. Nunca entendí bien qué significaba. Tal vez que ya no me veía ahí. Tal vez que nunca estuve del todo.

Mi abuela aún vivía. Cocinaba fideos con manteca y me hablaba de su infancia en el campo. A veces la confundo con un personaje de juego RPG: sabia, distante, con frases que activaban misiones internas. «No creas en los que se ríen muy fuerte. A veces se tapan un abismo». Esa frase me cayó encima como una lluvia sin aviso. Todavía la uso cuando me siento frente a alguien demasiado alegre.

2007: aprendí ensamblador. También me enteré de la muerte de mi perro Rulo. Las dos cosas ocurrieron el mismo martes. La tristeza fue una variable global que contaminó todo lo que ejecuté ese mes. Me volví torpe. Hice commits con errores infantiles. Mi jefe me dijo que estaba «en otro lado». Y tenía razón. Estaba en una casa con olor a perro mojado y teclado mecánico, solo que nadie podía verlo.

Saltamos otra vez. Esta vez, al año en que me encerré a ver todas las películas de Tarkovski en una semana. Fue un experimento. Terminé con fiebre y con la sensación de que existía una capa secreta del mundo que nadie nombraba, pero todos intuían.

Escucho una voz. ¿Es mi madre? ¿Es la voz de Julieta o de la máquina de café en la oficina? El problema con recordar es que uno reescribe sin querer. Todo lo que cuento ya está corrupto. Pero ¿acaso importa? Si la verdad sólo puede decirse desde el temblor.

Cada línea de este cuaderno es una cronología imposible. No estoy intentando ordenar. Estoy intentando entender. Y para entender, a veces hay que dejar que las escenas se agolpen como mensajes en una consola colapsada.

Recuerdo una noche específica. Había un loop en mi cabeza, una frase que no me dejaba dormir: «No hay tecla escape para lo que sentimos». La anoté en un papel. Lo perdí. La volví a escribir en un post-it. Hoy la tengo pegada al marco del monitor. Es mi mantra. Mi consuelo.

Y si algún día alguien encuentra este cuaderno, le pido perdón por la falta de orden. La vida no compila. Apenas corre. Y eso, a veces, es suficiente para seguir adelante.

Capítulo 4

El alma, en ocasiones, se convierte en un mecanismo complejo, no por su oscuridad, sino por su diseño caprichoso. Despierto con la sensación de haber soñado con una sinfonía que alguien me recitaba en alemán, aunque no hablo ese idioma. Me levanto con el cuerpo tenso, como si hubiera sostenido una discusión filosófica con la almohada. El mundo se filtra por la ventana con un orden severo: el árbol en su sitio, la luz avanzando con método, los autos cumpliendo sus trayectos sin cuestionarlos.

Enciendo la cafetera como si realizara un rito, con esa forma casi reverente que uno adopta frente a los objetos que le devuelven algo de estabilidad. Mientras espero, hojeo un libro de teoría estética que quedó abierto en el suelo. Subrayé una frase: «El hombre moderno, sin Dios, busca eternidad en lo efímero». Cierro el libro. La frase me persigue mientras revuelvo el café.

He vivido estos últimos años como quien observa un laboratorio donde nada funciona del todo pero todo persiste. Mis relaciones, mis proyectos, incluso mis crisis, han tenido esa cualidad: la de lo que sobrevive sin justificarse. Y, sin embargo, hay una elegancia secreta en ese sobrellevar. Como si la vida, aun fragmentada, conservase cierta dignidad por el solo hecho de continuar.

Recuerdo la última vez que hablé con Elías, un profesor retirado de epistemología que conocí en un foro de programación funcional. Discutíamos sobre Hegel y patrones de diseño. Lo visitaba los jueves en su casa, donde siempre sonaba alguna pieza de Mahler. Una tarde me preguntó si creía que la tristeza era una forma de lucidez. Le respondí que sí, pero no supe explicar por qué.

Él murió al año siguiente. Me dejó su biblioteca y una carta: «La razón también se cansa. Elige tus preguntas con ternura». Desde entonces, intento hacerlo. No siempre lo logro. A veces me descubro formulando interrogantes como castigos, como formas de arrinconarme a mí mismo.

Hoy, mientras camino hacia el trabajo, noto que todo en la ciudad parece seguir una partitura muda. Los trajes, los horarios, los gestos en los ascensores. No es que falte pasión, es que está cuidadosamente oculta bajo capas de ironía y protocolo. En el subte, una mujer llora sin disimulo. Nadie la mira. Yo tampoco, aunque mi alma la acompaña con una dignidad que no sé de dónde me nace.

Hay algo noble en no entender el mundo pero seguir habitándolo. En mi escritorio, bajo el monitor, hay un papel donde escribí: «Lo que no se puede transformar, se sobrelleva con estilo». No sé si es una idea original. Tal vez lo leí en algún lugar. Tal vez lo soñé. Pero cada vez que lo releo, me siento menos perdido.

Hay días en que todo parece un ensayo para algo que nunca llegará. Y sin embargo, seguimos ensayando. Como si la posibilidad de que llegue fuera ya, en sí, una forma de salvación.

En la noche, cierro la laptop y me sirvo una copa de vino con la torpeza de quien intenta recordar una melodía antigua. Y pienso en la arquitectura del tiempo: en cómo construimos pasillos y bóvedas para poder sostenernos. Y en cómo, a pesar del deterioro, hay una belleza que insiste.

La grandeza no está en vencer el caos, sino en saber ponerle nombre sin que nos venza. Y yo, con todas mis líneas de código fallidas, mis vínculos trémulos, mis hábitos rotos, sigo aquí. Nombrando.

Y eso, quizás, sea lo más parecido a vivir con dignidad.

Capítulo 5

No soy bueno. No lo soy. Tampoco soy malo, aunque a veces lo he deseado. Ser malo, al menos, ofrece una coherencia. Uno actúa desde el rencor, el egoísmo o la ira. Pero ser tibio, estar siempre oscilando entre el impulso y la contención, entre la culpa y el deseo de redención… eso es una tortura.

Ayer discutí con Mariana. Otra vez. Ella me dijo que todo en mí es cálculo, que hasta mis silencios están premeditados. Me quedé mirándola. No porque no supiera qué decir, sino porque temí que tuviera razón. Y si la tenía, ¿qué parte de mí era auténtica? ¿Qué fragmento no estaba ya moldeado por una lógica defensiva, por esa programación afectiva que aprendí desde chico para no desarmarme del todo?

Después de que se fue, estuve horas sentado en la cocina sin encender la luz. Me hablaba en voz baja, a mí mismo, como si pudiera persuadirme de ser otra cosa. Me dije que era sensible, que era analítico, que amaba a Mariana, que me duele el mundo. Y también me dije que todo eso puede ser cierto y, al mismo tiempo, no servir de nada.

Hay una escena que vuelve mucho últimamente: yo, con doce años, sentado en el pasillo de casa, escuchando cómo mi padre rompía platos en la cocina. Mi madre no lloraba. Sólo murmuraba su nombre. Y yo pensaba que la violencia tenía una lógica. Que si la entendía, podría prevenirla. Desde entonces, intenté racionalizar todo. Incluso el amor.

Pero el amor no se deja compilar. Da errores en tiempo de ejecución. A veces ni siquiera te da warnings.

Hoy soñé que mataba a alguien. No vi el rostro. Sólo el acto: una fuerza súbita, mis manos apretando algo que se resistía y luego cedía. Me desperté con la garganta cerrada, el cuerpo sudado, y la certeza de que, en alguna parte de mí, hay una oscuridad que no entiendo.

Quise escribirle a Mariana. Pedirle perdón. Decirle que no soy perfecto, que estoy lleno de errores, pero que la quiero. Luego pensé: ¿y si eso también es egoísmo? ¿Y si quiero aliviar mi culpa más que reparar algo real?

Hoy, frente al espejo, vi mis ojos y me dije: no sé quién sos. Pero estás acá. Y si estás acá, algo hay que hacer con eso. No desaparecer, no fingir, no anestesiar. Tal vez, simplemente, dejar que duela.

Porque a veces lo único moral es no escapar del dolor. Habitarlo. Sentirlo sin disimulo. Y aprender a vivir sin certezas, sabiendo que dentro de uno puede anidar tanto la ternura como el espanto.

Y con esa conciencia —tibia, temblorosa, inestable— me preparo otro café. No como consuelo. Como condena dulce. Como acto de fe involuntaria.

Seguir vivo. Con todo el desorden adentro.

Capítulo 6

hora incierta me despierta la luz de un semáforo atravesando la persiana como una señal cifrada verde parpadea roja constante y yo sin saber si debo detenerme o avanzar el reloj late como un tambor sin ritmo ayer hoy qué día es hay una taza en la mesa y un cable enredado en mi pie me levanto sin pensarlo no por decisión sino por empuje como si algo me expulsara del colchón pienso en Mariana en su nombre en su ausencia en cómo se diluyen las personas no con un portazo sino con el eco posterior

la ducha no funciona bien el agua cae como si dudara recuerdo una frase en un foro de programación «las cosas no fallan de golpe sino línea por línea» mi mente la repite como un mantra sin sentido pienso en la idea de la culpa como si fuera una contraseña que olvidé anotar la rutina empieza sin mí yo sólo la sigo el cuerpo desayuna solo mis pensamientos están corriendo por un pasillo del secundario donde alguien me gritó nerd y me reí pero por dentro me dolió esa palabra quedó pegada a mí como un adhesivo invisible

camino por la ciudad con los auriculares puestos pero la música se disuelve mi mente suena más fuerte me grita cosas me recuerda que olvidé pagar la cuenta del gas que no respondí un mail importante que la ropa sucia se acumula en el rincón donde antes dormía el gato que ya no está

todo ocurre en paralelo el paso de la señora que empuja un changuito rojo el cartel luminoso que dice panadería pero está cerrado la risa de dos chicos en bicicleta la línea de código que no resolví ayer y que quizá nunca resuelva porque el bug soy yo no la función que falló

subo las escaleras del subte pero no bajo me quedo mirando los peldaños como si fueran un lenguaje antiguo que olvidé leer no bajo no subo me quedo me quedo porque moverme implicaría elegir y elegir me implica y yo estoy cansado de ser yo

la noche cae sin aviso una línea negra sobre el borde del cielo vuelvo a casa pero no la reconozco cambio el foco de la lámpara y en ese acto insignificante siento que modifiqué el universo escribo esto sin puntos sin pausas porque la cabeza no tiene respiros y si me detengo se rompe la ilusión de continuidad

dicen que los sueños se interpretan pero a mí me interpretan los días cada uno me lee como quiere y yo me dejo escribir por ellos

mañana será otra función otra variable otro error pero seguiré declarando esta existencia como si fuera un script que debe correr aunque nadie lo invoque aunque nadie lo vea

aunque sólo quede yo para leer la salida por consola

Capítulo 7

Volver a contar una historia es, a veces, como invocar una ciudad entera: sus olores, sus veredas agrietadas, sus luces titilando al borde del apagón. La noche anterior soñé que flotaba entre palabras desordenadas, que me hablaban desde adentro de una radio vieja, y al despertar no sabía si había sido un sueño o un recuerdo adulterado. Así son los comienzos: siempre confusos, siempre ilegítimos hasta que alguien los escucha.

No me preguntes cómo, pero terminé sentado en un bar de San Telmo, frente a un desconocido que dibujaba mariposas con un tenedor sobre el mantel de papel. Hablamos de cosas absurdas: de cómo los porteros eléctricos están desapareciendo, de si los gatos sueñan en color o en código binario. Él me miró y dijo: «Vos tenés el corazón encendido, pero lo tenés en modo avión». Me reí como se ríen los solitarios: con la boca y no con los ojos.

La ciudad tenía ese tono exacto entre domingo y poema sin terminar. Caminé sin rumbo, cruzando esquinas como si fueran capítulos mal editados. Un saxofonista en la esquina de Balcarce le daba jazz a las piedras. Me quedé escuchando. Pensé en mi abuelo, que nunca tocó un instrumento pero decía que toda vida debía tener una banda sonora interna. «Si vivís en silencio total, cuidado. Puede que estés en pausa sin saberlo».

Doblé por una callecita empedrada. En la vidriera de una librería de usados, un cartel manuscrito decía: «No vendemos libros, los adoptamos». Entré. El olor a papel viejo, humedad y tinta casi me hizo llorar. No era nostalgia, era hogar. Me acerqué a una estantería con tomos manchados y lomos torcidos. Elegí uno al azar, sin mirarlo. Lo abrí. Dentro, una hoja suelta decía: «No toda fuga es huida. A veces es regreso disfrazado». Sentí que el universo había escrito eso para mí.

