«Antes de salir a cambiar el mundo, da una vuelta por tu casa.»
Mandrágoraske Pitágoras, un hombre de 48 años, era conocido en su país como una figura apasionada por la justicia social. Desde su juventud se sumergió en movimientos revolucionarios, alzando la voz contra la corrupción, la desigualdad y los abusos del poder. Su nombre resonaba en plazas y cafés, en discursos encendidos y debates universitarios. Para muchos era un referente. Para otros, un farsante. Pero nadie quedaba indiferente ante su presencia.
Tres veces divorciado, con seis hijos de tres matrimonios distintos, su vida personal era un reflejo del caos que combatía afuera. Ausente en la crianza, endeudado, demandado por pensiones impagas, y sumido en una rutina de discursos públicos y noches interminables de alcohol, su figura pública eclipsaba la devastación interna.
Una mañana cualquiera, tras horas de ignorar el despertador, Mandrágoraske se levantó en una habitación en ruinas: botellas vacías, ropa en el suelo, platos sucios. Su cuerpo adolorido y su rostro avejentado lo miraron desde el espejo del baño. Tenía resaca. Tenía miedo. Tenía un cuerpo que le hablaba con síntomas que ya no podía ignorar. Pero ese día era importante: habría una marcha, y su presencia era clave. Había recibido dinero para movilizar un grupo, pero sabía que parte de ese dinero terminaría en tragos esa noche.
Ignoró los mensajes de una de sus exparejas, Lourdes, quien pedía ayuda urgente porque su hijo Ernesto tenía fiebre. Lo ignoró como tantas veces antes. Se vistió, se peinó con descuido, y salió a interpretar su papel una vez más. En la plaza, gritó, marchó, agitó. Y al anochecer, entre los vítores de los jóvenes que lo admiraban, se dejó llevar por el alcohol, la fiesta y la falsa sensación de haber hecho algo.
Esa noche, Mandrágoraske no volvió a casa. Durmió en el sofá de un amigo, ebrio, sin fuerzas, sin dirección. El revolucionario, el orador, el hombre de principios, se desdibujaba entre la contradicción y la tristeza. Y aunque aún no lo sabía, algo dentro de él había comenzado a quebrarse.
A veces queremos cambiar el mundo. Y eso es hermoso. Porque hay algo profundamente humano en no ser indiferente. Porque duele la injusticia, duele la pobreza, duele la violencia, y hay dentro de nosotros una llama viva que quiere defender lo que es justo, que quiere proteger la vida. Ese fuego, ese impulso, no debe apagarse jamás.
Pero a veces, sin darnos cuenta, en ese deseo noble de sanar el mundo, comenzamos a actuar en lugares donde no tenemos poder real de transformación. Y es ahí donde aparece el riesgo: que lo que empezó como un acto de amor, se convierta en una lucha de identidades, en una bandera que nos da sentido, pero que pierde contacto con la raíz, o en una simple inconformidad y manera de quejarnos de la vida y justificarnos de nuestras desgracias.
Nos convertimos en el personaje del salvador, del revolucionario, del que sabe, y en ese disfraz olvidamos vernos a nosotros mismos. Luchamos, o nos quejamos por el hambre en el mundo, pero no miramos al vecino que lleva días sin comer. Hablamos de libertad, pero nos sentimos presos en nuestra propia casa. Queremos cambiar estructuras sociales, pero no podemos tener una conversación honesta con quienes amamos.
Y entonces, sin quererlo, la revolución queda afuera, y la contradicción se instala adentro.
Pero si ese fuego que arde por justicia lo llevamos primero hacia nosotros mismos —si lo usamos para vernos, para sanarnos, para actuar en lo cercano— entonces no se apaga. Se vuelve más puro. Se vuelve congruente. Porque no se trata de dejar de luchar por el mundo, sino de empezar por el único terreno donde tenemos acción directa: nuestra mente, nuestros actos, nuestros vínculos, nuestra casa.
Y desde ahí, desde esa transformación humilde pero real, todo lo demás puede resonar.
Así, no apagamos la llama de la justicia. La avivamos. La hacemos más clara, más profunda, más humana. Porque el que no siente, ignora. Pero el que siente y se conoce, ese sí puede encender verdaderamente al mundo.
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