Apuntes para la historia de la SGM (III)

Apuntes para la historia de la SGM (III)

La «Operación Blanca»

Dos semanas después de la firma del
Pacto de Múnich (30 de septiembre de 1938), el ministro de Asuntos
Exteriores alemán, Joachim von Ribbentrop, se reunió con el
embajador polaco en Berlín, Jozef Lipski. El objetivo de la reunión
fue hacer saber al Gobierno polaco que Berlín deseaba establecer con
Varsovia un acuerdo para solventar la devolución de Dánzig (Gdansk)
al Tercer Reich. Tras la firma del Tratado de Versalles, Alemania
había perdido este enclave marítimo con población de mayoría
alemana, que la nueva Sociedad de Naciones había declarado como una
ciudad-estado bajo la administración de Polonia. Hitler ambicionaba
su retorno a la soberanía germana para que el Reich quedara
debidamente conectado con la Prusia Oriental, mediante una carretera
de primer orden y un ferrocarril que atravesara ese corredor polaco,
sumando además un puerto y unos astilleros de gran valía.

A cambio de esa cesión territorial,
Berlín prorrogaría el Pacto germano-polaco de No Agresión de 1934
otros veinticinco años, añadiendo algunas compensaciones de índole
financiera e industrial. Pero Varsovia rechazó la propuesta y las
conversaciones se suspendieron hasta marzo de 1939, cuando los nazis
ya habían digerido Checoslovaquia. Entonces, una vez más, Hitler
exigió a Polonia la devolución de Dánzig y su pasillo, hasta que
el coronel Joseph Beck, primer ministro del país, ordenó la
movilización parcial de su ejército. Así las cosas, el 31 de
marzo, Francia y el Reino Unido garantizaron a Polonia el
mantenimiento de sus fronteras, pero sin comprometer sus tropas ni
aclarar el modo de sostener esas garantías. Por su parte, el Führer
ordenó al Estado Mayor de la Wehrmacht que preparase un plan de
invasión de Polonia que bajo el nombre en clave de «Operación
Blanca», se ejecutaría el 1 de septiembre de 1939.

Para dar a Polonia un apoyo militar
efectivo, la Entente franco-británica buscó el respaldo de la Unión
Soviética y el 15 de abril, dos semanas después de la victoria de
Franco y la Alemania nazi en la Guerra Civil española, París y
Londres establecieron conversaciones con Moscú. Stalin deseaba un
tratado militar que, además de Polonia, incluyera la defensa de
Finlandia, los Países Bálticos y Rumanía. Los aliados, en vista de
las purgas sufridas por los mandos del Ejercito Rojo, no estaban
seguros de que los soviets pudieran oponerse con eficacia a las
divisiones de la Wehrmacht, además de detestar la cooperación con
el totalitarismo estalinista. Sus reservas estaban bien fundadas,
porque el Kremlin también movía fichas para su acercamiento a
Berlín.

La política engañosa de Stalin se
reflejó el 3 de mayo, con la sustitución del ministro de Exteriores
y simpatizante de los aliados, Maksim Litvinov, de origen judío, por el pro-germano
Viatcheslav Molotov. El Camarada estaba resentido por los desaires
galos y británicos, cuyas propuestas de pactos defensivos, incluido
Washington, siempre excluían a la URSS. La anexión de Austria y
Checoslovaquia por Alemania, habían persuadido a Moscú del temor de
Occidente ante la maquinaria de guerra germana, y que tanto Francia
como el Reino Unido no se implicarían en contra del logro de un
«espacio vital» pangermánico en el Este de Europa. Algo que
chocaba con los intereses del Kremlin.

