Lo vi una tarde cualquiera —esas tardes que parecen hechas para tomar sopas bajo lluvias aburridas— caminaba por la ciudad con una escalera al hombro.
No era una gran escalera, ni nueva, ni especialmente útil si uno la miraba con los ojos reglamentarios. Pero había en él una calma extraña, una especie de paz desalineada, como si supiera algo que los demás aún no habíamos soñado.
Algunos se reían, otros lo insultaban con ese tono educado que tienen los cuerdos para insultar a los locos.
— ¡Eh, señor de la escalera! ¿Y a qué cielo piensa subirse hoy?
Él sonreía sin dientes y seguía andando.
Yo lo seguí, porque uno tiene que seguir a los absurdos cuando siente que detrás hay una grieta, una pista, un atajo hacia lo real.
Llegó a una plaza sin estatuas ni palomas. La colocó en el centro, miró hacia arriba —como quien espera la señal de algo que no se ha inventado aún—empezó a subir… Peldaño por peldaño, hasta quedar en el aire,de pie, suspendido, sin techo, sin juicio.
— ¿Qué hace allá arriba? —le grité, con la voz del que todavía necesita explicaciones.
Y entonces dijo:
—Busco el punto donde los techos se vuelven ventanas.
Busco el lugar desde el cual ningún hombre sea más alto que otro.
La escalera no es para juzgar, es para mirar sin vértigo.
Para ver al prójimo como quien se ve a sí mismo, pero al revés, como en un espejo del alma.
No supe qué responderle. Y eso me alivió.
Porque hay palabras que no están hechas para ser contestadas, sino para quedarse flotando en el pecho, como la sombra de un árbol que nunca hemos tocado, pero que sospechamos verdadero.
Desde entonces, a veces sueño con escaleras que no apoyan en ninguna pared.
Y con hombres que no cargan ideas, sino preguntas.
Y entiendo que quizá el mundo cambie, no cuando dejemos de juzgar, sino cuando empecemos a construir escaleras para encontrarnos en el único techo que vale la pena: El del entendimiento.
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