Volví a casa en colectivo. La línea 126. El asiento de atrás. Me puse a escribir en el celular todo lo que no pude decirle a Mariana. No lo envié. Lo guardé en borradores. A veces me consuela más escribir lo que podría ser que vivir lo que realmente es.

Y al llegar, al abrir la puerta, sentí que la noche ya no era amenaza, sino cómplice. Me preparé un té. Me senté. Y escribí esto.

Como quien no quiere dormir, por miedo a olvidar algo esencial del día. Como quien no quiere callar, por temor a que el silencio se vuelva definitivo.

Como quien ama en secreto pero escribe en voz alta.

Capítulo 8

Hay mañanas en las que el reflejo en el espejo parece un extraño que paga mis facturas. Hoy, al verme, dudé de mis propios rasgos: la frente algo más arrugada, los ojos un poco más sombríos. Me preparé un café como si ejecutara un script por rutina, pero al probarlo sentí un temblor distinto: un recuerdo apagado de risas infantiles que no lograba descifrar.

Caminé por la avenida sin prisa, pensando en aquellos días en que un fugaz sentido daba propósito a todo. Quise escribir en el aire, pero mis dedos permanecieron inmóviles. Pensé en mi viejo cuaderno de apuntes, en las líneas que nunca volví a leer. Quizás guardé en él la llave de otro yo, el que creía que entender el mundo bastaba para domarlo.

El viento jugaba con las hojas secas, llevándolas y trayéndolas sin un destino claro. Me recordó a las ideas: dispersas, volátiles, a menudo imposibles de retener. Sin embargo, cada hoja encontraba al final su lugar en alguna grieta, en algún rincón. Tal vez así funcionamos los humanos: perdidos por momentos, pero hallando descanso donde menos lo imaginamos.

Pensé en Mariana. En la última vez que hablamos, sus palabras no fueron consuelo, sino un espejo. Me vi claro, sin filtros. Y entendí que el reconocimiento propio duele, pero cura. Me dije que hoy renacería, no como un ave fénix, sino como un código depurado: con fallas, sí, pero libre de redundancias.

Volví a casa al ocaso. El cielo era de un tono berenjena que me pareció casi irreverente, como una broma cósmica. Entré, cerré la puerta y prendí la lámpara. Sobre la mesa, mi cuaderno esperaba, tenue, como un amigo fiel. Lo abrí en blanco. Respiré hondo. Empecé a escribir.

Capítulo 9

No es la vida lo que duele, es la lucidez. El saber sin anestesia. Me detuve hoy frente a un banco oxidado en la plaza, donde un niño intentaba encajar una pieza de plástico en otra sin lograrlo. Gritaba frustrado. La madre lo observaba sin intervenir, como si supiera que hay derrotas necesarias. Sentí que en ese niño estaba toda mi historia: el intento vano de forzar un encastre entre mi ser y el mundo.

¿Es este absurdo lo que llamamos destino? Caminar hacia ninguna parte mientras la mente repite consignas de productividad y sentido. Pero no hay sentido. Hay tránsito. Hay, en todo caso, una obstinación por no caer. Por no rendirse al hastío.

Pasé por la biblioteca municipal. Entré sin saber qué buscaba. Tomé un libro al azar. Lo abrí en una página subrayada: “vivir es empujar una roca sin saber si hay cima”. Cerré el libro. Sentí la compañía de una humanidad que también se cansa.

Hoy almorcé solo. Una milanesa fría y arroz pegoteado. Nada trágico. Sólo desabrido. Como tantos días. Como tantos sueños. Y sin embargo, comí. Y eso me bastó para seguir.

El sol se escondió temprano. Volví a casa con pasos rectos y pensamientos torcidos. Encendí la lámpara de escritorio. Miré mis manos. Las sentí ajenas, como herramientas de un yo que ya no decido. Pero aún puedo escribir. Y mientras pueda escribir, algo en mí insiste.

No hay consuelo, pero hay forma. No hay esperanza, pero hay acto. No hay razón, pero hay testimonio. Y con eso, quizás, sea suficiente.

Escribo esto con una calma que no es paz. Es resignación. Es claridad. Y me permito pensar que, tal vez, allí comienza la verdadera libertad.

Capítulo 10

Noche. Mi abuela llamaba así a cualquier cosa que no tuviera luz. Podía ser una habitación cerrada, una pausa larga en una conversación, o simplemente el momento entre el sueño y el insomnio. Noche. Ahora, esa palabra me raspa los dientes cuando la pienso, porque ya no significa oscuridad: significa espesura. Como si en vez de andar, uno tuviera que empujar el aire.

Estoy en casa. Al menos eso dice el cuerpo, porque la cabeza todavía se quedó en el pasillo de aquel hospital, escuchando cómo alguien lloraba con un ritmo preciso, como una gota golpeando el mismo balde. Lloraba por alguien, quizá por mí. No lo supe entonces. Tampoco ahora.

Escribo sin mirar. El teclado suena como una caja registradora vieja. Como si cada letra costara algo. Y cuesta. Me cuesta escribir porque cada frase arrastra una raíz que no quiero revisar. No quiero recordar. Pero recordar, me dice algo dentro, es también reescribir.

Ayer soñé con mi padre. O alguien que hablaba como él. Me decía: “No hay estructura que te salve si el fundamento está podrido.” Me desperté con el sabor del óxido en la boca. Busqué una hoja, un lápiz, y sólo encontré una servilleta de delivery. 

Allí anoté: «No toda tristeza es útil, pero toda alegría merece ser sospechada.» Luego la rompí. ¿Por qué la rompí? Tal vez porque sonaba honesta. Tal vez porque no quería recordar que podía escribir así.

En esta habitación hay una lámpara que no enciendo, una frazada que no uso, una guitarra con dos cuerdas flojas. Todo se conserva como si aún lo necesitara. Todo me observa como si yo les debiera algo. Y quizás les deba: un gesto, una canción, un uso. 

Pero no tengo fuerza para tocar nada. Sólo escribo. Y en eso, tal vez, haya un acto de fe miserable.

Fuera de esta página, las cosas siguen ocurriendo. El mundo gira, la gente trabaja, la panadería de la esquina hornea sus facturas. Pero yo estoy en pausa. Suspendido entre dos frases que no se conectan. Entre el ruido del pasado y la sordera del futuro.

Hoy no hay desenlace. Hoy sólo hay voz. Una voz que, aunque quebrada, aún quiere contarse.

Y eso, por ahora, basta.

Capítulo 11

El correo llegó sin sobresalto. Una notificación electrónica, sin remitente claro, apenas un asunto escueto: “Escuchá esto.” Dudé unos segundos antes de abrir el archivo de audio. A veces, uno no teme a lo desconocido, sino a lo que conoce demasiado bien. Al presionar «play», reconocí la voz. Mariana. Hablaba despacio, como si cada sílaba tuviera que cruzar una frontera emocional antes de existir. No lloraba. Eso era lo peor: no lloraba. Era una voz que había dejado de suplicar para empezar a relatar. Un réquiem sin música.

«Creo que no te perdí a vos. Me perdí a mí misma intentando entenderte.»

La grabación duraba un minuto y veintitrés segundos. Pero yo la escuché como quien atraviesa un invierno. Luego silencio. Un silencio que se hizo carne. Me quedé inmóvil, como si alguien me hubiera desactivado desde adentro. Pensé en escribirle, pero no para responder: para pedirle que me borre. Como si una palabra pudiera convertir en polvo todo lo que fuimos.

Entonces bajé la mirada y vi mis manos. Tantas veces las he observado, tantas veces he confiado en su firmeza para programar, para escribir, para acariciar. Hoy las vi vulnerables. No por lo que sostenían, sino por lo que no podían ya sostener. Esas manos que no alcanzaron.

Tomé el abrigo. Salí sin rumbo. Había una niebla espesa en la calle, una de esas que no mojan, pero opacan. Caminé hasta la vieja estación de tren. No tenía destino en mente, pero me senté en un banco del andén como si esperara una metáfora. Y llegó, claro: un tren oxidado, sin pasajeros, sin luz interior. Una presencia desangelada cruzando la bruma. Me vi en él. Un sistema que sigue funcionando aunque nadie lo habite.

Un señor mayor, con sombrero marrón y bufanda anudada con descuido, se sentó a mi lado. No dijo nada. Pero olía a tabaco rubio y a madera, como los libros viejos. Me miró de reojo. Hizo un gesto apenas, como un asentimiento compartido entre quienes entienden que a veces vivir no se trata de resolver, sino de presenciar.

No supe su nombre. Ni él el mío. Pero nos reconocimos en la derrota digna del que no ha renunciado del todo.

Volví a casa ya entrada la noche. La ciudad había cambiado de capa: ahora era un teatro oscuro donde sólo los semáforos jugaban a ser actores. Al llegar, me saqué el abrigo, puse agua para un té y, sin pensarlo, abrí mi cuaderno.

Escribí:

«No es la tristeza lo que erosiona, sino la falta de testigo. Que alguien escuche, aunque no entienda. Que alguien lea, aunque no sepa tu idioma.»

Y por primera vez en días, sentí que algo en mí se abrigaba. No era consuelo. Era un principio.

Capítulo 12

No sé cuándo comenzó a girar todo. Tal vez fue esa noche en que la lámpara parpadeó tres veces, y la cuarta no vino, y entonces pensé que el universo había decidido hablarme en código Morse, pero yo había olvidado cómo se decodifican los mensajes. O fue antes. Fue siempre.

La lluvia no caía. Rebotaba. Como pensamientos en mi cabeza. Como piedras contra un vidrio que aún no se rompe. Cada gota era una palabra que no dije. Mariana, otra vez. Mariana, siempre. Su nombre como un eco impreso en la base del cráneo, donde las ideas se vuelven instinto.

Yo era el tipo que abría carpetas viejas en discos externos sin etiquetas, buscando un archivo que nunca guardé. La vida entera convertida en un archivo corrupto: .recuerdo_diciembre_final.exe. ¿Dónde estaba el error? ¿En la extensión? ¿En la fecha de modificación? ¿En mí?

Mi madre aparece sin que la nombre. No sé si es un recuerdo, un sueño, un desliz neuronal. Dice algo sobre el arroz. Dice que si el arroz se pasa, no sirve, pero igual alimenta. Yo río. No sé si por la frase o por el hecho de que esté muerta y siga dando consejos culinarios en mi cabeza.

Hay una silla en la cocina que no uso. Tiene una pata coja. Si me siento allí, tiemblo. Pero hay algo honesto en esa inestabilidad. Más que en cualquier discurso motivacional. Uno debería vivir así: consciente de que se puede caer en cualquier momento. De que no hay algoritmo de respaldo para el alma.

La memoria no viene cuando se la llama. Viene sola, como una ex pareja con nuevo perfume. Y te pide que no llores. Y vos, claro, llorás igual, pero por dentro. Como los hombres que crecieron frente a televisores con imagen analógica y nunca aprendieron a pedir ayuda con palabras que no suenen técnicas.

Recuerdo el cumpleaños veinticinco. No por la fiesta, no hubo. Sino por la soledad tan bien organizada. Me cociné algo. Me canté el feliz cumpleaños en voz baja. Me regalé un mouse ergonómico. Me dije que estaba bien. Me mentí con cariño.

La calle tiene semáforos sin lógica. Cambian de color cuando no hay nadie mirando. Como si fueran mecanismos diseñados para el absurdo. ¿Y si Dios es un semáforo roto? ¿Y si todo este tránsito de pensamientos y recuerdos y códigos y gente y años es sólo eso: una intersección donde nadie tiene prioridad?

Subo la escalera de a uno. Piso por piso. Pared por pared. Latido por latido. Al llegar al cuarto, enciendo la luz, pero ya estoy ciego de tanta conciencia. Me siento. El teclado me observa. La silla me acusa. Escribo con dedos que ya no son míos. Son de todos los que fui y olvidé.

Escribo así:

No busco redención. Busco sintaxis. Una frase que contenga la furia sin destruir la gramática del alma.

Mañana, quizá, entenderé lo que escribí. O no. Da igual. A veces, lo único cuerdo es narrarse para no desaparecer del todo.

