Los que nunca salieron

Alla por 1890 se inauguraba el esplendoroso Hotel Boulevard Atlántico, el cual le dio nombre al pueblo que después fue llamado Mar del sud.
Poco tiempo después, el hotel recibió un contingente de inmigrantes llegados en barco. Familias enteras desembarcaron en botes, alcanzando las playas de aquel pintoresco pueblo. Al pisar tierra firme, sus rostros se iluminaban de asombro al contemplar el imponente edificio, que parecía un castillo sacado de un cuento de caballeros y armaduras.
En la entrada principal se alzaba un gran umbral de estilo neoclásico, adornado con lujosos detalles de la Belle Époque y coronado por un majestuoso balcón que dominaba la vista del acceso. Nadie quedaba indiferente ante semejante despliegue de elegancia; el silencio reverente de los recién llegados hablaba más que mil palabras.
Tristemente no todos los pasajeros soportaron el ajetreado viaje. Durante su estadía sus cuerpos permanecieron insepultos en el sótano del hotel, ocultos al silencio húmedo de sus paredes. Días después del arribo del contingente, se desato una epidemia: varios niños murieron, y sus restos fueron enterrados a escasos 200 mts del hotel, a orillas del arroyo “La Tigra”, donde el agua parece recordar sus nombres.
Luego de los trágicos sucesos, el hotel dejó de recibir huéspedes. La crisis económica, sumada a su creciente mala fama, lo condenó al abandono. Años más tarde, en 1904, fue subastado y adquirido por nuevos propietarios, quienes lo reabrieron con grandes expectativas. Así volvió a ser hospedaje de hacendados de la zona y de turistas en busca de una aventura distinta.
Sin embargo, no todo era lo que parecía. Aquel viento costero —ese aullido que soplaba y se filtraba por los grandes ventanales, haciendo danzar los cortinados— no era lo único que perturbaba la calma. Muchos huéspedes aseguraban sentir miradas desde rincones oscuros, y en la quietud de la noche, decían oír una respiración ajena, compartiendo el aire con ellos en la habitación. Un resuello leve, inquietante… como el aliento de almas que aún deambulaban.
Todo quedó en rumores, susurros que se perdían con el mar. Solo quienes se atrevían a pernoctar en el hotel experimentaban en carne propia esas sensaciones fuera de lo común.
Durante años no hubo nuevas desgracias, pero las energías que recorrían los largos pasillos del suntuoso hotel no pertenecían del todo a este mundo.
Corría el año 1940 y tantos, y el lujoso hotel aun recibía huéspedes con su habitual elegancia, ofreciendo funciones de cine y veladas de espectáculo. Una de las atracciones mas celebradas era el show de una misteriosa cantante que imitaba, nada mas y nada menos, que a Édith Piaf. Su voz profunda y melancólica, colmaba la esplendorosa sala cada noche, arrancando ovaciones de un público encantado…y, según decían algunos, de otros que ya no estaban del todo vivos.
Cuentan que cierta noche, la cantante —aquella tan aclamada que imitaba a Édith Piaf con escalofriante precisión— decidió poner fin a su vida en la habitación 32. Nadie escuchó gritos, ni golpes, solo un silencio extraño al amanecer. Los motivos se perdieron como su voz: en el aire.
Y así el hotel se cobraba una nueva víctima, muchos aseguran que se sigue escuchando su voz cantando bajito… incluso cuando no hay nadie más en el hotel.
Tiempo después, comenzaron a correr rumores sobre submarinos nazis que patrullaban las costas cercanas. Se decía que sus tripulantes se hospedaron en el hotel durante un tiempo, ocultos a la vista de las autoridades.
Nadie sabe con certeza qué buscaron en aquel lugar ni qué oscuros secretos guardaron tras sus muros. Algunos afirmaban haber encontrado símbolos grabados en las paredes del sótano, restos de mapas antiguos y objetos que parecían pertenecer a otro tiempo y otro mundo.
Durante las décadas siguientes, el hotel continuó recibiendo huéspedes. Algunos venían por curiosidad, otros atraídos por la historia, el lujo marchito o los rumores que ya eran parte de su leyenda.
Pero fue recién a inicios de los años 70, cuando su destino volvió a cambiar: el edificio fue adquirido por un antiguo huésped. Había visitado el hotel siendo apenas un joven y había quedado hechizado por su atmósfera, por sus luces tenues y sus pasillos interminables. Nunca lo olvidó. Años después, con fortuna heredada y obsesiones intactas, decidió comprarlo… como si algo —o alguien— lo hubiera estado esperando.