Durante la primavera y el verano de ese
año, Stalin se dejó cortejar tanto por los aliados como por los
alemanes y, aunque nunca permitió que unos y otros supieran que
estaba negociando con ambos, a finales del verano tomó su decisión.
El 23 de agosto de 1939, los ministros Ribbentrop y Molotov firmaron
un Pacto de No Agresión entre ambas naciones por diez años,
sembrando el asombro y el estupor en Occidente, además de un
sentimiento de traición en todos los partidos comunistas y opuestos
al fascismo. En sus clausulas secretas, Moscú facultaba a Berlín
para invadir Polonia y ambos se repartirían el país. A Rusia se le
entregaba la zona situada al este de la línea formada por los ríos
Narew, Vístula y San, que dibujaban el corredor llamado Curzon.
También se suscribía el compromiso de dejar a Finlandia, Estonia y
Letonia, dentro de la esfera de influencia soviética, lo mismo que
Besarabia (la actual Moldavia). Los nazis se apropiarían del oeste
de Polonia y se reservaban la ocupación de Lituania y Vilna, además
de incluir a Hungría y Rumanía en su órbita de gravedad, tal y
como ya tenían pactado con su aliado, el dictador italiano Benito
Mussolini.

Meses antes, el 22 de mayo, Von
Ribbentrop y el conde Ciano, en presencia del canciller Adolf Hitler,
habían firmado en la nueva Cancillería del Reich, en Berlín, el
Tratado de Alianza germano-italiano, conocido como el «Pacto de
Acero». En aquel tiempo, alemanes e italianos se sentían eufóricos,
tras su reciente y aplastante victoria sobre los republicanos
españoles traicionados por Moscú.

La «Guerra de Invierno» finlandesa

Tras quedarse con la mitad de Polonia,
en octubre de 1939, la Unión Soviética obligó a Estonia, Letonia y
Lituania a que le cedieran sus bases militares, navales y aéreas
para, seguidamente, encararse con Finlandia. Stalin deseaba ampliar
el área de influencia de su segunda ciudad en importancia, la vieja
San Petersburgo, rebautizada como Leningrado. El Kremlin reclamó a
los finlandeses las tierras al norte y el oeste del lago Ladoga, el
istmo de Carelia y la península de Ribachi, con el único puerto del
Ártico libre de hielos, el de Petsamo. Hasta entonces, la frontera
rusa con el país escandinavo permitía a los finlandeses tener a
Leningrado bajo el alcance de su artillería, y esta ventaja había
servido a Helsinki como arma disuasoria frente a las ambiciones de
los soviets.

Al principio, Moscú trató de negociar
con Helsinki la modificación de sus fronteras, cediendo a Finlandia
unos 3.200 kilómetros cuadrados a lo largo de la frontera finlandesa
central con la Unión Soviética, pero llevados de su ambición
sumaron a sus exigencias las islas del golfo de Finlandia, para
proteger su ruta marítima con origen en el puerto de Murmansk, y
dotarse de bases navales y aéreas en la península de Hangöe, para
controlar el acceso al golfo. Los finlandeses aceptaron de mala gana,
todas las demandas soviéticas excepto la referente a Hangöe, por
considerar que comprometía por completo su independencia. El 13 de
noviembre de 1939 las negociaciones se dieron por rotas y el 28 del
mismo mes los rusos denunciaron su Pacto de no Agresión con
Finlandia suscrito en 1932. Dos días después, las tropas del
Ejército Rojo invadieron el país y su aviación bombardeó Helsinki
con gran virulencia, al tiempo que el Kremlin organizó un Gobierno
títere en Terijoki, presidido por el comunista Otto Kuusinen, un
finlandés refugiado desde hacía años en Moscú.

