Hay veces

que no entra fácil.

El cuerpo se resiste,

la carne aprieta,

el miedo habla bajito,

y aún así, digo:

ven.

Porque quiero.

Aunque duela.

Aunque el primer empuje

me haga morder la almohada

y apretar los ojos

como quien aguanta una tormenta por dentro.

Arde.

Se siente como una grieta nueva,

una invasión santa,

una herida que elijo.

A veces, sí,

baja un hilo rojo por la pierna,

como si el cuerpo dijera

te siento hasta lo más profundo.

Pero entonces viene el segundo empuje.

Y el tercero.

Y ahí,

ya no hay dolor,

solo el fuego.

Se abre el abismo,

y yo caigo.

Y me pierdo.

Y el placer me desarma.

Porque cuando entra todo,

cuando golpea mi punto exacto,

me tiemblan las piernas,

me tiembla el alma.

Soy cueva viva,

nido de deseo,

vientre sin nombre.

Y en ese vaivén,

soy más yo que nunca.

No por ser tomado,

sino por saber que ahí,

en lo profundo,

donde antes dolía,

ahora me hago música.

Y gimo,

y lloro,

y río,

todo al mismo tiempo.

Porque ser pasivo no es ser débil.

Es ser frontera.

Y dejar que me crucen

hasta romperme en placer.

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