Tras la llegada de su último dueño, el hotel siguió funcionando con cierta regularidad hasta aproximadamente 1993, cuando un incendio —cuyas causas nunca fueron esclarecidas— destruyó parte de su ala norte.
A partir de entonces, el edificio quedó en el abandono, lo que no significó exactamente silencio. Fue usurpado por contrabandistas que operaban de noche, recibiendo mercadería de barcos sin bandera que se acercaban sigilosamente a la costa. También se convirtió en escondite de narcotraficantes, y no tardó en mancharse con otra tragedia: un ajuste de cuentas terminó con el asesinato del panadero del pueblo, a sangre fría, en uno de sus pasillos desiertos.
El hotel, una vez símbolo de lujo y esplendor, era ya un lugar maldito.
Con los años, el deterioro fue avanzando como una enfermedad. Las paredes se resquebrajaron, los techos cedieron en algunas zonas, y los vitrales polvorientos comenzaron a parecer ojos muertos que vigilaban a quienes osaban acercarse. La vegetación cubrió los senderos, ocultando la entrada como si el mismo paisaje quisiera tragarse el edificio.
A pesar de su estado, los rumores jamás cesaron. Algunos decían que aún podían verse luces encenderse en el ala sur. Otros juraban haber oído la voz de una mujer cantando en francés, quebrada por el viento. Los más supersticiosos afirmaban que el hotel no estaba abandonado, sino habitado por memorias vivas, atrapadas entre sus muros como insectos en ámbar.
La habitación 32, en particular, seguía teniendo fama de maldita. Nadie lograba permanecer en ella más de unos minutos. Era como si el tiempo allí se volviera denso, como si algo —o alguien— se negara a ser olvidado.
En el otoño de 2011 —para ser precisos— apareció un nuevo interesado en la propiedad: Elías Fausto, un arquitecto de mediana edad especializado en restauraciones de edificios históricos. Decía estar fascinado con las construcciones del período Belle Époque, pero pronto quedó claro que su interés por el hotel iba más allá de lo profesional.
Había oído hablar de él en una vieja revista de arquitectura, y desde entonces algo se le había fijado en la mente. Visitó el pueblo sin anunciarse, recorrió los alrededores con una mezcla de respeto y ansiedad, y consiguió, tras cierta insistencia, que un viejo empleado municipal le entregara una copia oxidada de las llaves.
Apenas cruzó el umbral, algo lo invadió. Una especie de familiaridad imposible. Caminó en silencio por los corredores polvorientos, rozando las paredes como si intentara recordar algo que nunca vivió.
Cuando llegó al segundo piso, se detuvo frente a una puerta vieja y numerada: 32. Sin saber por qué, sintió un escalofrío. Y aunque llevaba una linterna, notó que desde dentro de la habitación salía una tenue luz amarillenta. Tocó la perilla. Estaba tibia.
Elías, dominado por una mezcla de curiosidad y vértigo, abrió la puerta de la habitación 32. Un aire frío lo envolvió de inmediato, aunque afuera la tarde seguía templada.
Dentro, la habitación estaba impecable, como si nadie la hubiera abandonado jamás. La cama tendida, un espejo intacto reflejando una lámpara encendida. Y sobre el tocador, un gramófono antiguo que comenzó a girar por sí solo, reproduciendo una melodía suave… una voz femenina, en francés.
Elías intentó retroceder, pero sus piernas no respondían. Algo en la habitación lo sujetaba. En el espejo, el reflejo no coincidía del todo: mostraba a un hombre más joven, con un rostro que no era el suyo, abrazando a una mujer de cabello oscuro que lo miraba con tristeza.
Luego, la luz titiló y se apagó. Cuando volvió, Elías ya no estaba. Solo quedaba la puerta entreabierta, y una canción terminando en un susurro…
El hotel Boulevard Atlántico aún se alza frente al mar, vencido por el tiempo, pero nunca vacío del todo. Las olas siguen rompiendo contra la costa, y el viento costero —ese que hace crujir los postigos— arrastra historias que nadie quiere contar en voz alta.
Algunos dicen que el edificio elige a quién dejar entrar… y a quién no dejar salir.
Porque hay lugares que no se abandonan. Hay lugares que te esperan.
Fin
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