Capítulo 13

No tengo redención. Y, sin embargo, la deseo con la fuerza de un pecador que no cree en el cielo pero teme el infierno. ¿Es cobardía? Tal vez. Tal vez es sólo humanidad desnuda, sin filosofía ni consuelo. La humanidad sin ornamento: sucia, confundida, palpitante. Como yo.

Hoy estuve a punto de hacer algo estúpido. No lo hice. Pero el hecho de haberlo pensado me condena más que el acto en sí. Me vi frente al espejo con la tijera en la mano, no por la sangre —no quiero morir—, sino por el gesto. Quería que algo doliera fuera. Quería prueba visible de lo invisible. ¿Cómo demostrar que uno está roto cuando el mundo sólo cree en lo que sangra?

Me acordé de Mariana. Otra vez. Siempre. Maldita sea. Pensé en decirle la verdad. Toda. Desde aquella noche en que fingí no escucharla llorar en el baño, hasta la vez que, por orgullo, borré su mensaje sin leerlo. Pensé en contarle lo más vergonzoso: que todavía me duermo abrazando una almohada que huele a su ausencia.

Pero no. Me callé. ¿De qué sirve confesar si no hay perdón posible? ¿Y si la confesión es sólo una forma más refinada de egoísmo? ¿Una manera de lavar la culpa sin importar el daño que uno ha hecho?

Leí hoy una frase en un foro de viejos programadores: “Un sistema nunca se rompe del todo. Siempre quedan funciones latentes.” Me estremecí. Porque yo soy ese sistema. No funciono, pero no dejo de intentarlo. Y no sé si eso es virtud o patetismo.

Hoy, en la fila del supermercado, una mujer delante mío llevaba sólo dos cosas: pan y jabón. Algo en esa imagen me quebró. Pan para el cuerpo. Jabón para el alma. Quise decirle algo. No sé qué. Tal vez: “Gracias por recordarme que la dignidad se compone de gestos simples.” Pero no dije nada. Apenas sonreí. Tal vez me creyó amable. No lo soy. Sólo estaba, por un momento, menos perdido.

¿Por qué escribo esto? ¿Por qué sigo llenando páginas si ya no espero lectores? Tal vez porque aún hay un juez adentro mío que no se ha dormido. Un juez sin toga, sin martillo. Sólo con una voz que repite:

“¿Y si no hiciste lo correcto, pero hiciste lo único que podías hacer?”

Cierro el cuaderno. Lo dejo sobre la mesa como quien deja un cuchillo. No para herir. Para evitar hacerlo. Apago la luz. La noche no consuela, pero sí cubre.

Y esta vez, al menos esta vez, duermo sin mentirme.

Capítulo 14

cuarto en penumbra luz oblicua filtrándose como si el sol se arrepintiera de salir café frío en la mesa no lo tomé lo olvidé o no quise o me olvidé de quererlo vibración en el bolsillo ni siquiera reviso ya sé que es un recordatorio de algo que no haré y sin embargo vibra insiste como una mosca encerrada que no se resigna a ser invisible

crucé la ciudad hoy a pie porque los autos son demasiado lineales y yo necesitaba curvas necesitaba que el cuerpo duela para que el pensamiento se calle esquina empedrada un perro durmiendo contra una rueda oxidada pensé en abrazarlo pensé en ser él pensé en dejarme ahí dormido hecho bulto calor tibio sin culpa sin narrativa sin Mariana

Mariana de nuevo como un eco pegajoso como una canción de NES que no se va del todo porque ya es parte del lóbulo auditivo como un segundo nombre que uno no dice pero carga me acordé del día en que me habló de los caracoles que cambian de concha cuando ya no les queda espacio me lo dijo mientras pelaba una naranja y yo no entendí nada después sí claro después cuando se fue me di cuenta que hablaba de nosotros

una paloma me miró desde un cable pensé si los pájaros sienten vértigo o si el cielo es su suelo y nosotros los caídos las sombras los que miramos para arriba porque no tenemos otro lugar donde encontrar sentido

la pantalla del celular brilló un segundo me reflejé ahí por accidente qué imagen soy ese yo pixelado con los ojos diluidos y la boca torcida como un glitch humano y si soy eso nada más un error gráfico un residuo del render de otro

en la plaza un niño me preguntó la hora le dije un número inventado no quería darle el tiempo real me pareció cruel me pareció inútil que un niño sepa en qué segundo exacto se rompió el mundo

vuelvo escribo esto sin mirar sin corregir sin pensar sólo dejar que la tinta se derrame como cuando uno se corta y en vez de gritar observa la forma de la herida como arte abstracto

me acuerdo del pan que comí esta mañana crujiente borde tibio interior suave el pan como única certeza como cuerpo que no juzga como idioma común entre yo y el universo

yo pan vos palabra nosotros fragmento

la noche cae como un telón y nadie aplaude

Capítulo 15

Mi vecino del 4ºB se llama Don Raúl. Tiene 73 años, una panza que le rebota cuando ríe, y una colección de camisas escocesas que lleva con la dignidad de un caballero caído en desgracia. Cada viernes me deja un pan casero en la puerta, sin nota, sin explicación. Yo tampoco pregunto. Es nuestro pacto tácito: él hornea, yo recibo.

Hoy me lo crucé en el ascensor. Llevaba una bolsa con naranjas y un libro de tapa blanda de esos que venden en kioscos. Me saludó con un movimiento de ceja y un “estamos todos medio jodidos, ¿no?”, que me pareció una síntesis perfecta de la actualidad. Asentí. Él olía a jabón de lavarropas y un poco a nostalgia. Hablamos del clima. Del precio del queso. Del hecho de que el portero nuevo no saluda.

Y por un instante, sentí que la vida tenía sentido. No el sentido heroico, sino el doméstico: el que se teje entre saludos de pasillo, bolsas que crujen y silencios compartidos en un ascensor que tarda en cerrar las puertas.

En la calle, vi a una mujer barriendo con furia la vereda. Su escoba parecía tener cuentas pendientes con el polvo del universo. Pensé que quizá era su manera de resistir. De decir “a mí no me vas a ganar” al caos general. A su lado, un perro flaco dormía sin preocuparse por nada de eso. Me pareció justo. Que alguien descansara mientras otros peleaban contra lo inevitable.

En la oficina, mi jefe repitió por tercera vez en el mes que “hay que reinventarse”. Yo sonreí con la amargura del que ya se ha reinventado tanto que no recuerda su forma original. A la hora del almuerzo, abrí mi vianda de arroz con atún. Un clásico de los derrotados elegantes. Me distrajo un sonido: alguien lloraba en el baño. No por escándalo, sino por necesidad. Nadie dijo nada. Todos fingimos que era la cisterna.

Volví a casa con los hombros cansados, pero el alma curiosamente atenta. Me encontré, otra vez, con el pan de Don Raúl. Esta vez tenía una nota. Escrita a mano, con letra temblorosa: “Por si algún día te falta fuerza, sabé que tenés un horno cerca.”

Me quebré. No por el pan. Por lo que el pan simbolizaba: que incluso los vínculos sin palabras pueden sostenernos.

Encendí la lámpara. Me serví té. Abrí el cuaderno. Y escribí esto, no para narrar una gesta, sino para dejar constancia de que hoy, al menos hoy, algo me sostuvo.

Y eso, a veces, es más que suficiente.

Capítulos 16_17

El día comenzó con esa claridad tibia que no promete nada, pero tampoco amenaza. Una luz mansa filtrada por las cortinas, el murmullo del tránsito aún indeciso. Me desperté sin sobresalto. No por paz, sino por agotamiento. Hay despertares que no son elección ni hábito: son rendición.

Mientras preparaba el café, pensé en una frase que leí anoche, subrayada en un viejo volumen de ética rusa: “El alma crece no en la victoria, sino en la humildad.” La subrayé con fuerza, como si al marcarla pudiera absorber su verdad.

Desayuné con lentitud. No por disfrute, sino por necesidad de no enfrentar el día demasiado rápido. Observé cada movimiento de la cuchara, el vaivén del vapor, el tintineo mínimo de la taza al posarla sobre la mesa. Me pareció justo que la vida se sostuviera en estos detalles. Que no todo tuviera que ser grandioso para ser real.

Después del mediodía, salí a caminar. No por ejercicio, sino por penitencia. Hay días en los que el cuerpo necesita pagarle al espíritu una deuda antigua. Caminé hasta el parque más lejano del barrio. Los árboles estaban quietos, los bancos vacíos, las hojas crujían bajo mis pasos como un susurro que alguien intenta pronunciar sin atreverse.

Me senté frente a un estanque. El agua no reflejaba nada, como si se negara a dar testimonio de lo que existe. Vi a una mujer sentada al otro extremo, con un niño dormido en brazos. Me recordó a mi madre. No por la figura, sino por la ternura sin alarde. Esa forma callada de proteger que sólo conocen los que han vivido en carne propia la pérdida.

Pensé entonces en Mariana. No con nostalgia, sino con un respeto nuevo. He dejado de escribirle cartas que no envío. He dejado de esperar respuestas donde ya no hay preguntas. Pero su recuerdo no es ausencia: es formación. Como esas raíces que, aunque invisibles, modelan la forma del árbol. Lo que fue nos sigue formando, incluso cuando dejamos de nombrarlo.

Hoy, al regresar a casa, me crucé con un niño que caminaba con una rama en la mano. La usaba como bastón, como espada, como pincel. La transformaba. Y me conmovió. Porque en él vi lo que perdemos: la capacidad de creer que un objeto —una rama, un pan, una palabra— puede contener mundos.

Al llegar, tomé el cuaderno y escribí sin apuro. No por inspiración. Por deber. No con solemnidad, sino con gratitud. Porque la escritura, al igual que la bondad, no necesita recompensa. Basta con que exista.

Y escribí:

“El alma no busca consuelo. Busca consistencia. Un lugar desde el cual ser sin traicionarse.”

Cierro esta página como quien cierra una puerta sabiendo que mañana volverá a abrirla, no por esperanza, sino por responsabilidad.

Porque vivir —realmente vivir— no es comprenderlo todo, sino no abandonar lo que merece ser recordado.

El caño del lavamanos gotea. Tic. Tic. Tic. Cada gota cae sobre la porcelana con la precisión de un castigo. Llevan tres días sin venir los del consorcio a arreglarlo. El plomero prometió pasar el martes. Hoy es jueves. El agua ya dejó una marca de óxido circular, como un reloj derrotado.

La cocina huele a pan viejo. A humedad. A gas. Y no el gas metafórico del alma quebrada: gas literal. Me acerco a la hornalla, la cierro mejor. Me quedo un segundo en silencio, escuchando si todavía fluye. El estómago me ruge. No de hambre emocional. De hambre simple. Corporal. Abro la heladera: medio pote de yogur vencido, tres huevos, un limón seco.

Frío. Cansancio. Dolor detrás de la rodilla izquierda, donde la silla del trabajo muerde desde hace meses y nadie aprueba el cambio ergonómico. Las sillas nuevas están presupuestadas, dijo el jefe, pero nunca llegan. Como la dignidad. Como el descanso.

Bajo a la calle. La ciudad huele a fritura barata, a aceite reusado, a carne dudosa en empanadas de kiosco. Un hombre duerme envuelto en bolsas negras, sobre cartón. Tiene una botella vacía apoyada en el pecho. Una pareja pasa sin mirarlo. Yo también. Mentira: yo lo miro, pero sigo. Porque mirar no es salvar. Y yo ya no salvo a nadie. Ni a mí.

Entro al subte. Asiento caliente. El anterior cuerpo dejó humedad. Me siento igual. ¿Qué otra cosa voy a hacer? Me hundo en el acolchado sudado del transporte público como quien acepta un castigo que no entiende pero se ha ganado. A mi lado, una mujer con la cara llena de manchas oscuras saca de su bolso un táper con arroz y mortadela. El vagón se llena de olor. Nadie se queja. El hambre no tiene perfume, pero tiene memoria.

En la oficina, las luces blancas vibran. Esas lámparas de tubo que no iluminan: interrogan. Ojos enrojecidos. Teclados sucios. Vasos con restos de café coagulado. Hablo con mi compañero: tiene la voz quebrada y las uñas comidas. Me cuenta que su hija se golpeó la cabeza en la escuela y que nadie lo llamó. Yo asiento. Le toco el hombro. ¿Sirve de algo? No. ¿Lo hago igual? Sí.

Al mediodía no bajo a comer. Abro un paquete de galletitas de agua y mastico de a una. Hay migas en mi teclado. No las saco. Las dejo como rastro de humanidad. Alguien estuvo acá. Alguien comió. Alguien resistió.

