Caminaba pesadamente a través de la espesa capa de humo. Retazos de hombre a la vista. Se llamaba Marcos y vivía en el mismo barrio de siempre. Su ubicación variaba dependiendo de cuán aburrido se encontrara. Tenía hambre y mucho calor. Por la noche había tomado muchas duchas. Se había acordado de que no compró el abanico. Se acordaría, mientras tomaba un baño, de que fumó crack con el dinero.
Detestaba el calor. Era mesero y el calor de la capital lo empapaba de sudor en cada servicio. Se dirigía a su casa, pero no sabía por qué. Cuando era pequeño y vivía en León, cerca de la playa, tampoco le gustaba el calor. «Hace mucho calor y el servicio es una mierda», pensó. Ahora trabajaba en su sexto restaurante, en un residencial, en un lugar llamado Viseras. Recordó que hacía una semana había padecido hambre. Por supuesto, en el pasado también la había padecido.
—Padecido —se dijo.
No había momento en que aquel calor infernal no lo torturase. Le sudaba la espalda y las piernas. Pero sudaba más cuando se drogaba en su habitación. Solo en su colchón, sudado y esnifando o fumando. Drogándose. Tomaba duchas cada vez que la piel le empezaba a picar por el sarpullido. Luego encendía un cigarro y aspiraba una línea de cocaína. Trabajaba de mesero y no le gustaba el calor, pero disfrutaba las pláticas con los comensales. A las mujeres les gustaba mucho. Era atractivo, alto y gracioso. No le importaba pasar calor cuando estaba en su habitación drogándose.
Recordaba el polvo del viejo parqueo donde jugaba con los demás niños del vecindario. Al cerrar sus ojos podía ver a los adictos en una esquina buscando en el suelo, como si su día o noche —tal vez sus vidas— dependiera de lo que pudieran encontrar. Se decía a sí mismo cómo había llegado hasta ahí. Se reconfortaba diciéndose que algún buen relato saldría de todo aquello. Como si escribir sobre cómo un hombre puede perder todo aquello con lo que soñó alguna vez le fuera a importar a alguien.
Los clientes que atendía Marcos no eran tan diferentes a él. Al menos le gustaba pensar eso. En un par de ocasiones compartía copas con algunos de los más adictos luego del turno. No solo licor, también cocaína.
Una mesa raída por el tiempo estaba apostada frente a un espejo en el cual no se podía apreciar ningún reflejo por la suciedad. Marcos y Cristian estaban sentados en dos sillas abuelitas. La luz de la sala parpadea cada diez segundos para luego apagarse por un momento y recobrar vida de pronto. Luisa y Carmen estaban en el baño, se cambiaban de ropa mientras sonaba «Tren al sur». Marcos tenía los pies sobre la mesa, se sentía cansado por la larga jornada. Cristian picaba un poco de cocaína que un amigo del Barrio Boer les había vendido.
—Es buena —le dijo Cristian.
—Es como escamas de serpiente —contestó Marcos.
—Tomá un palazo.
—Dame.
Ambos estaban entonados. Al menos así se decían uno al otro. Marcos salió al patio, vio las estrellas. Recordó, o al menos intentó recordar, cuándo comenzó todo. Qué fue lo que cambió y lo dejó así. No quería estar ahí, pero no podía hacer nada o no hacía nada para cambiarlo. Quería esnifar más, eso sí era seguro. No tenía dinero ni para comer al día siguiente. Las chicas salieron del baño, ambas desnudas. Tomaron sus líneas ellas también. Sacaron cuatro cervezas y se juntaron en el patio a ver las estrellas. Tal vez todos se preguntaban lo mismo: dónde empezó todo, sin poder recordar.
—¿Pasamos de nuevo?
–si
—Dame
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