Apenas lo supieron, me lo prohibieron. Me llamaron a comparecer sin decirme el motivo. Las Ancianas estaban decepcionadas antes de escucharme.
—Tu misión ha sido cumplida (dijeron). Y, sin embargo, has cruzado límites que sabías bien que no debías.
No tuve tiempo de defenderme. No tuve palabras limpias. Solo tuve memoria. Y deseo.
No pedí sentir lo que sentí. Me enviaron a ese pueblo con la tarea de provocar un accidente convincente. El abusador de niños debía desaparecer sin ruido. Y así fue, en menos de una semana, ya no estaba. Silencio sellado. Caso cerrado.
Pero entonces apareció él.
Un diferente, en ese lugar de hombres ásperos. Su sola manera de hablar me desarmó. No tuvo ni una mirada cargada, ni una frase por debajo. Solo escucha. Solo amabilidad. Sentí la urgencia de protegerme. Lo primero que hice fue esconder el cuerpo que heredé: las caderas pronunciadas, los pechos llenos, el andar que me delata. Me cubrí con ropa holgada, telas sin forma, colores apagados. Me até el pelo con rabia. Me borré. Y, aun así, me veía. No con lujuria, sino con atención. Sabía que había algo en mí que no le era ajeno. Me miraba como si me conociera desde antes. Yo estaba entrenada para no sentir nada por los humanos, pero empecé a buscar excusas para coincidir.
Me descubrí mojada. Una, dos, tres veces. Sin que él me tocara. Solo por verlo inclinarse a atarse los cordones, por la forma en que pronunciaba mi nombre, por cómo fruncía los ojos cuando dudaba. Tuve que esconderme más de una vez, cruzar las piernas, fingir distracción, caminar lento para que no notara la humedad sobre la ropa.
Lo deseé con una intensidad que me asustó.
Y, sin embargo, jamás lo toqué. No usé encantamientos, ni susurré su nombre en los espejos. Ni una pizca de magia. Solo lo deseé como se desea lo prohibido, lo irrealizable.
Él también me buscaba. Hay gestos que no engañan. Un roce más largo, una despedida más lenta.
Podría haberlo ayudado con el juicio por la herencia, que llevaba años detenido. Bastaba una palabra mía en el lugar correcto para que se resolviera. Pero no lo hice. Temía que, si intervenía, algo entre nosotros se rompiera.
Pedí una prórroga más para quedarme. Me la negaron. No hubo argumentos. Solo una Anciana que descendió con su túnica oscura y sus ojos de juicio.
—La misión terminó. Te extraviaste (dijo).
—Te mojaste por él (sentenció otra).
No lo negué. No valía la pena mentir.
Me prohibieron volver. Me prohibieron mencionarlo. Me prohibieron soñarlo.
No pueden prohibirme desearlo.
OPINIONES Y COMENTARIOS