Los que cabalgamos a pie —sí, a pie, como quien atraviesa un sueño con los zapatos mojados—, sin trono ni corneta, sin espuela ni mapa, vamos sobre el lomo del mundo, como quien monta un animal indócil que bosteza guerras y galopa sobresaltos. No dictamos tratados con firma dorada ni tenemos embajadas en el cielo; a lo sumo, una ventana abierta, un pedazo de pan compartido y una palabra que no cotiza en bolsa.
Pero algo, algo podemos.
Podemos encender una vela aunque sepamos que el viento viene con hambre.
Podemos decir no
—un no hermoso, de esos que tienen raíz y brote— al odio reciclado, al miedo envasado, a las consignas que se venden por docena.
Podemos mirar al otro sin el manual de enemigos en la mano, y descubrir en su pupila no una amenaza, sino una historia que se parece a la nuestra, con hambre, con pérdidas, con sueños deshilachados.
Podemos cultivar una paz sin marketing, una paz casera, de jardín con macetas disparejas y gajos torcidos, esa que no sale en los editoriales, pero florece en una caricia, en el niño que aprende a dibujar soles en vez de metralla.
Podemos, también, ser esa gota testaruda que cae sobre la piedra y no la rompe —no le interesa romperla—, pero le susurra, día tras día, que no es invencible.
Porque no, no dirigimos el mundo.
Pero el mundo nos pasa por dentro, nos atraviesa como un tren lleno de ecos.
Y desde el cuerpo, ese territorio humilde y sagrado, podemos desobedecer sin gritar, resistir sin puño, amar como quien siembra una semilla sin preguntar si habrá cosecha.
La historia, esa señora distraída que suele sentarse en las cumbres, también se escribe desde abajo: con pasos que no retumban, con actos que no salen en los noticieros, pero que abren un claro entre la maleza de la costumbre.
Y quién sabe, quizás un día —un día con nombre de niño y olor a pan—, alguien diga que la paz no vino por decreto ni desfile, sino por la obstinación hermosa de aquellos que cabalgaban a pie, sin más escudo que su alma despierta.
OPINIONES Y COMENTARIOS