Una mujer libre no es la que vive sin límites, sino la que ha aprendido a poner los suyos. Esa libertad incomoda a muchos hombres… y no porque ella haga algo mal, sino porque representa todo lo que ellos aún no han aprendido a aceptar o manejar.
Hay hombres que le temen a una mujer que se conoce, que se elige a sí misma, que no necesita permiso para brillar. Le temen a su voz firme, a su capacidad de decir “no”, a su forma de ocupar espacio sin pedir disculpas. No están preparados para una mujer que no quiere ser salvada, sino acompañada. Una mujer que ama desde la plenitud, no desde la dependencia.
Muchos crecimos en una cultura donde se nos enseñó que debíamos “proteger” a la mujer, sin entender que eso a veces también significaba controlarla. Que si ella se mostraba fuerte, decidida, independiente, era una amenaza. Pero en realidad, el problema nunca ha sido su libertad… sino nuestra inseguridad ante ella.
Una mujer libre no hiere por serlo. Al contrario, invita, inspira, reta. Pero si no estamos emocionalmente preparados, podemos confundir su claridad con rebeldía, su autonomía con rechazo, su intensidad con peligro.
La libertad femenina no es el enemigo. Lo que asusta es el espejo que nos pone enfrente: uno donde nuestras carencias, miedos y ego quedan expuestos.
Y la única forma de dejar de temerle es crecer. Dejar de ver a las mujeres como rivales o enigmas que hay que resolver, y comenzar a verlas como aliadas con las que podemos construir relaciones sanas, honestas y verdaderas.
Porque al final, el miedo no está en ellas. El miedo está en nosotros.
«En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor…»
— 1 Juan 4:18
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