Muy inferiores en número, los
finlandeses, agrupados en nueve divisiones con un total de 130.000
hombres, tuvieron que hacer frente a veintiséis divisiones, formadas
por 465.000 efectivos y una enorme superioridad en artillería
blindados y aviones. Sin embargo, la táctica y el armamento ruso
dejaban mucho que desear y la moral de sus oficiales tampoco era la
óptima después de las purgas estalinistas. De ahí que la campaña
fracasó frente al arrojo y tenacidad de los finlandeses. Los soviets
fueron incapaces de abrir brecha a lo largo de los 1.600 kilómetros
de frontera común con los escandinavos. El 14 de diciembre, la
Sociedad de Naciones, que no había reaccionado frente a la invasión
y partición de Polonia, expulsó a la URSS de su seno y Stalin,
sorprendido y desconcertado por esta costosa derrota, preparó con
más cuidado su próxima agresión. En total, los finlandeses
perdieron unos veinticinco mil hombres y tuvieron alrededor de
cuarenta y tres mil heridos, mientras que los rusos les doblaron en
el número de fallecidos y triplicaron el de sus heridos.

El 1 de febrero de 1940, durante lo más
crudo del invierno, el Ejército Rojo orquestó un poderoso ataque en
la zona de Summa y el 11 de marzo logró abrir una brecha en la línea
defensiva del mariscal Karl Gustav Mannerheim, ya convertido en el
héroe finlandés y el jefe de la resistencia contra la invasión
rusa. Gracias a él, Finlandia conservó su independencia tras el
final de la SGM y lo aupó a la presidencia del país de 1944 a 1946.
Para la historia, este episodio inicial de la conflagración mundial
se conoce como la Guerra de Invierno finlandesa y supuso el
primer revés de importancia contra el prestigio militar de la URSS.
Ello no evitó que Stalin obtuviera cuanto pedía y más adelante se
anexionara los tres países bálticos que Helsinki protegía.

Los alemanes ocupan Noruega y Dinamarca

A las 5:15 horas de la madrugada del 9
de abril de 1940, Hitler dio otro de sus pasos decisivos. Ignorando
el pacto de no agresión que Berlín había suscrito con daneses y
noruegos, las tropas alemanas cruzaron la frontera no fortificada de
Dinamarca y al anochecer de aquel mismo día, el país quedó en
manos de los nazis. Poco después, usando el pretexto de que el Reino
Unido había minado las aguas costeras de Noruega y tenía la
intención de ocupar Escandinavia, unidades de la Wehrmacht
irrumpieron en ese país protagonizando una invasión
«extraordinariamente eficaz, alevosa y sorprendente», según estimó
el Alto Mando aliado.

Las tropas germanas, escondidas en las
bodegas de numerosos buques mercantes que habían ido llegando a los
puertos noruegos, simulando la adquisición de minerales o pesca,
fueron desembarcadas al unísono, al tiempo que se combinaban con el
asalto de los paracaidistas y la infantería aerotransportada.
Aprovechando la confusión y el caos sembrados en el país, sumados a
los quintacolumnistas noruegos ─colaboradores de ideología nazi
existentes dentro del ejército y la clase política─, los alemanes
atacaron de forma simultanea los seis grandes puertos de Narvik,
Trondheim, Bergen, Stavenger, Kristiansand y Oslo. La capital se tomó
por la acción decidida de una columna formada por apenas mil
quinientos hombres, sin que fuera necesario ningún bombardeo previo.
La sorpresa y la traición frustraron cualquier resistencia y en
apenas 48 horas se firmó la capitulación de Noruega.

La reacción aliada no se hizo esperar,
y Londres envió una escuadra de la Royal Navy a las costas noruegas,
hundiendo en dos días de enfrentamientos navales numerosos mercantes
y transportes de municiones y pertrechos, además de echar a pique
ocho destructores ligeros de la Kriegsmarine y dañar al poderoso
acorazado Gneisenau, cerca de Narvik. Sin embargo, esta acción naval
no pudo evitar el fracaso del desembarco, entre los días 15 al 19 de
abril en torno al puerto de Trondheim, de una fuerza expedicionaria
compuesta por tropas británicas, francesas y polacas exiliadas. Los
aliados combatieron a los alemanes hasta resultar rechazados en
Namsos y Andalsnes, dejando en poder de los nazis la Noruega central.
Las últimas tropas expedicionarias tuvieron que ser evacuadas con
destino a Inglaterra el 8 de junio, dejando en manos del Reich la
totalidad del país. Con ellas se fue el monarca Haakon VII y todo su
Gobierno, logrando a duras penas eludir a sus enemigos. La ofensiva
germana contra Francia, Bélgica y los Países Bajos había comenzado
y requería de todos los esfuerzos y efectivos aliados, determinando
así que Noruega y Dinamarca permanecieran en poder del Reich hasta
el final de la guerra.

