Llegué con un par de horas de anticipación. Aunque no tenía equipaje de bodega, y se trataba de un vuelo nacional, simplemente quería alejarme de la realidad del mundo exterior lo antes posible. La luz y el gentío perpetuos del aeropuerto me proporcionaban un refugio que calmaba mi implacable ansiedad. Atrás quedaba mi novia en su fiesta, y adelante, nada. Mi casa, mi gato, y el frío de la capital, quizás. Pero eran solo posibilidades en ese momento. Nada cierto excepto la incertidumbre. Me senté en el BBC que aún estaría abierto por poco más de una hora y bebí tan rápido como pude. Dudoso de cuándo podría beber mi próximo trago.

Escuchando un poco de rap y un poco de country a través de mis audífonos baratos, oía con mayor claridad los comentarios de un par de argentinos lambones narrando algún partido de fútbol que miraba en el televisor del bar, mientras de reojo observaba los culos que pasaban veloces a pocos metros de mí, casi corriendo a las puertas de embarque. Me causaba curiosidad el afán de las personas. La ansiedad de salir de este punto muerto en el espacio tiempo y llegar, una vez más, a la realidad. Me pareció tan hermoso como trágico. 

Leí los mensajes mal escritos de mi novia antes de ponerme en pie. Respondí con brevedad y frialdad y, tambaleándome, me dirigí a mi puerta de embarque. Terriblemente deprimido, observé el ajetreo a mi alrededor. Todo parecía más falso que real. Como un sueño del cual se anhela nunca despertar. Paré en el baño y, mientras orinaba, acaricié mi cara. Tibia y entumecida. Sentir mi vejiga vaciarse me provocó un placer que nunca antes había experimentado y consideré masturbarme allí mismo. Me eché a reír como un loco y no pude parar hasta que escuché una voz celestial anunciar la demora de mi vuelo. Fue como si Dios se hubiese apiadado de mí. Como si me estuviera retando a masturbarme en el baño. Como si toda mi vida me hubiese conducido a ese preciso momento. 

Salí tan angustiado como aliviado y divisé al instante un pequeño café en medio de las salas de espera. Mi oasis en el desierto de la multitud por las próximas horas, si podía ser tan afortunado. Pregunté si servían trago y a qué horas cerraban. Ambas respuestas fueron todo lo que podía esperar y más. Pedí dos tragos de ron y una cerveza, y me tumbé en una mesita y cerré los ojos. Sentí una amarga decepción recorrer mi cuerpo. Se asentó en mi panza y quiso abrirse paso a la fuerza. Sentí como se me retorcían las tripas. ¿Acaso esto es vida?

Tuve que correr de regreso al baño, no sin antes acabar mis tragos. Sentado en el inodoro bebía de mi cerveza y cagaba con una paz propia de un monje. Ni en mi propio hogar me sentía tan cómodo, si es que tenía uno de esos. Simplemente me esperaba un avión que me llevaría de regreso a Bogotá, pero se sentía como si me esperase la guillotina. Nada tenía por perder. Patético.

Y de regreso en mi mesita, sentí como lo poco de malestar que rondaba aún en mi estómago desapareció por completo con el siguiente trago. Le dije a mi novia que le avisaría cuando llegase y guardé mi celular. Más licor y más polas. Más inquieta quietud. Más culos. Menos tiempo. Siempre menos tiempo.

Dormí durante todo el vuelo y al llegar a Bogotá el guayabo empezaba a asentarse. Fui a Mcdonalds apenas salí del avión, y únicamente abandoné el aeropuerto para fumar un cigarrillo. Compré un tiquete a Medellín que salía en unas cuantas horas y me dispuse a encontrar otro lugar donde seguir tomando hasta que llegase la hora. Me pregunté si alguna vez alguien había pasado toda una vida de aeropuerto en aeropuerto. Sin tiempo y sin espacio. La idea fue tan dulce que la realización de que tendría que acabar alguna vez me hizo contemplar el suicidio. Quise escribir pero supe que no debía hacerlo. Entendí que mientras durase esta absurda utopía, nada más que nada podía rondar mi cabeza. 

En Medellín, algo más sobrio o más ebrio, se me ocurrió que bien podía quedarme en un mismo aeropuerto el tiempo que quisiera, pero la idea de la quietud me pareció horripilante. Si bien no había un destino claro en mente, el hecho de estar siempre en camino me parecía mucho más adecuado. Como morir poco a poco y no de repente. Más como una lucha y menos como una paliza. Compré mi próxima cerveza y mi próximo tiquete antes de que pudiera darme cuenta de mi elocuente estupidez…

No sé cuántos días pasaron, cuántos vuelos tomé y cuántos aeropuertos visité. Bien pudo haber sido todo en el lapso de una semana. Bien pudo haber pasado una década. Cuando recobré la conciencia estaba orinando y tenía un terrible dolor de cabeza. Mi barriga parecía haber crecido exponencialmente, pues no pude ver mi verga cuando bajé la mirada. Me percaté que estaba en el baño del aeropuerto de Cali. El mismo donde todo había comenzado siglos atrás. Acaricié mis mejillas y estaban tan frías como mi alma. Mis meos olían a alcohol y todo estaba opaco y borroso. Guardé mi diminuta polla, entré a uno de los cubículos y la volví a sacar. Me masturbé y apenas unas gotas de transparente semen salieron de mi demacrado cuerpo. Saqué mi celular y sin mirar la hora, la fecha y las cientos de notificaciones, le escribí a mi novia: ya

Abrí la página de Avianca y miré qué vuelos estaban próximos a salir, mientras caminaba lenta y torpemente al BBC.

– T

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