Regreso tarde. Cansancio muscular, no mental. El tipo de cansancio que no se cura con psicología. Me saco los zapatos, los dejo junto a la puerta. La media derecha tiene un agujero en el talón. Lo noto al caminar descalzo y pisar frío.

Abro el cuaderno. No por arte. Por necesidad. Hay humedad en las esquinas de las hojas. El papel huele mal. Como la casa. Como yo.

Y me sale desde dentro algo ‘especial’:

La tristeza no siempre es metafísica. A veces es física. Es la espalda encorvada, el plato sucio, la mugre bajo la uña. Es el cuerpo diciendo: yo también existo, yo también sufro.

Escribo porque no tengo a quién contarle esto. Y porque si no lo escribo, ¿quién va a saber que estuve aquí?

Capítulo 18

El despertador no sonó. No importa. Me desperté igual. 

Afuera estaba oscuro. La luz vino más tarde, con desgano.

Me vestí en silencio. No quise prender la radio. Hay mañanas en las que todo ruido es un exceso. 

El café estaba frío, pero no lo recalenté. Lo tomé igual. Uno se acostumbra.

En la calle hacía viento. Llevé las manos en los bolsillos. No para calentarme. Para no usarlas.

Vi a un chico correr para alcanzar el colectivo. No llegó. El colectivo siguió. El chico se detuvo y no dijo nada. Miró sus pies como si hubieran fallado. Yo seguí caminando.

Pasé por la panadería. No compré nada. Miré un segundo los bizcochos. Había migas en la bandeja. Parecían restos de algo que fue bueno.

En el trabajo no hablé mucho. Un compañero me preguntó si había visto el partido. Le dije que no. No me creyó. No me importó.

A la hora del almuerzo salí solo. Caminé seis cuadras sin pensar en nada. Compré una empanada. 

Estaba tibia. Mordí despacio. No me detuve a saborearla. Comí por rutina. Por combustible. Como quien riega una planta sin mirarla.

Volví. Trabajé sin pensar en qué hacía. Respondí mails. Organicé carpetas. Eliminé archivos. No sentí nada. O sentí todo, pero no supe cómo nombrarlo.

A las seis salí. El cielo tenía ese color sucio que tienen los días que terminan sin gloria. Vi a un hombre darle de comer a las palomas. Se reían unos chicos. El hombre no.

En casa prendí una sola luz. Me saqué los zapatos. Me senté. No encendí la tele. No puse música. Me quedé quieto.

Abrí el cuaderno. Escribí poco. Lo justo. Lo necesario.

“Hoy no pasó nada. Pero me dolió igual.”

Y con eso bastó.

Capítulo 19

Todo empezó con una carta. Un sobre blanco, sin remitente, con una tipografía que no era ni moderna ni antigua. Dentro, una hoja que decía solamente:
“Debe presentarse.”

Sin firma. Sin lugar. Sin fecha.

Lo llevé al pecho unos segundos. No sabía si me lo habían enviado a mí. Pero estaba en mi buzón. Y eso, en este mundo, bastaba para implicarse.

Caminé hasta la administración del edificio. Nadie sabía nada. Me derivaron al cuarto piso, Oficina de Correspondencias Especiales. No la había visto nunca. La puerta era baja, más baja que cualquier otra del pasillo. Tuve que inclinarme para entrar.

Dentro, una mujer vestida de gris escribía a máquina sin mirar. Le mostré el papel. Me pidió el nombre. Se lo di. Lo escribió sin inmutarse. Luego levantó la vista:

—No figura.
—¿Entonces?
—Eso no lo decide esta oficina. Usted sabrá por qué se le convocó.
—Pero… yo no hice nada.
—Nadie ha hecho nada, señor. Ese es el problema.

Salí más confundido que antes. Pensé en romper la hoja, pero me dio miedo. ¿Y si destruirla era un crimen? ¿Y si ya lo era el hecho de haberla leído? Apuré el paso. Me crucé con un hombre que cargaba una escalera. Lo saludé. No me respondió. Noté que tenía la cara vendada, sólo una ranura para un ojo. Caminaba como si no pesara, como si la gravedad le obedeciera de otra manera.

Llegué a casa. La puerta estaba abierta. No forzada: abierta. Pensé en llamar a alguien. ¿A quién? No tengo número de emergencias para casos como este.

Adentro todo estaba en orden, salvo por una cosa. Sobre la mesa, otro papel. Esta vez decía:
“La demora será considerada negativa.”

Me senté en la silla con cuidado. Me palmeé los bolsillos. Buscaba algo, cualquier cosa: un documento, una fecha, una coordenada. Nada. Sólo mis manos, que empezaban a temblar. Pensé en salir, pero afuera no parecía haber dirección. Solo gente que caminaba como si supiera adónde iba.

Me paré frente al espejo. Me hablé:

—¿Vos hiciste algo?
—No. Creo que no.
—¿Estás seguro?
—Nunca estoy seguro de nada.
—Entonces tenés motivos.

Silencio. El espejo no respondió más.

Toqué la hoja. Estaba tibia. Como si alguien la acabara de dejar ahí. Como si estuviera viva. Me levanté, la guardé bajo un libro. Fui a cerrar la puerta con llave. Pero la cerradura había desaparecido.

La ventana también.

Me acosté en el piso. Sentí la madera fría. Escuché un leve zumbido, como si todo el edificio respirara. No me dormí. Ni desperté. Estuve ahí, en el medio. Entre la sospecha y la culpa.

Y por primera vez, no supe si era el protagonista o un expediente.

Capítulo VEINTE

A veces el tiempo se dobla.

No hacia adelante ni hacia atrás: hacia adentro.

Hay lugares que no existen en los mapas, pero uno los visita igual. No tienen calle, ni idioma, ni cielo. Tienen ambiente. El tipo de lugar donde se oye la electricidad en las paredes. Donde las sombras se proyectan sin fuente de luz. Donde la memoria tiene textura de alfombra húmeda y olor a metal.

Estoy en uno de esos lugares.

No sé si es sueño o sistema operativo fallado. Hay ventanas, pero muestran interiores. Hay relojes, pero todos dan distinto. Hay una pantalla encendida con un cursor que parpadea sin texto. Espera. Siempre espera. A alguien. A mí.

Una voz sin boca me habla:

—¿Para qué escribís, si nadie te responde?
—Para no olvidarme.
—¿De qué?
—De que existí. Aunque sea mal.

Pasan figuras. Personas conocidas en proporciones absurdas: Mariana con manos de niño, mi abuela vestida de astronauta, un jefe que nunca tuve pero que me llama por mi segundo nombre. Todos repiten frases que alguna vez me dolieron, pero ahora suenan en otra frecuencia. Como si me leyeran desde atrás de un vidrio grueso.

En una esquina, una mesa. Sobre ella, mi cuaderno. Abierto. Escrito por otra mano. Una letra curva, prolija. Me acerco. Leo:

«No sigas. Este no es el camino.

O sí.

Pero no vas a volver igual.»

Doy un paso atrás. El cuaderno se cierra solo.

Se escucha un golpe seco. No sé de dónde. Podría ser adentro mío.

Todo se apaga un instante. Vuelve la luz. Pero distinta. Más opaca. Menos cierta.

Estoy de pie. El entorno ya no vibra. Es gris. Estático.

Y yo… yo no recuerdo con qué emoción llegué hasta acá.

Sólo sé que ahora debo seguir.

Capítulo 21

Hay días en que uno se convierte en espectador de su propia vida. No por distancia emocional, sino por cansancio operativo. Hoy fue uno de esos. Me desperté antes que el despertador, con la sensación de haber dormido poco y soñado demasiado.

Al salir al pasillo, me crucé con la vecina del 2ºA, la señora Pérez, que arrastra siempre un carrito de dos ruedas con una pata floja. Me saludó con ese tono de quien ha hecho las paces con su destino. Me preguntó si podía ayudarla a subir un paquete. Lo hice. Me ofreció un alfajor de maicena a cambio. Lo acepté. El equilibrio social estaba restablecido.

En la calle, un muchacho —no debía tener más de veinte años— vendía pines metálicos con logos de bandas olvidadas. Me mostró uno de Pink Floyd. Le dije que mi tío escuchaba eso. Me corrigió: “Escuchaba. El tiempo de los tíos es siempre pasado.” Le compré uno igual. Sentí que el presente también debía tener souvenirs.

Caminé hasta la plaza. En un banco, un hombre con barba recortada y saco con olor a humedad leía un libro en voz alta. No a nadie en particular. A sí mismo, quizás. O a algún fantasma. Me senté cerca. Leía a Sábato. Cada tanto, se detenía y asentía con fuerza, como si estuviera debatiendo con el autor.

—¿Le conociste? —me preguntó sin preámbulo.
—¿A Sábato? No.
—Yo tampoco. Pero igual me pelea —dijo, y volvió a leer.

Sentí algo parecido a la ternura. A esa ternura que nace cuando el mundo está lleno de desajustes, pero uno aún encuentra figuras que resisten el colapso con humanidad.

Compré pan en una panadería nueva. El chico que atendía tenía la cara llena de acné y la sonrisa rota. Me dijo que le gusta amasar. Que hay algo en meter las manos en harina que lo calma. Que su mamá le enseñó. Me preguntó si quería el pan más tostado o más blanco. Le dije: el que tenga más alma. Se rió. Me dio uno tibio, como recién dicho.

Al llegar a casa, encontré un mensaje en el portero eléctrico. Era de Don Raúl. Decía: «Hoy no horneé. Pero si necesitás compañía, tengo té verde y una radio que solo agarra AM.» No fui. Pero respondí: «Hoy estoy bien. Pero gracias por existir.»

Me senté. Encendí la luz baja. El pan aún caliente en una bolsa de papel. Afuera empezaba a llover. Sentí que, por un instante, todo estaba… suficientemente bien. Sin gloria. Sin épica. Pero humano.

Y eso, en estos días, es un pequeño milagro.

Capítulo 22

Me levanté sin ansiedad. Había un silencio distinto en el ambiente, como si la casa se hubiera alineado consigo misma. Las cosas estaban en su sitio, pero sin rigidez. El vaso en la mesa. El abrigo sobre la silla. Un zapato bajo el sofá. Todo tenía sentido sin esfuerzo.

Recordé una frase que leí, creo que en un diario olvidado de un pensador ruso: “La paz no viene cuando se resuelven los conflictos, sino cuando uno deja de mentirse sobre su origen.” Me quedé con eso flotando.

No fui a trabajar. No llamé para avisar. No mentí diciendo que estaba enfermo. Simplemente, no fui. Sentí que hacer acto de presencia en un lugar donde ya no existo era una forma de traición, no a otros, sino a mí. No me premiará nadie por esta decisión. Pero tampoco me castigaré.

Afuera, el cielo estaba limpio. Ni radiante ni opaco. Simplemente… justo. Caminé hasta un lugar que no suelo visitar: el parque de las estatuas. Ese sitio extraño donde nadie mira el arte, solo busca sombra o señal de celular. Me senté frente a la figura de un prócer olvidado. Un jinete de piedra, inmóvil y mutilado, con una paloma durmiendo en su hombro. Pensé: ¿qué es más heroico, conquistar batallas o sostenerse cuando ya no hay guerra?

Vi pasar a un grupo de niños en excursión escolar. Uno, el más pequeño, se detuvo frente a una escultura abstracta. Preguntó en voz alta:
—¿Y esto qué significa?
Una docente respondió, sin mirar:
—No importa. Seguimos.

Quise intervenir. Decirle al niño que sí importa. Que lo que no entendemos también nos forma. Pero no lo hice. Me limité a sonreírle cuando cruzó mi banco. Él me devolvió la sonrisa. Me bastó. A veces, lo que no se dice tiene más pureza.

Volví por calles secundarias. Las casas eran humildes, pero no tristes. Había ropa colgada al sol, perros durmiendo en las veredas, olor a sopa. Sentí que la belleza no es una propiedad estética, sino un acto de entrega. Hay quienes, sin saberlo, embellecen el mundo por el solo hecho de vivir con coherencia.

Antes de llegar, pasé por la iglesia del barrio. Entré, no por fe, sino por abrigo. El lugar estaba vacío. Sólo un anciano rezaba en un banco del fondo. Me senté lejos. No cerré los ojos. Observé. Todo era madera gastada, vitrales sucios, silencio. Pero el tipo de silencio que no juzga. El tipo que acompaña.