La caída de Noruega y Dinamarca
permitió a Berlín obtener las bases de submarinos y aeródromos
necesarios para poder atacar al Reino Unido y sus líneas marítimas
de comunicación. La dominación occidental de Escandinavia aislaba a
Suecia y permitía a los alemanes el control de la entrada al mar
Báltico y lo que resultaba igualmente significativo: la llegada al
Reich del hierro y el acero suecos a través del puerto de Narvik,
sumados a los recursos pesqueros y madereros de Noruega, así como la
producción de leche, mantequilla y tocino de Dinamarca para
alimentar su maquinaria de guerra. Igualmente, los nazis se
apropiaron de los más de setenta y cinco millones de dólares que
constituían las reservas de oro existentes en Oslo y Copenhague, sin
contar que el prestigio de los aliados se hundió aún más como
consecuencia de su precipitada y mal dirigida contrainvasión. El
único éxito de su ofensiva fue, como medida preventiva, la
ocupación de las islas Feroe, Islandia y Groenlandia. Pero al igual
que la caída de Finlandia en la órbita de la URSS produjo el
batacazo del Gobierno Daladier en Francia, el fracaso en Noruega
provocó el derrumbe del Gobierno Chamberlain en el Reino Unido. La
víspera del 10 de mayo, cuando las divisiones de la Wehrmacht
iniciaban su exitosa guerra relámpago y la ofensiva del Oeste, el
viejo político Winston Churchill (1874-1965) se convertía, a la
desesperada, en el Primer Ministro de Su Majestad británica.

La Blitzkrieg

Al amanecer del 10
de mayo de 1940, la Wehrmacht, siguiendo las órdenes del Führer,
puso en marcha su Plan Manstein, la gran ofensiva contra los
Aliados. Hasta entonces, el frente occidental se había mantenido en
una calma expectante, pero ese día, se desató la fuerza destructiva
alemana que pasaría a la historia como la Blitzkrieg, la «guerra
relámpago» que cogió a Francia y el Reino Unido totalmente
desprevenidos. Poco antes, Adolf
Hitler se había dirigido a sus generales para recordarles: «Ha
llegado la hora de la batalla decisiva para el futuro de la nación
alemana. Durante trescientos años, los gobernantes de Inglaterra y
Francia han hecho causa común para impedir cualquier consolidación
real de Europa y, sobre todo, para mantener a Alemania débil e
indefensa. Con esto ha llegado vuestra hora. La lucha que empieza hoy
decidirá el destino del pueblo alemán por mil años. Ahora, cumplid
con vuestro deber».

El Alto Mando alemán
desplegó tres grandes ejércitos. El primero estaba formado por 28
divisiones al mando del mariscal Fedor von Bock, quien se lanzó
sobre Holanda y Bélgica. En el eje central, con 44 divisiones, el
mariscal Gerd von Rundstedt formó la punta de lanza, atacando a los
franceses a través de las Ardenas. El tercer ejército, con 17
divisiones, al mando del mariscal Wilhelm von Leeb, se situó frente
a la Línea Maginot, el baluarte defensivo que París creía
inexpugnable. En total, la Wehrmacht lanzó al asalto 89 divisiones y
mantuvo en reserva 47, movilizando a 136 divisiones. Frente a ellas,
los aliados disponían de 149 divisiones, de las cuales 106 eran
francesas, 20 belgas, 13 británicas y 10 holandesas. Pero los
alemanes contaban con alrededor de tres mil vehículos blindados, de
los que un millar eran carros de combate pesados. La superioridad
sobre los aliados, tanto en vehículos como en aviones era de tres a
uno.

