CICATRIZ Y NAVAJA

El barrio siempre fue peligroso. Mis compañeras me preguntaban por qué no elegía otro destino, algún sitio más tranquilo para empezar. No le veo sentido a estar donde sobran los policías. Tenemos que estar donde se nos necesita, no donde la discusión es por una campera robada de un local.

Apenas llegué, lo vi. Una presencia imponente. Combinaba profesionalismo, madurez, fuerza y un conocimiento del terreno admirable. Le habían ofrecido un ascenso, pero lo rechazó: eligió quedarse patrullando las calles. Dijo que era por su familia, en mis ojos de recién llegada, esa actitud era la de un héroe.

Nos mandaron juntos. El veterano y la novata, lo de siempre. Me mostró los rincones más seguros, los más peligrosos, las paradas de los transas, los códigos no escritos del infierno cotidiano. Supe que me estaba entrenando con la misma seriedad con la que patrullaba.

Las noches se hacen largas en una guardia. Nadie tiene una vida tan interesante como para contarla durante semanas. Al mes, ya era mi único amigo dentro de la fuerza.

Dejó de hablar de su familia al poco tiempo. Una noche, no me aguanté y le pregunté. Me confesó que el matrimonio ya no existía. El trabajo nocturno, las ausencias y las sospechas habían minado su relación. Estaba seguro de que su mujer lo engañaba. Podía haberla seguido, y descubrirlo en dos días. No quiso. Lo dejó pasar. Dijo que el desgaste no valía el precio de la verdad.

Me sorprendió. Siempre creí que eran la familia ideal. El mundo no es lo que uno quiere que sea, a veces, ni siquiera lo que uno cree.

No sé si esa fue la llave que abrió la puerta, o si yo ya estaba del otro lado, golpeando con fuerza. Lo miré con los ojos húmedos. Él me sonrió como si lo supiera todo y, sin rodeos, me dijo que siempre le había parecido hermosa mi cicatriz en la mejilla izquierda.

No sé qué desató en mi cuerpo esa frase absurda, pero algo en mí se incendió.

Un ruido nos interrumpió. Un estruendo a la derecha. Se tensó, arrancó como si fuera una carrera de Fórmula Uno. Un ladrón intentaba escapar por una ventana con un bulto en la mano. Él bajó primero. Le dio el alto. El tipo se detuvo. Lo detuvimos. Fue una noche rutinaria. No sirvió de mucho: en menos de quince días, el tipo estaba libre.

Otra noche, conversábamos sobre nada. Me sentí en paz, tan en paz, que deseé perpetuar ese momento. No dije nada. No hacía falta. Él entendía.

No recuerdo quién dio el primer paso, pero sí el vértigo. Nos deshicimos como pudimos de cremalleras y cinturones. Aun con los uniformes puestos, nos entregamos en la parte trasera de la patrulla como si no existiera nadie más en la Tierra. Me aferré a él con desesperación, y en medio del arrebato golpeé el techo del auto con la mano, como si algo me consumiera. Él solo se dejó llevar.

No hubo preguntas. Solo la certeza de que lo que pasó nos había cambiado.

Lo hablamos con sensatez. Nadie en la fuerza debía saberlo. Lo dejaríamos fluir hasta que la vida dijera basta. Yo no pensaba en su familia. Me era indiferente. Había caído en un hechizo del que no quería escapar.

Nos vimos dos veces más, en hoteles discretos, de dueños que le debían favores. Encuentros que me marcaron más que la cicatriz que él adoraba.

Antes del tercer encuentro, todo se desmoronó.

Nos llamaron por un disturbio cerca de una estación de servicio. Era fuera de nuestra zona, pero no había móviles disponibles. Manejó a su modo: rápido, decidido.

Al llegar, vimos a dos hombres escapar por un costado del local. Gritamos. Nos ignoraron. Disparar cerca de los surtidores era impensable. Subimos de nuevo a la patrulla y los seguimos por un descampado. El terreno era irregular. Nos sacudíamos mucho como para tener un tiro claro.

Al borde de una laguna, los tipos se detuvieron, giraron, y abrieron fuego. Él me dijo:

—Cubrime.

Bajó, caminó tres pasos, se tiró al suelo y empezó a disparar. Yo, desde detrás de la puerta abierta del auto, buscaba un ángulo. Estaba por lograrlo cuando escuché su grito.

Vi a los hombres huir por la orilla de una laguna que había al costado de la ruta. Me acerqué. Supe que era grave. Pedí asistencia por radio.

Me miró. Sus ojos iban apagándose. Metió la mano sana en un bolsillo interno y sacó algo.

—Tenela vos (me dijo). Es una navaja. Era de mi bisabuelo. Si mi esposa pregunta, decile que se perdió en el tiroteo. Quiero que sea tuya.

Sangraba por la boca y por la nariz. Guardé la navaja sin pensar.

El resto fue burocracia, médicos, trámites, hasta que amaneció.

Sí, fui al velorio. Le di el pésame a su mujer. Me conmovió su dolor. No sospechó nada. Nadie lo hizo. Me sentía anestesiada, flotando entre la pena y el amor que se agrandaba con su ausencia.

Hoy me toca entrenar a una nueva. Le mostré los sitios más seguros, los más peligrosos, y repetí palabra por palabra las advertencias que él me dijo aquella primera noche.

Hubiera querido olvidarlo. No pude. Fue a quien más amé.

Antes de dormir, cierro la navaja que se abre sola durante el día en el cajón de mi mesa de luz.

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