Pensé: Quizá esta es la paz verdadera. La que no se anuncia. La que no necesita palabras.

Al salir, el cielo seguía igual. Yo, tal vez no.

Capítulo 23

Llovía con la furia de los días torcidos. No de esos lloviznones poéticos que inspiran ternura o reflexión. No. Era una lluvia gruesa, violenta, sucia. De esa que arrastra tierra, basura y olor a cloaca tapada. Me mojé antes de llegar a la esquina. El paraguas se dio vuelta con el primer viento. Lo tiré. Me quedé con la capucha puesta y el ceño fruncido.

La ciudad no frenó. Nunca frena. El agua resbalaba por las veredas rotas y acumulaba espuma gris en las bocacalles. Un hombre dormía debajo de un toldo con los pies desnudos, apoyados contra el umbral de una ferretería cerrada. Tenía los dedos morados. Un perro lo olfateaba como quien busca algo más que comida: compañía, quizá.

Entré al supermercado sólo por secarme. El aire acondicionado estaba fuerte. Tuve frío. El piso resbalaba. La gente se movía con ansiedad. Carros repletos de productos embolsados, etiquetados, sin olor ni peso real. Alguien discutía con una cajera por una oferta que ya no estaba vigente. El tono de voz era el de la desesperación educada: ese tipo de furia que se dice en tono bajo, pero con puños cerrados.

En la sección de panadería, el olor era falso. Mezcla de esencia artificial y levadura de máquina. Tomé un pan redondo. Lo apreté. Blando. Demasiado. Como si ya estuviera vencido antes de nacer.

Volví a la calle. Un camión pasó cerca y me salpicó barro en el pantalón. No reaccioné. No me moví. El barro quedó ahí. Lo dejé. Era parte del paisaje. Parte mía.

Caminé hasta la estación. No pensaba tomar el tren. Sólo quería ver gente que espera. Hay algo en los cuerpos en reposo forzado que me conmueve. El ruido de las suelas mojadas sobre el cemento, los abrigos empapados colgando de los hombros, el gesto inevitable de mirar la hora aunque uno ya la sepa.

Me senté. Al lado mío, una mujer comía una empanada envuelta en una servilleta delgada que no alcanzaba a absorber la grasa. Masticaba rápido. Sin mirar. Con hambre real. Me ofreció un mate. Acepté. Estaba lavado. No dije nada.

—¿Te pasa algo? —preguntó, sin tono amable ni agresivo.
—No. Bueno… sí. Pero no sé qué.
—Ah. Estamos en la misma.

No dijo más. Tampoco se fue. Compartimos el silencio como quien comparte un cigarrillo en una guardia de hospital.

Cuando la lluvia aflojó, caminé de regreso. El barro se había secado sobre el pantalón. Cada paso lo quebraba en escamas. Me sentí reptil, en muda. O peor: fósil que todavía camina.

En la puerta del edificio, el portero me miró sin decir palabra. Tenía los ojos enrojecidos. Le ofrecí el pan. Me lo aceptó sin disimulo. Eso fue todo. Un intercambio sin historia. Sin lección. Solo dos seres vivos repartiéndose la jornada.

Subí. Cerré la puerta. Me olí las manos. Olor a humedad. A metal. A pan de supermercado.

Esto también es existir.

Sin moraleja.

Sin redención.

Con barro.Capítulo 24

Desperté temprano. No había luz todavía. Me quedé en la cama unos minutos. El techo parecía más bajo que ayer. O quizá era yo el que estaba más hundido.

Me levanté. Me lavé la cara. No me miré al espejo.

No tenía hambre, pero igual preparé algo. Dos tostadas. Café amargo. La radio sonaba baja. Un noticiero. No escuché las palabras, solo el tono. Sonaba a derrota normalizada.

Salí sin saber adónde iba. Caminé sin apuro. Llevaba una campera liviana. Hacía frío. No lo suficiente como para temblar, pero sí para pensarlo.

Doblé por calles que no solía tomar. Entré a un bar pequeño. De los viejos. Una señora limpiaba vasos detrás del mostrador. Me miró. No dijo nada. Le pedí un café. Me lo sirvió. Me senté junto a la ventana. Afuera, una pareja discutía. No gritaban. Era peor: se hablaban sin mirarse.

En la mesa de al lado, un hombre leía el diario. Tenía manos gruesas, uñas sucias. Comía una medialuna de a bocados pequeños. Como si cuidara que durara. Me observó un segundo. Asentí con la cabeza. Él también.

No pasó mucho más.

Terminó el café. Dejé la moneda justa. Salí.

Volví por el mismo camino. El sol ya se había levantado. No calentaba. Solo estaba. Como yo.

Subí las escaleras. Al llegar al pasillo, la vecina del 3ºC estaba sentada en el suelo. Lloraba. Tenía los ojos hinchados y una bolsa de supermercado en las piernas.

—¿Quiere que llame a alguien? —pregunté.
—No hay nadie a quien llamar. —me dijo.
—¿Quiere que me quede?
—Si no es molestia.

Me senté a su lado. No dijimos nada más. Escuchamos los pasos de otros subir, bajar. Nadie se detuvo. Nosotros sí.

Nos quedamos ahí un buen rato. Ella dejó de llorar. Yo no supe si fue por compañía o por costumbre.

Al final, se levantó. Me agradeció. Le dije que no hacía falta.

Y no hizo falta.

Capítulo 25

Recibí una notificación. No venía por correo, ni por aplicación, ni por mensajero. Estaba pegada a la puerta de mi departamento. Papel blanco, letras negras, sin membrete. Solo decía:

“Usted debe comparecer. Hoy. A toda hora.”

Bajé al hall. El portero no estaba. En su lugar había un hombre delgado con una carpeta marrón. Me miró sin sorpresa.

—¿Está listo?
—¿Para qué?
—Para ser interrogado.
—¿Por quién?
—Eso se determina durante el procedimiento.

Me ofreció seguirlo. Subimos por la escalera de servicio. No sabía que el edificio tenía una. Olía a humedad, a metal viejo, a goma quemada.

La sala de espera era un pasillo. No había sillas. Sólo líneas marcadas en el piso, como carriles. Cada tanto, una luz verde se encendía en el techo. Nadie me explicó qué hacer cuando eso pasara. Me quedé quieto.

Pasó un tiempo que no supe medir.

Un hombre con una insignia sin nombre me llamó por un número que no era el mío, pero sentí que debía responder. Entré a una oficina pequeña. Una mesa. Tres carpetas. Un reloj sin manecillas. Me indicaron que me sentara.

—¿Sabe por qué está aquí?
—No.
—Interesante. Aún así ha venido.

Pasó otra persona. Se sentó a mi lado. Me miró.

—¿Vos también? —dijo.
—Sí, creo.
—¿Hace mucho?
—Desde siempre, tal vez.
—Entonces es normal.
—¿Qué cosa?
—Estar bajo evaluación sin saber el criterio.

Nadie dijo si podíamos retirarnos. Nadie dijo si habíamos comenzado.

En algún momento, me pidieron firmar algo. Un papel en blanco.

—¿Qué autorizo? —pregunté.
—Su versión.
—¿De qué?
—De usted.

Firmé. No por obediencia. Por agotamiento.

Salí por una puerta diferente. Daba a un pasillo que no reconocí. Subí una escalera angosta. Salí al tejado del edificio. Desde ahí, la ciudad parecía demasiado ordenada. Cada ventana encendida con una intención invisible. Cada ruido contenido como si alguien supervisara el volumen general del mundo.

Caminé hasta el borde. Miré hacia abajo. No por vértigo. Por curiosidad.

A lo lejos, vi a alguien que se me parecía.

Estaba en la calle, caminando como quien sabe dónde va.

Quise llamarlo. Pero no recordaba mi propio nombre.

Capítulo 26 (Zwischenspiel)

Durante años creí que mi tristeza era un síntoma. Algo que debía diagnosticar, analizar, extirpar. Como una falla en el sistema. Un error en la sintaxis. Pero hoy, por primera vez, empiezo a sospechar que no es enfermedad, sino puerta.

No hay iluminación en un salto. Hay iluminación en el andar.

Lo comprendí esta mañana, mientras lavaba una taza con la mano izquierda. No me preguntes por qué fue revelador. Tal vez fue el agua tibia en la piel, el jabón desgastado, o ese gesto cotidiano de enjuagar sin apuro. Pensé: esta taza también ha estado llena. Y no fue una metáfora forzada. Fue un pensamiento real. Como si algo en mí aceptara que el vacío actual no invalida las memorias del contenido.

Salí sin dirección. Caminé sin pensar. Atravesé barrios que no suelo transitar, y noté que las casas se parecían entre sí más de lo que deberían. Como si hubieran nacido de la misma nostalgia. Pensé que quizá todos, en algún rincón del alma, construimos casas parecidas: lugares donde ser vulnerables sin pagar un precio.

Pasé por una librería abierta. Una de esas con libros usados, desordenados, donde el polvo y la sabiduría se acumulan por igual. Tomé un ejemplar de tapas verdes, sin título a la vista. Lo abrí. Decía:

“Sólo cuando estamos completamente perdidos comenzamos a encontrarnos.”

Lo cerré. Lo devolví a su estante. Era mío sin tener que comprarlo.

En la estación, me senté a observar gente. Un hombre leía el diario. Una mujer hablaba sola. Una niña abrazaba una caja vacía como si fuera su mundo. Y yo no me sentí fuera de lugar. Por primera vez en mucho tiempo, no estaba mirando
el mundo: era parte de él.

La tarde siguió. No como una línea recta, sino como un río. Me dejé llevar. Dejé de resistirme a la corriente de los minutos. El tiempo ya no era enemigo, ni juez, ni mercancía. Era simplemente lo que era: una melodía que había que escuchar sin apurar el compás.

Me crucé con un viejo sentado en la entrada de una ferretería. Tenía los ojos grises, pero brillaban. Me miró. Dijo:

—Estás empezando a escuchar, ¿no?

No supe qué responder. Asentí. Él volvió a mirar al frente. No necesitábamos más.

Al volver a casa, vi que la puerta del ascensor estaba trabada. Subí por la escalera, escalón por escalón, sin quejarme. El cuerpo dolía, sí. Pero también hablaba. Me decía: seguís vivo.

Entré. Cerré la puerta. No puse música. No prendí la computadora. Me senté frente a la ventana. Miré la calle. La misma calle de siempre. Pero ahora era nueva. Había algo distinto en los reflejos. En el modo en que la luz se deslizaba sobre los techos. En cómo las sombras no daban miedo.

Y entonces lo supe. No con la cabeza. Con el pecho. Con esa zona donde nacen los silencios largos.

Lo mejor aún no ocurrió.
Pero ya viene caminando.
Y yo, al fin, he aprendido a esperarlo sin miedo.

Capítulo 27

La posibilidad no es una promesa. Es una herida abierta.

Eso comprendí esta madrugada, sentado frente a la lámpara apagada, cuando el silencio no era ya ausencia de ruido, sino una forma autónoma de presencia. Porque hay silencios que se instalan, no como refugio, sino como espejo. Y en ese espejo no me vi como antes. No era el niño triste. No era el adulto cansado. Era… el que elige.

La libertad, cuando se revela sin ornamento, es pavorosa. No es “hacer lo que uno quiere”. Es saber que todo lo que uno elija lo definirá, y que no hay regreso. Como si cada acto escribiera una página irreversible del alma.

Pensé: ¿Qué estoy haciendo con mi vida?
Y otra voz —mi voz también, pero más antigua— respondió:
Evitándola.

Recordé entonces aquella frase: la angustia es el vértigo de la libertad. Y entendí. Toda mi parálisis no venía de no saber qué hacer, sino de saber que cualquier cosa que hiciera me haría a mí.

Tomé el cuaderno. No para escribir, sino para mirarlo. No es lo mismo. Era testigo. Era trampa. Era también salvación. Todo lo que había anotado era verdad. Pero también era excusa.

No quería decidir. Quería describir.

Salí a la calle con la ropa que tenía puesta. Eran las tres y cuarto. Nadie más en la vereda. Las luces de los departamentos estaban apagadas. El mundo dormía su pacto tácito con la mediocridad. Pero yo no. No esta vez.

Caminé hasta el puente. Ese que cruza el arroyo seco donde, de niños, tirábamos piedras sólo por el gusto de verlas desaparecer. Me apoyé contra la baranda. Miré abajo. No pensé en saltar. Pensé en lo que significaría no hacerlo.

