El Pacto

Paf

29/06/2025

El Pacto


Cuentan los viejos del Delta que, allá por la mitad de los años treinta, en Clarksdale —ese pequeño pueblo de tierras húmedas y verdes, donde los lagos parecen espejos rotos y el gran río Misisipi arrastra secretos entre sus aguas oscuras— ocurrió algo que jamás debió ser contado.

Clarksdale, perdido entre el barro y el blues, se alza donde las rutas 61 y 49 se cruzan como cuchillas. Dicen que allí, en esa encrucijada olvidada por Dios, un joven llamado Robert Johnson —un guitarrista sin gracia, al que nadie prestaba oído— hizo un pacto que cambiaría su destino y su alma para siempre.

La leyenda murmura que fue una noche sin luna, en el borde de una plantación azotada por el viento. Johnson, solo y desesperado, invocó algo más antiguo que la música misma. Y entonces surgido de la penumbra —con los pasos lentos y sin ruido— apareció un hombre alto, muy alto, más de lo natural. Iba vestido con un traje negro como la brea, impecable pero antiguo, y un sombrero de ala ancha que le ocultaba el rostro. Sólo cuando se acercó, Johnson vio sus ojos: brillaban como ascuas apagadas, y no tenían fondo. Su piel era de un negro pulido, como carbón mojado. Sonreía con una boca demasiado grande, con dientes largos y delgados, no del todo humanos.

No dijo una sola palabra. Le extendió la mano, y Johnson —como si no tuviera voluntad— le entregó la guitarra. El diablo la sostuvo un instante y, al tocarla, las cuerdas comenzaron a vibrar solas, como si algo dentro del instrumento gritara.

Entonces el hombre tocó. No fue música. Fue un conjuro.

Las notas que arrancó de la guitarra parecían heridas abiertas. Había gritos en ellas. Lamentos que no podían venir de este mundo. La tierra tembló bajo sus pies y un olor a azufre y sangre se esparció por el campo. Las estrellas se apagaron, una a una, como si huyeran. Los árboles parecían doblarse para mirar, y una bandada de cuervos surgió de la nada, dando vueltas en círculo sobre sus cabezas.

Cuando terminó, el hombre le devolvió la guitarra con una sonrisa torcida. Al rozar sus dedos, Johnson sintió un frío tan profundo que creyó que su corazón se había detenido.

No hubo firma. No hubo contrato. Solo un cruce de miradas.

El silencio fue el cierre del trato.

Tres meses después, cuando Johnson regresó a los bares de mala muerte donde antes lo echaban a patadas, su música ya no era la misma. Las notas que salían de su guitarra parecían arrastrarse desde el más allá. Tocaba como si cada cuerda fuera una víscera y cada acorde, un grito ahogado. Sus ojos ya no eran los mismos: oscuros, apagados, como pozos sin fondo. Miraba a la nada, como si algo dentro de él hubiera sido vaciado o sellado. Quienes lo escuchaban no sabían si estaban ante un genio… o ante un condenado.

Siguió tocando sin descanso, como si huyera de algo o como si lo persiguiera una deuda imposible de saldar. De pueblo en pueblo, de taberna en taberna, su nombre creció como una sombra que se extiende al caer la tarde. Algunos decían que jamás sonreía, que hablaba poco y dormía menos. Que cuando se quedaba solo, murmuraba cosas en un idioma que no era inglés ni ningún otro.
Con el tiempo, lo llamaron el rey del blues del Delta. Pero nunca volvió a hablar del cruce de caminos.

Tres años después, Robert Johnson moría en circunstancias oscuras, como si el mismo diablo hubiera venido a cobrar lo que era suyo. Algunos dijeron que fue envenenado por un marido celoso. Otros, que su cuerpo se retorció durante horas bajo una fiebre imposible, murmurando nombres que nadie conocía. No hubo testigos claros. Solo rumores. Solo silencio.

Así terminó su historia… o tal vez apenas comenzó otra.

Porque dicen que, desde entonces, otros músicos —almas errantes, consumidas por su arte como por una llama negra— comenzaron a caer a la misma edad: 27 años. Uno tras otro, como si hubieran seguido sus pasos hasta el mismo cruce de caminos: Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain…

Como si la música, cuando se toca con las manos del alma, cobrara un precio que solo los elegidos —o los malditos— están dispuestos a pagar.

Y tú, que has llegado hasta aquí, ya conoces el lugar. El cruce sigue allí, al sur de Clarksdale, donde las rutas 61 y 49 se entrelazan como serpientes. Dicen que, si vas solo, en una noche sin luna, y llevas tu guitarra al hombro… alguien te estará esperando.

Pero cuidado con lo que deseas.

Porque hay música que no nace del talento, sino del precio que estás dispuesto a pagar.

Fin

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