Nunca, hasta
entonces, ningún ejército había conseguido la movilidad y rapidez
que mostraron las tropas alemanas, combatiendo un día tras otro sin
apenas dormir o con excesivas muestras de fatiga. La Pervitina,
esa droga sintética que hoy conocemos como la primera metanfetamina,
mantenía despiertos a los endiablados conductores de los vehículos
militares, que devoraban los kilómetros en un avance arrollador. Y
tras enervantes bombardeos de la Luftwaffe, asolando las defensas de
los Países Bajos, Bélgica y el norte de Francia, irrumpieron los
blindados, los transportes de tropas y las motocicletas Zundapp y
BMW,
portadores de armas, municiones y lanzallamas, bajo un cielo
plagado de bombarderos Stuka en picado, ametrallando y
amedrentando a sus enemigos, incluidas las poblaciones civiles presas
del pánico. Toda la ofensiva alemana estuvo coordinada y planificada
mediante una buena red de comunicaciones radiofónicas. Las núcleos
de resistencia eran rebasados por esas vanguardias motorizadas,
encargándose de su liquidación los carros pesados y la aviación.
Detrás seguía la infantería mecanizada, limpiando el territorio de
enemigos, y continuaba su marcha tras las columnas de vanguardia.
Rebasando por el aire las líneas aliadas, los paracaidistas y las
tropas aerotransportadas se dejaban caer sobre las fortificaciones
claves, puentes, estaciones de ferrocarril y aeródromos.

En apenas 72 horas,
al atardecer del 13 de mayo, las tropas holandesas habían
capitulado, y al amanecer del 14 de mayo, la Luftwaffe arrasó el
puerto y la ciudad de Rotterdam, aniquilando a más de treinta mil
personas. Al día siguiente, la reina Guillermina y su Gobierno en
pleno se exiliaron en Londres. Bélgica corrió la misma suerte, sólo
que los alemanes fueron ayudados por los Rexistas de Léon
Degrelle. Los puntos clave de las defensas belgas a lo largo del río
Mosa y del canal Alberto, estaban formados por las fortificaciones de
Maastricht y la impresionante fortaleza de Eben Emael. Maastricht fue
tomada en 24 horas y Eben Emael, que se suponía inexpugnable,
capituló en 48 horas asaltada por los paracaidistas germanos. El rey
Leopoldo requirió la ayuda aliada y las tropas belgas, que aún
conservaban Lieja y Namur, se replegaron detrás del río Dyle,
cubriendo desde Amberes a Lovaina, recibiendo los refuerzos de
franceses y británicos. Pero pronto, estas tropas se retiraron a la
frontera francesas. La Línea Maginot había caído tras el asalto
sorpresivo de las tropas de la Wehrmacht aerotransportadas, y los
combates que tuvieron lugar durante la llamada Segunda Batalla de
Sedán, del 12 de mayo al 15 de mayo de 1940, supusieron un éxito
rotundo de la Blitzkrieg.

A
las 7:30 horas de la mañana de ese mismo 15 de mayo, el primer
ministro francés Jean Paul Reynaud, telefoneó al premier británico
Winston Churchill, para comunicarle muy excitado: «¡Los alemanes
nos han derrotado!.. Lamento mucho decirle que ¡estamos vencidos!».
Churchill no podía creerlo y le conminó a su homólogo a resistir y
no darse por vencido. Todo inútil. El resto de la historia la relató
pormenorizadamente Irène Némirosvki, una judía ucraniana
nacionalizada francesa, en su magnífica novela la Suite
francesa.

Libro que dejó inacabado al morir gaseada en Auschwitz el 17 de
agosto de 1942.

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