La fe, comprendí en ese instante, no es certeza. Es elegir seguir adelante sin garantía. No por consuelo. No por esperanza. Por integridad.

Una decisión es eso: no saber, pero igual avanzar.

No se trata de encontrar el sentido. Se trata de ser fiel al hecho de que el sentido está por construirse, y que depende —radicalmente— de uno.

Y entonces lo decidí.

No una decisión práctica. No algo que pudiera escribir en una lista de tareas o contarle a alguien por mensaje.

Fue una decisión del ser.

Seguiré. No por rutina. No por obligación. Seguiré porque yo lo elijo. Porque mi vida, con toda su fragilidad, me pertenece. Porque mi alma, aunque trizada, es mía. Y si he de vivir con ella, que sea con responsabilidad.

No como espectador.

Como autor.

Capítulo 28

Durante la primera semana después de LA decisión, nada cambió.

El portero seguía sin saludar. La señora Pérez seguía barriendo su pasillo con esa escoba torcida que raspaba el alma más que el piso. En la panadería seguían vendiendo el pan sin alma, y los colectivos seguían pasándome por al lado sin detenerse cuando llovía.

Pero algo —invisible para el resto— había girado dentro de mí.

Ya no me refugiaba en la neutralidad. Sentía. No de forma melosa o catártica. Sentía como quien empieza a oír otra frecuencia. Una vibración debajo de las costumbres. Y esa vibración lo tocaba todo.

Descubrí que vivir después de una decisión es más difícil que tomarla. Porque ahora cada gesto exige coherencia. Y la coherencia es costosa.

Me enfrenté, por ejemplo, al trabajo. La oficina seguía igual: carpetas sin sentido, correos sobre correos, órdenes que nadie entiende pero todos acatan. Antes fingía que me importaba. Ahora, simplemente, no podía. No por arrogancia, sino por dignidad.

Cuando me pidieron hacer horas extra para preparar un informe inútil, dije que no. No grité. No expliqué. Solo dije: no. Me miraron como si hubiese hablado en otro idioma. Tal vez lo hice.

Descubrí que el mundo no castiga las decisiones: las ignora. Y eso duele más. Porque uno espera que al menos alguien diga “bien hecho”, “te entiendo”, “yo también”. Pero nadie lo hace. Cada quien está peleando su propia miseria.

Esta peste no era una enfermedad. Era la forma impersonal en la que la rutina se había adherido a nuestras vidas. Un aire espeso de falta de propósito. Una costra en la conciencia.

Y ahora yo caminaba por esa ciudad contaminada con un cuerpo nuevo. Uno que se negaba a infectarse otra vez.

Empecé a hacer pequeñas cosas. Cosas ridículas en apariencia. Planté una planta en una maceta vieja. La regué. Le hablé. No por poesía. Por respeto. Me reencontré con un libro que no había terminado nunca. Lo leí. Lo cerré. No lo compartí en redes.

Un día, fui al hospital a donar sangre. Nadie me lo pidió. Nadie me felicitó. Solo llené un formulario, esperé una hora, entregué lo que tenía. Me fui en silencio. Había algo profundamente limpio en ese acto.

Los fines de semana caminaba hasta los límites del barrio. Observaba. No como testigo, sino como parte. Ya no evitaba el contacto visual. Si alguien me hablaba, respondía. No con frases hechas, sino con atención. No buscaba transformar el mundo. Buscaba no traicionar mi decisión.

Y eso era suficiente para que cada día fuera una batalla silenciosa. Una pequeña rebelión.

Una noche, encontré a la vecina del 3ºC llorando otra vez en el pasillo. Ya no le pregunté si quería compañía. Me senté a su lado. Me ofreció un mate. Lo acepté. Hablamos de nuestras madres. De los gatos que tuvimos. De las veces que sentimos que no valíamos nada.

Y entonces me dijo:

—Te noto distinto.
—Estoy aprendiendo a no mentirme.
—¿Y cómo se hace?
—No se hace. Se aguanta.

Me miró. Asintió. Y eso fue suficiente.

Las consecuencias de mi decisión no se manifestaban en eventos extraordinarios. No hubo epifanías, ni reconciliaciones espectaculares, ni giros de guion.

Las consecuencias eran silenciosas, constantes, y dolorosamente humanas.

Y sin embargo, por primera vez, tenía algo que antes no conocía:

Sentido.

No sentido como explicación. Sentido como dirección. Como compromiso. Como posibilidad.

El mundo no mejoró. Pero yo dejé de ser espectador.

Y eso, en tiempos de peste, es la forma más honesta de amar la vida.

Capítulo 29

—Ya basta —me dije esta mañana, con voz alta. Sin espectadores. Sin fingimiento.
—¿De qué? —respondió una parte más cínica de mí.
—De sostener un dolor sin nombrarlo. De sobrevivir sin vivir.
—¿Y qué pensás hacer? ¿Reinventarte? ¿Otra vez?
—No. Ahora sí. Esta vez sin mentira.

No sé bien qué ocurrió. Algo se rompió. Pero no fue una pérdida. Fue una liberación. Como cuando una herida deja de supurar y empieza a doler de otra manera: ya no como amenaza, sino como historia.

Durante años me consideré una víctima elegante. El tipo que sufre con estilo. Que lo expresa con palabras lindas, que lo encapsula en frases que podrían colgarse en redes sociales. Pero hoy entendí que eso es aún más cobarde que el silencio.

Mi sufrimiento no me hace especial. No me hace sabio. Pero me ha hecho más fuerte. No por resistencia, sino por comprensión.

—¿Te perdonás? —me pregunté.
—No. Pero me acepto. Y eso, a veces, es más digno.

Salí a caminar con otra postura. No erguido. No altivo. Simplemente consciente. Cada paso fue una decisión. Cada gesto, una reafirmación. La ciudad no cambió. Yo sí. Y por eso la veía distinta.

Pasé por un café y me pedí algo sin calcular el precio, sin pensar si “lo merecía”. Me senté junto a la ventana. Observé. Pensé en voz baja:

“Sufrí. Mucho. Lo suficiente como para no volver a burlarme de mí mismo.

Sufrí, pero no me traicioné del todo. Y por eso, puedo empezar.”

No había nadie con quien compartir el momento. Y no lo necesité. El verdadero diálogo ocurría adentro:

—¿Qué vas a hacer ahora?
—Hacerme cargo.
—¿De qué?
—De lo que soy. Sin disfraces.
—¿Y qué sos?
—Un hombre que sufrió. Que falló. Que se arrastró.
—¿Y eso te define?
—No. Pero me configura.
—¿Y entonces?
—Entonces elijo. Elijo construir. Desde lo roto. Desde lo real.

De regreso, pasé por la casa de Don Raúl. Golpeé. Me abrió con esa cara que mezcla asombro y rutina. Le dije:

—¿Querés tomar un té?
—¿Acá o en tu casa?
—Donde vos prefieras.
—Acá está bien. Hoy horneé con ganas.

Nos sentamos. No hablamos mucho. No hacía falta.

Por dentro, el diálogo seguía. No como conflicto, sino como convergencia.

La parte de mí que se escondía detrás del dolor ahora se sentaba a la mesa. No pedía permiso. No pedía perdón. Solo estaba.

Y por primera vez en mi vida, todas mis voces internas dejaron de pelearse.

Se escuchaban.

Se reconocían.

Y empezaban, por fin, a trabajar juntas.

Capítulo 30

Esa mañana no llovía. El cielo tenía ese azul limpio que parece inventado por la memoria. Me desperté sin alarma, sin sobresalto, sin deuda con el sueño. No hubo pensamientos oscuros. No hubo flashbacks. Solo una claridad cruda, vertical.

Me lavé la cara. Me miré al espejo. No buscaba consuelo, ni aprobación, ni señales. Me observé como quien revisa el plano de una casa que ya no va a habitar. Era yo. Pero ya no era el que esperaba encontrar.

Decidí romper con todo.

No con la vida. No con el mundo.

Con la idea falsa que tenía de mí mismo.

Todo lo que había sostenido —el personaje introspectivo, el friki resignado, el que se desangra con elegancia entre teclas, cafés y calles grises— todo eso era un refugio. Un refugio cómodo. Un altar al yo triste.

Pero yo ya no quiero esa tristeza. Porque la he entendido, y ya no le debo nada.

Empaqué pocas cosas. No ropa. No gadgets. No objetos de confort. Solo el cuaderno, el pin de Pink Floyd, y el pan de Don Raúl envuelto en un repasador limpio.

Bajé al hall. El portero, esta vez, me miró. No sonrió. Pero me sostuvo la mirada. Como si supiera.

Fui al parque donde los viejos juegan a las cartas y los niños gritan como si fueran eternos. Me senté en el banco donde alguna vez vi a un saxofonista tocar para las piedras. Esta vez, el saxofonista no estaba. Pero yo sí estaba completo.

Dejé el cuaderno en el banco. Abierto. Escrito hasta la última línea de la página final.

“Aquí termina el relato de un hombre que creyó que vivir era observar.

Y que al fin entendió que sólo se vive cuando uno elige participar sin miedo.”

Me levanté. Crucé la calle. Tomé el colectivo sin saber exactamente hacia dónde. Me senté del lado de la ventanilla. El conductor me saludó con la cabeza. Yo hice lo mismo.

Atrás quedó la ciudad. La habitación. Mariana. El trabajo. Los diálogos internos. Incluso los lectores invisibles que me acompañaron en este cuaderno.

Porque lo entendí, de una vez por todas: no hay relato más auténtico que el que uno se niega a escribir para poder vivirlo.

La ruptura no fue con el mundo. Fue con la versión cómoda de mí mismo que me mantenía en pausa.

Y ahora —sin adornos, sin filosofía de escape, sin máscara— comienza otra cosa.

No una epifanía.

Una vida.

Capítulo 31

Al tercer día en la ciudad nueva, descubrí que había vuelto a silbar.

No lo decidí. No fue una epifanía ni un símbolo. Simplemente ocurrió. Caminaba por una calle de baldosas húmedas, con olor a pan frito y a flores marchitas, cuando me di cuenta de que silbaba una melodía que no conocía. Era mía. Improvisada. Torpe. Viva.

Renté un cuarto en una casa compartida. La dueña era una mujer de unos sesenta años que hablaba poco y cuidaba su jardín como si allí se jugara el destino del mundo. Se llamaba Aurelia. Me ofreció té de cedrón al llegar, y solo dijo:

—Acá no preguntamos por qué venís. Solo si querés quedarte.

Dije que sí. Y fue suficiente.

Encontré trabajo en una librería usada. No vendíamos bestsellers ni baratijas de autoayuda. Vendíamos polvo con historia. Hojas con olor a humedad. Verdades mal encuadernadas. Me sentí en casa por primera vez en años.

Una tarde, entró un chico de unos doce años. Tenía el pelo desordenado, las manos llenas de tinta, y una seguridad que solo dan las ganas sinceras.

—Busco libros con monstruos —dijo.
—¿De los que asustan o de los que enseñan?
—¿Hay diferencia?

Me reí. Le di un ejemplar de Beowulf ilustrado. Volvió la semana siguiente.

Empecé a hablar más con la gente. No para entretenerme. Para entender. La señora que compra novelas policiales todos los lunes. El hombre que sólo lee prólogos. La pareja que marca frases en libros distintos para leérselas en voz alta. Cada uno era una puerta.

Y yo, por fin, tenía llaves.

Un día, fui al parque. Llevaba un libro que no pensaba leer. Solo lo usaba de excusa para estar. Una chica se sentó a mi lado. No se presentó. No preguntó nada. Solo señaló el cielo:

—Ese color raro entre azul y violeta. Nunca sé cómo se llama.
—No creo que tenga nombre.
—Entonces lo bauticemos.
—¿Y si mañana tiene otro color?
—Le ponemos otro nombre. Total, el cielo no se ofende.

Nos reímos. Hablamos de flores que no sabíamos pronunciar, de miedos que se disuelven en el cuerpo como efervescente, de padres, de comidas absurdas, de errores hermosos.

No me enamoré. No todavía.

Pero sentí algo.

El asombro de estar presente.

Y esa noche, al acostarme, no escribí. No pensé. No filosofé.

Solo sonreí.

Porque por primera vez en la historia de este personaje que fui escribiendo sin darme cuenta…
no necesitaba cerrar el día con una frase.

Solo dormir.

Y esperar mañana.

