Nos conocimos bajo las cúpulas que todo lo prohíben. Sabíamos que no podíamos acercarnos con la misma fuerza con la que lo deseábamos. No hubiera servido de nada. Ella estaba con un amigo cercano. Los códigos se respetan. Sin embargo, nos enviamos claros mensajes uno al otro para estar al tanto de que las rejas de la prisión valían para ambos.
Los años nos alejaron de nosotros y de las cúpulas.
Otro edificio, no recuerdo cuál, fue la excusa del azar, del destino o del mismo Dios para reencontrarnos. La charla se desarrolló en un tiempo fuera del tiempo que no tengo manera de medir. Hubo una caminata por espacios comunes, cayeron algunos recuerdos, que no eran más que senderos en un edificio mental que nos depositó en aquellos viejos signos que intercambiábamos cuando éramos material inflamable.
No éramos los que fuimos, pero las pulsiones estaban intactas, latiendo bajo máscaras.
Ella hablaba con una calma que no le conocía. Como si las palabras ya no pesaran. Me contó que su hermana había muerto hacía poco. Dijo que no fue trágico, pero bajó la mirada enseguida, como si no quisiera entrar en detalles. Le tembló apenas la voz, aunque no había lágrimas. Más que dolor, parecía tener un apuro por compartir la noticia. Como si fuera un trámite pendiente antes de otra cosa.
Hubo silencios, oasis en el bosque de palabras con el que tapábamos el árbol de la casita a la que queríamos acceder. Esa ausencia de sonidos articulados era más explícita que lo dicho, cuyo eco se perdía en los ruidos de la ciudad. Atardecía y el camino nos condujo a una plaza con unos bancos apartados y ocultos.
No dije lo fundamental porque era obvio. Ella tampoco llegó a decirlo. La tensión entre no querer apresurar nada, y quererlo todo ya, era una vieja costumbre en mi vida, y ella la sufría en ese momento en el que las poses de su cuerpo ya pedían a gritos el abrazo y el recorrido.
Volvimos a caminar. Pasamos frente a una antigua heladería.
Me señaló un portón oxidado, y dijo:
—Ahí jugábamos con mi hermana a desaparecer. El que se escondía más tiempo, ganaba.
Después apuró el paso, como si hubiera dicho algo que no debía.
La casa no había cambiado mucho. Los padres y la hermana ya no estaban y ella era la reina de un territorio en el que había sido esclava. Me reconfortó percibir el lejano perfume de aquella chica instalado en el ambiente. La única puerta cerrada: la habitación de su hermana.
Hubo una breve bebida. No recuerdo si llegué a probarla. El salto lo tenía que dar ella. Me había propuesto ese desafío, no por ego, sino para no ser yo quien rompiera la barrera del pasado.
Así fue. Sobre su angosta cama me escaló. Las ropas crujieron y mis oídos, rozando silencios y jadeos, escucharon frases sueltas:
—Por Dios, por Dios, cómo lo deseaba, al fin, dame, toma.
Al borde del abismo, noté que cometeríamos un error, y llegué a decir:
—No, así no, con cuidado.
Ella respondió con cierto placentero enojo:
—De ninguna manera. Así quiero sentir. Me hago cargo. No me importa nada. Otra vez no va a pasar.
Su breve oración me liberó. Hice todo lo que me sobró tiempo para soñar, y más. Sin poder creerlo, aun sintiéndolo.
Los momentos posteriores no tuvieron la incomodidad que podrían tener entre dos extraños, no solo porque no lo éramos, sino porque nos sentíamos unidos, como si un hilo conductor nos conectara con aquellos tiempos de las cúpulas.
Ella dijo todo lo fundacional que no se atrevió antes. No quería perder un segundo más. Ya tenía dentro mi marca y esperaba conservarla. Estuve de acuerdo.
No me arrepiento de no haber interrumpido el relato de la triste desaparición de su hermana, ni de haberme guardado una o dos frases de las que denominé fundamentales. Amar no es compartir todos los pensamientos. Sería una tortura. Ella no quería dejar pasar ni un día. Yo no quería rivales. Ninguna mujer que pudiera empañar nuestra unión.
Por eso me aseguré de matar a la hermana antes de encontrármela.
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