Hace tiempo que no venía por estos lugares, por tal razón no pude estar cuando fue necesario. Hoy todo este esfuerzo es vano y cualquier palabra dicha o escrita es tan solo un himno al ego de la intención ya fallecida.
Intenciones, intenciones tuve muchas, pero actos pocos, eso es todo. Sin embargo, siempre dije lo que había allí, si bien mi comprensión no era extensa, mi energía para advertir fue insistente, pero cuando la curiosidad cavila en la mente, no hay advertencias que sirvan.
Me apena lo sucedido, especialmente porque aquellos muchachos eran muy jóvenes, tiernos para la realidad de las cosas y blancos fáciles para la obscuridad. Porque cuando la obscuridad quiere invitar, invita una sola vez, de esas invitaciones que son solo de entrada y jamás de salida. Tienta, ofrece aquello de lo que careces. La realización de tus deseos más profundos. Todo a precio de nada, porque así se conquista el corazón; todo por nada. Así es como funciona, así empieza, es tan fácil escucharle y es tan fácil rechazarle las primeras veces, tan solo por haber escuchado una sola vez la oferta, solo por eso ya estás condenado.
Condenado, una palabra fuerte, pero es así. Tiene algo, una especie de maldición, es como si sus palabras se quedaran en tu cerebro y te inquietaran hasta volver a ello. Por eso siempre les digo que no vayan, es mejor no acercarse, olvidar que existe el lugar.
Por aquellos días enfermé y tuve la imperiosa necesidad de ir con mi maestra para la purificación, porque en ese estado ya no podía seguir cuidando la entrada, así tarde o temprano la obscuridad me hubiera arrastrado sin remedio y no quiero terminar allí. He visto lo que hace y no quiero terminar así, por tal razón me fui y todo quedó sellado, jamás hubiera creído que esos muchachos curiosos pudieran llegar tan lejos.
Cuando regresé y lo ví, lloré y lloré mucho. Me sentí culpable. No pude detenerlos, no pude advertirles o explicarles que hacer si se presentaba ante ellos. Todavía lo recuerdo, la expresión de sus rostros y la carne desgarrada, demasiado dolor, angustia, miedo e ira. Se alimento de ellos a placer como nunca lo había hecho con los otros. Pero lo que más destrozó mi estabilidad mental fue verla sentada allí como si nada, todavía chupándose los labios, saboreando la sangre como si se tratara de un banquete recién servido. Me miró, le miré, se sonrió, arrancó la cabeza del cuerpo de la chica y se atrevió a succionar los ojos. Lanzó la cabeza en una esquina caminó hacia mí, me miró frente a frente como si estuviera retando mi fuerza y susurró:
«Cuidador, para cuando me visitas, hace tiempo que no saboreo tu carne.»
Miró mi brazo amputado, se mordió los labios, como recordando el sabor y se retiró lentamente hasta su madriguera. Estuve a segundos de gritar, a segundos de dispararle con mi ballesta, pero sabía que nada funcionaría, pues la obscuridad es inmortal y solo conoce la contención por gente como yo, por gente maldita que probó de su ofertas y sobrevivió al infierno.
…
Cali, así se llama. Cali, el cuidador de tumbas, de esas que ya nadie recuerda. De esos lugares donde reposan los cuerpos de gentes que ni el mismo mundo recuerda. Es gente sin nombre, sin religión, gente que en vida y en muerte jamás existió. Cali, y como Cali hay tantos. Demasiada gente cuidando tumbas, demasiado gente que dice cuidar la puerta donde vive la obscuridad.
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