Capítulo 32

Habían pasado ya varias semanas desde que me instalé. La rutina había adquirido esa forma nueva que no lastima: horarios flexibles, silencios compartidos, comidas improvisadas, palabras dichas cuando debían decirse y no antes.

Una tarde gris, el tipo de gris sin melancolía, caminaba rumbo a la librería con un pan recién comprado debajo del brazo, cuando noté algo extraño en la esquina. Un afiche pegado sobre una caja eléctrica. Fondo rojo, letras blancas.

“La libertad no es lo que creés.
La libertad es seguridad.”

Me detuve.

No era una publicidad. No era político. Tampoco arte urbano. Era algo… en el medio. Ambiguo. Deliberadamente ambiguo. Nadie lo miraba. Nadie parecía notarlo.

Me acerqué. El papel era nuevo. La tinta aún olía. Busqué un logo, una firma. Nada. Solo esa frase. Releída en voz baja, sonaba peor:

La libertad no es lo que creés.
La libertad es seguridad.

Seguí caminando. Pero con una molestia nueva, como cuando uno detecta un zumbido que no sabe si viene del oído o del mundo.

Llegué a la librería. Me saludaron como siempre. Pero sentí que algo había cambiado. O que yo había cambiado un poco más. Como si ese cartel me hubiera recordado algo que llevaba semanas ignorando: que incluso cuando uno cree haber escapado de las estructuras, hay otras más sutiles esperándolo.

Después del trabajo, pasé por la casa de Aurelia. Estaba en el jardín, como siempre, arrodillada entre los malvones.

—Vi un cartel raro hoy —le dije.
—¿Uno rojo? ¿Sobre libertad?
—Sí.
—Están apareciendo en todas partes. Yo los arranco.
—¿Por qué?
—Porque son mentira disfrazada de advertencia. Y las advertencias disfrazadas son lo más peligroso.

Se limpió las manos en el delantal. Me miró directo.

—¿Querés un consejo?
—Sí.
—No dejes que tu libertad se convierta en otra forma de obediencia. Ni siquiera a vos mismo.

Ese día no silbé.

No por miedo.

Sino porque comprendí que vivir también es vigilar el alma, revisar que las paredes no se vuelvan barrotes aunque parezcan pintadas con gusto.

Y esa noche, cuando apagué la luz, dormí bien. Pero antes de quedarme dormido, me prometí algo:

Que no volvería a anestesiarme con bienestar.

Que elegiría cada día, incluso cuando eso doliera.

Que no permitiría que una frase bien diseñada me dijera qué es la libertad.

Porque yo la he sentido.
Y era algo muy distinto.

Capítulo 33

La conocí por accidente. Su nombre era Clara, y llegó a la librería buscando un libro de filosofía medieval. Tenía una voz tranquila, de ésas que uno imagina leyendo cartas frente al fuego. Pero en cuanto cruzamos palabras, supe que no iba a dejarme intacto.

—¿Vos leés o solo recomendás?
—Ambas cosas.
—¿Y vivís lo que leés?
—Lo intento.
—Entonces te debe doler bastante.

No lo dijo con sarcasmo. Lo dijo como quien te ve sangrando y señala la herida sin piedad, pero también sin morbo.

Tomamos café tres días después. Me habló de Spinoza y de monjas rebeldes del siglo XIV. Me escuchó sin interrumpir. Pero en cuanto notó que embellecía lo que contaba, me frenó:

—No me interesa tu estilo. Me interesa tu verdad.

Sentí una mezcla de vergüenza y alivio. Había vivido tantos años adornando mi tristeza, que ser confrontado sin crueldad, pero sin concesiones, era como recibir un golpe con una flor de hierro.

Caminamos. Me llevó a un barrio que no conocía. Era su lugar: edificios descascarados, gatos flacos, una iglesia cerrada con candado oxidado. Me contó que ahí aprendió a desconfiar de todo lo que se dice «con buenas intenciones».

—¿Sabés qué te pasa?
—Decime.
—Tenés razón, pero no tenés mundo.
—¿Y qué me falta?
—Que alguien te contradiga hasta que encuentres tu centro sin que se te rompa el alma.

Esa noche no dormí. No por angustia. Por la intensidad de haber sido visto.

Y por primera vez, comprendí que la verdad no se encuentra: se permite.

Capítulo 34

Esa semana los días se volvieron elásticos. Largos, variables, con bordes mal definidos.

Salía a caminar sin rumbo. Me detenía en plazas donde los niños no gritaban, solo saltaban con la calma de quien no tiene por qué probar nada. Me sentaba a observar árboles como quien escucha un idioma sin traducirlo. Sentía que algo me hablaba, pero no entendía las palabras. Y eso no me preocupaba.

A veces escribía frases en hojas sueltas y las dejaba en bancos públicos, como semillas:

“Recordá que alguna vez dormiste abrazado a una promesa.”

“Todo lo que te dolió también floreció.”

“No pienses tanto. El pensamiento también miente.”

Con Clara hablábamos poco. Pero caminábamos mucho. No necesitábamos respuestas, ni acuerdo. Nos bastaba con estar cerca sin necesidad de atraparnos.

Una noche, la luna tenía forma de cuchillo curvo. El cielo no era negro: era una mezcla de tinta, humo y suspiro. Caminábamos por la costanera cuando ella me dijo:

—¿Sentís eso?
—¿El viento?
—No. El instante.
—¿Qué instante?
—Éste. El que te mira desde adentro y te pregunta si lo vas a desperdiciar.

Nos reímos sin razón. Comimos naranjas. Nos manchamos las manos. Volvimos tarde.

Esa noche escribí algo que luego arranqué:

“Tal vez vivir es no entender, pero sentir que no hace falta entender nada.”

Capítulo 35

Tres semanas después, el cuerpo empezó a pesar. No el cuerpo físico. El cuerpo del alma.

Estar presente es hermoso. Pero es trabajo constante. Es no huir, no distraerse, no mentirse. Y eso… también agota.

Me senté en la cocina y no hice nada durante veinte minutos. Ni teléfono, ni música, ni ideas. Solo un vaso de agua tibia, una silla de madera, y yo. Me dolían los ojos sin saber por qué. Me ardía el pecho como si hubiera estado corriendo.

Clara me encontró en ese estado. Me miró con una dulzura distinta. La dulzura de quien sabe que el otro ha estado demasiado despierto por demasiado tiempo.

—Te estás exigiendo claridad como si fuera oxígeno —me dijo.
—Es que no quiero dormirme otra vez.
—Pero estar despierto también necesita descanso.

Me habló de un tal Tolle. Me explicó con sus palabras un fragmento de su autoría:

  • – Hasta cuando estás compleeeetamente presente, no significa que tengas que estar, digamos, alerta todo el tiempo. La por algunos llamada conciencia también DEBE RECONOCER y DEBE PRACTICAR el descanso…

No hablamos más. Me acarició el brazo y se fue.

Esa noche, dormí doce horas. Soñé con una escalera que no llevaba a ningún lado, pero cada peldaño era suave, como si me estuviera subiendo hacia dentro de mí.

Y cuando desperté, no sentí culpa. Ni deber. Ni mandato.

Solo ganas.

Ganas de seguir.

No para llegar a ningún lado.

Solo para seguir despertando.

A mi ritmo.

A mi modo.

A mi manera.

Capítulo 36

No fue una decisión súbita. Fue más bien un eco, una certeza que maduró en silencio. Algo que me susurraba cada vez que callaba lo suficiente para escucharlo.

“Volvé.”

No a una persona. No a un momento. A un lugar.

Donde nací. Donde crecí con frío en los huesos, techos bajos y mapas recortados. Donde el silencio no era opción estética, sino condición climática. Donde el viento hablaba más que los vecinos. Un pueblo entre valles olvidados, con inviernos largos y veranos cortos como disculpas.

Compré el pasaje en una terminal sin nombres importantes. Cuatro conexiones. Un tren, dos micros, una camioneta alquilada. Clara no me pidió explicaciones. Solo me abrazó y dijo:

—La raíz también es una decisión.

Viajé de noche. Atravesé planicies que parecían no terminar. Leí poco. Pensé poco. Solo observaba. Como si mis ojos necesitaran recopilar atmósfera
antes de llegar.

El pueblo era aún más pequeño de lo que recordaba. Las casas parecían hablar entre sí. El kiosco seguía igual, con golosinas vencidas y una radio que repetía noticias que nadie escuchaba. La panadería tenía otro dueño, pero el pan olía a infancia. Caminé sin apuro.

La casa de mis abuelos seguía en pie. Cerrada. Con el techo más vencido. Pedí la llave a un primo que aún vive cerca. Me miró con ojos cansados.

—¿Y para qué volvés?
—Para poder irme bien.

Abrí la casa. Todo olía a madera vieja, a historia estancada, a polvo de otro siglo. Me instalé con lo justo. Dormí en el mismo cuarto donde una vez lloré porque sentía que el mundo me ignoraba. Y ahora, tantos años después, lo entendí: no era que el mundo me ignoraba. Era que yo aún no estaba listo para hablarle.

Pasaron los días. Caminé cerros. Abrigué las manos con lana rústica. Escuché perros ladrar a la nada. Me reencontré con rostros conocidos que no recordaban mi nombre. Me quedé en silencio sin que nadie lo interpretara como tristeza.

Y ahí, entre la escarcha y los amaneceres que parecían pintados con hielo, sentí la gran certeza:

Todo esto que fui, lo sigo siendo.
Pero ya no como peso.
Sino como suelo fértil.

Una tarde, en lo alto de un cerro bajo, mientras el viento me sacudía los párpados, supe que había llegado al borde exacto entre lo que fui y lo que voy a ser.

Y ahí mismo, sin romanticismo, sin fondo de música ni metáfora impuesta, dije en voz baja:

—Ahora sí. Estoy listo.

Y lo supe. No como quien cree. Como quien ha vuelto a casa solo para poder partir por fin.

Capítulo 37

(La semilla – del regreso nace el movimiento)

Bajé del cerro sin apuro. Las piernas dolían. El viento había hecho lo suyo en la cara. Pero el pecho… el pecho estaba liviano, como si finalmente hubiera soltado un bolso que cargaba desde hacía años, sin saberlo.

Volví a la casa. El calor de la estufa me recibió como una ternura sin palabras. Me senté. Preparé mate. Silencio. No necesitaba más.

Pero esa noche, algo germinó.

Tomé una hoja. No para escribir el diario de siempre. Para diseñar algo.

Un cartel. Simple. Hecho con marcador negro sobre papel reciclado. Lo pegué al día siguiente en la tranquera.

“Se dan talleres de escritura para quienes no se creen escritores.
Para los que tienen algo adentro y no saben cómo sacarlo.
Para los que creen que nadie los va a leer.
Para los que no necesitan que los lean, pero igual escriben.
Gratis. A voluntad.
Mate incluido.”

Lo dejé ahí. Volví adentro. Me senté. No esperé nada. Y sin embargo, al tercer día, golpearon.

Primero vino Noelia, la hija de la señora del almacén. Treinta años. Había escrito poemas en servilletas pero no se los había leído a nadie.
Luego llegó Lucas, que trabajaba en la estación de servicio. Quería hacer una novela sobre su papá camionero.
Después apareció Elvira, setenta y cinco, viuda. Quería contar la historia de su primer beso y dejarla escrita antes de morirse.

Y así, sin estridencias, nació algo nuevo.

Los jueves a las cinco. Taza en mano, cuaderno en la otra. Silencio al empezar. Risas a los veinte minutos. Lágrimas una vez por mes. Y una certeza creciente: nadie estaba solo.

Yo no enseñaba. Acompañaba. Leía con ellos. Les leía mis fallas. Mis tachaduras. Mis dudas. Se sentían libres. Y yo también.

Una noche, al cerrar el portón, me descubrí diciendo en voz baja:

—Esto… esto es vivir.

Sin narrarlo. Sin embellecerlo. Sin guión.

Solo hacerlo. Y compartirlo.

Capítulo 38

(El fuego crece – intensificación del proyecto)

En poco más de un mes, los encuentros pasaron de tres personas a siete, luego a diez. El salón improvisado de la casa de mis abuelos ya no alcanzaba. Pedí prestado el salón del club del pueblo. Nadie lo usaba desde hacía años. Barajé el polvo. Abrí ventanas. Encendí el fuego de una estufa a leña oxidada. Y una vez más, el lugar se volvió otra cosa.

Llegó gente de pueblos cercanos. Una chica que escribía cartas que nunca enviaba. Un hombre que había trabajado de peón rural toda su vida y quería relatar su infancia en galpones de esquila. Una madre que había perdido un hijo y escribía para que él no desapareciera del todo.

Había silencio cuando alguien leía. Nadie juzgaba. A veces las voces temblaban. A veces no se podía continuar. Se lloraba en grupo. Se reía sin filtro. Y después, siempre, alguien decía:

—Gracias por no reírse de mí.

Era como si en ese espacio, cada historia fuera recogida con las manos, no como objeto frágil, sino como un fruto maduro que por fin caía sin ruido.

Una tarde de jueves, al cerrar el encuentro, Elvira —la señora del primer beso— me tomó del brazo con una fuerza inesperada:

—Usted hizo que yo me escuchara a mí misma. Eso vale más que muchos médicos.

No supe qué decir. Solo la abracé. Era cierto. No era un taller de escritura. Era una sala de eco para almas sueltas.

Me sentí útil. No como acto heroico. Sino como alguien que por fin hace sin dudar. Por primera vez, no necesitaba escribir para existir. Estaba existiendo sin testimonio. Y eso… era libertad.

Capítulo 39

(La prueba – la visita inesperada)

Fue un lunes, justo antes de la hora del almuerzo. El cielo estaba blanco. No gris: blanco tenso, como si fuera a estallar en nieve.

Golpearon la puerta. No con timidez. Con ritmo firme. Abrí. Y allí estaba.

Mariana.

No traía maletas. Solo una mochila y una mirada contenida. Más arrugas, menos fragancia. La misma voz.

—Necesitaba ver con mis ojos si todo eso que me contaste… era real.

Nos sentamos. Mate de por medio. Silencios como puentes.

—No vine a juzgar —dijo—. Vine a cerrar. O abrir. O no sé.

Le conté del taller. Le mostré el cuarto con las sillas de colores, el pizarrón con frases tachadas, los cuadernos olvidados. Ella miraba todo como si viera un animal en libertad.

—No sos el mismo.
—No.
—Te veo tranquilo.
—Estoy presente.
—¿Y eso alcanza?

No respondí.

Esa noche, al despedirse, dijo:

—Pensé que eras un exilio. Pero resultaste una raíz. Me alegra. De verdad.

Se fue. No pidió quedarse. No sugirió reintentos. No arruinó el silencio.

Esa misma semana, llegó una carta.

Era de una fundación cultural que había leído fragmentos del taller publicados por un periodista local. Ofrecían llevarme a la capital para dar un ciclo de charlas y talleres. Pagado. Promocionado.

Era, en esencia, una puerta.

Pero entonces apareció la contradicción:
¿Irme y multiplicar esto que había nacido tan puro?
¿O quedarme y seguir cultivándolo sin luz artificial?

Esa noche no dormí. El cuarto parecía más frío. La estufa no alcanzaba. El cuerpo temblaba.

Y comprendí: lo que temblaba no era el cuerpo. Era la raíz misma preguntándome si iba a ser fiel.

Capítulo 40

(La decisión que no se llama sacrificio)

Leí la carta tres veces más esa noche. A la cuarta, dejé de leerla y empecé a sentirla. El lenguaje era correcto, amable, tentador. Invitaban a dar charlas sobre escritura en entornos rurales, a contar cómo la palabra puede florecer en medio del silencio. Querían replicar lo que habíamos logrado. Querían mi voz, mi experiencia, mi presencia.

En otro tiempo, habría aceptado sin pensarlo. No por vanidad, sino por validación. Porque uno que ha vivido tanto tiempo en la sombra, no puede evitar conmoverse cuando le prometen luz.

Pero ahora… ahora había otra cosa en juego.

Clara me llamó esa noche, desde lejos.

—¿Y? ¿Te vas?
—No sé.
—¿Tenés miedo de irte o de traicionar lo que construiste?
—Tengo miedo de que llevar esto a otra parte lo mate.
—¿Y si lo multiplica?

Silencio.
Ella suspiró.

—Lo que hiciste acá… ya no depende de vos.
—¿Cómo?
—Es de ellos también.
—Pero si me voy…
—Van a seguir. Y si volvés, vas a encontrar algo que te espere. Pero si no te vas, tal vez lo vas a resentir. Vos sabés bien lo que hace la resignación a un alma despierta.

Cortamos sin resolver. Pero algo dentro mío ya sabía.

A la mañana siguiente, me encontré con Elvira barriendo la vereda del club donde hacíamos los talleres. Me miró sin sorpresa.

—¿Vas a irte, no?

Asentí.

Ella se rió apenas. Se acomodó el pañuelo en la cabeza.

—Sabés, hijo, yo pensé que eras uno de esos que escriben para no hacer nada. Pero resultaste uno de los que hacen para no tener que explicarse tanto.

Me conmoví. Quise decir algo, pero no encontré palabras.

—Andá. Pero volvé de vez en cuando. No para hablar. Para escuchar cómo sigue lo que sembraste.

Le tomé la mano. La suya estaba tibia, seca, real.

El jueves siguiente di el último taller. No lo anuncié como tal. No dije que era el final. Simplemente lo di. Leímos textos de los que recién comenzaban. Aplaudimos con más fuerza que de costumbre. Y al final, como siempre, hubo mate, pan, risas, promesas.

Esa noche, dejé el cartel del primer día pegado en la puerta del club.

No como convocatoria.

Como manifiesto.

“Para los que no creen que son escritores.

Para los que escriben igual.

Para los que escuchan.”

Porque escribir, aprendí, es escuchar con tinta.

Empaqué poco. Ropa sencilla. Libretas llenas. No llevaba miedo. Solo una especie de melancolía dulce, como quien se despide de un lugar que ya no le pertenece, pero al que le debe la vida.

Antes de partir, miré una vez más el cerro, la escuela cerrada, el kiosco, el camino de tierra que lleva al cementerio donde duermen mis abuelos.

—Gracias —murmuré—. Por enseñarme que la raíz no es una trampa, sino un punto de apoyo.

Y me fui.

Pero no como quien deja.

Sino como quien por fin se mueve con todos los pasos puestos hacia adelante.

Capítulo 41

(La vida en expansión – llevar la raíz al nuevo suelo)

Llegué a la ciudad grande justo al amanecer. El aire era distinto: menos denso que el viento del cerro, pero con una vibración que hacía cosquillas en el pecho. Cargué mis libretas y mi mate en la mochila y busqué el café donde dictarían mi primer taller fuera del pueblo. No lo anunciaron como “mi primer taller en la ciudad”; simplemente, había sillas colocadas en semicírculo, un pizarrón y botellas de agua sobre la mesa.

Al entrar, reconocí en las miradas esa mezcla de curiosidad y escepticismo: la misma que yo tenía cuando llegué por primera vez a mi propio pueblo, años atrás. Sonreí. Me senté, preparé el mate, y dije:

—Bienvenidos. Acá no vamos a hablar de literatura desde un pedestal, sino de vuestras voces.

La semana siguiente el grupo creció. Llegaron estudiantes de teatro, un profesor de historia jubilado, una madre soltera que escribía relatos sobre su infancia, y hasta un joven publicado en blogs que esperaba validar su oficio en un ámbito “más serio”. Les pedí que trajeran una frase suya, cualquier frase, y la leímos en voz alta. El silencio que siguió fue tan intenso como el primer taller en el club del pueblo.

Me preguntaron si sentía nostalgia. Respondí:

—Nostalgia no. Gratitud. Lo que hice en mi pueblo fue plantar semillas. Acá estoy para ver cómo germinan.

Un mediodía, caminando hacia el subte, el cartel rojo apareció en la misma forma que en el pueblo:
“La libertad no es lo que creés.
La libertad es seguridad.”

Pensé en arrancarlo, pero lo dejé. Lo observé un momento y me di cuenta de que su poder radica en su insistencia. Lo que hace falta no es borrarlo, sino darle contracarteles.

Así que esa tarde diseñé uno y lo pegué al lado, donde decía:

“La libertad no se vende en frases.
La libertad se vive con actos.”

Una estudiante lo fotografió y lo subió a redes. Recibí mensajes de gente que lo comentaba como “una batalla por la palabra”. Le contesté:

—La batalla real es escoltar vuestra voz, no la mía.

Por las noches, cuando cierro la puerta del pequeño departamento, pienso en el cerro, en la estufa de leña, en los pasos cansados que me llevaron hasta aquí. Ya no me cuesta levantarme. Me cuesta, a veces, dormir: tengo la cabeza tan atareada de ideas y diálogos que sueño despierto.

Sin embargo, cada vez que me siento frente al grupo y digo:

“Escriban lo que no pueden callar”

siento que el trabajo vale cada instante de desvelo. La raíz está en otra parte, pero el tronco crece hacia todas direcciones.

Capítulo 42

(Epílogo – testimonio de otra voz)

No soy él, pero lo conocí. Me llamo Martina y asistí a su taller en la ciudad hace un año. Jamás imaginé que mi relato sobre la muerte de mi padre pudiera resonar en una sala llena de desconocidos. Pero él me escuchó. Y escuchó a todos.

Hace un mes, regresé al pueblo donde comenzó todo. Lo encontré enseñando bajo la vieja estufa a leña, con las sillas dispuestas en círculos imposibles. Participé de aquel taller final, cuando anunció que se iba “para seguir”. Nos dejó un cartel al marcharse:

“Para quienes creen que nadie los leerá:

Lean su voz en el eco de otros.

Ahora viaja. Ha dictado talleres en bibliotecas de barrios obreros, en casas culturales de provincias limítrofes, y pronto dará una serie de charlas en el extranjero. Pero siempre regresa. Porque, como él mismo dice, la raíz no está atada a un punto fijo: es la fuerza que sostiene el vuelo.

Conservo una de sus libretas. En la tapa, un dibujo de un árbol: enredado, pelado, vibrante. Adentro, sus tachaduras, sus dudas, sus certezas. Cada página huele a pan fresco, a viento de invierno y a mate compartido.

Leo esa libreta a ratos, cuando la vida me hace olvidar que escribir —y vivir— son actos de coraje cotidiano.

Y entonces recuerdo sus palabras finales:

“Vivir no es narrar el silencio;
es hacer que el mundo escuche.
Y después… seguir haciendo.”

Así, este relato termina, pero la vida —la suya, la mía, la de todos los que se atreven a escribir— sigue.

Capítulo 43

(Cartas desde lejos – la voz de los otros)

Desde que partió, he recibido decenas de mensajes y cartas. Algunos llegan en sobres manuscritos, otros en correos electrónicos inesperados. Comparto fragmentos —sin nombres— para mostrar cómo su semilla sigue dando frutos:

“Maestro, gracias a sus talleres dejé de temblar frente a la página en blanco. Hoy envío mi primer poema a una revista local.”

“Sus ejercicios de ‘escribir lo imposible’ me ayudaron a contar mi historia sin reproches. Ahora soy más amable conmigo mismo.”

“En el extranjero, me presento diciendo: ‘Soy alumno de aquel tipo que vino de un pueblo y me enseñó a hablar con tinta’. Y la gente aplaude.”

Cada carta me recuerda el eco inmenso de un solo acto: ofrecer un espacio donde las voces cobran vida. Él, que partió llevándose solo un puñado de libretas, hoy existe en tantas manos que su presencia es más fuerte que cualquier ausencia.

Capítulo 44

(Regreso y nueva raíz – el ciclo que renace)

Volví al pueblo un día de otoño rugiente. Las hojas se desprendían con un crujido de viejos pergaminos. La casa de mis abuelos ya no es mía, pero el salón del club sigue en pie. Entré. Nadie esperaba. Las sillas estaban apiladas, la pizarra limpia, los carteles guardados en un armario.

Saqué de mi mochila un cuaderno nuevo. Lo abrí junto a la estufa apagada. Saqué un marcador y escribí en la vieja cartelera:

**“Este es el inicio de otra historia.

Bienvenidos quienes quieran dar voz a lo que late en sus manos.”**

Al fondo, escuché pasos: Lucas, Noelia, Elvira y algunos más habían vuelto. Me saludaron con ojos claros.

—Pensábamos que esto quedaría vacío. —dijo Elvira—
—Lo que se planta con coraje no muere —respondí—. Solo espera que volvamos a regar.

Trazamos fechas, nombres, horarios. Ya no soy el único sostén. Cada uno aportó ideas: encuentros en el jardín, lecturas en la estación, un archivo online para compartir textos.

Y entonces comprendí que la raíz auténtica no es una fija, sino esa que se hunde en la voluntad de volver y reinventar sin descanso.

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