Apuntes para la historia de la SGM (I)

Apuntes para la historia de la SGM (I)

El
legado envenenado de Versalles

La
Gran Guerra se dio por finalizada el lunes 11 de noviembre de 1918,
tras la firma a las 11:00 horas ─hora francesa─, del armisticio
suscrito en un vagón restaurante de madera, situado en un claro del
bosque de Rethondes, cerca de la población francesa de Compiègne.
Los firmantes fueron el mariscal Ferdinand Foch, comandante en jefe
de las fuerzas aliadas y el ministro alemán Matthias Erzberger,
elegido deliberadamente por el viejo mariscal Hindenburg para evitar
al Estado Mayor alemán «la vergüenza de la derrota y la
responsabilidad del armisticio».

El
balance de la Primera Guerra Mundial no pudo resultar más trágico
ni devastador: De los 65.000.000 de hombres movilizados, más de diez
millones murieron o desaparecieron; no menos de veinte millones
resultaron heridos y una tercera parte de éstos quedaron mutilados
para siempre. Entre la población civil sucumbieron más de trece
millones de personas, que dejaron nueve millones de huérfanos y
otros cinco millones de viudas de guerra. Se calcula que los
refugiados alcanzaron otros diez millones de personas y más de tres
millones y medio se dieron por desaparecidas. Las pérdidas
materiales que provocó la guerra fueron incalculables, pero unos
pocos años después, la Reserva Federal norteamericana se atrevió a
cuantificar la cifra de 331.600.000.000 de dólares como una
estimación aproximada. Lo cierto es que después de aquella
contienda Europa quedó tan empobrecida y debilitada que no tuvo más
remedio que aceptar, desde entonces, su abdicación como el
continente rector del Mundo.

Siete
meses después de la firma del armisticio, el Tratado de Versalles,
suscrito el 28 de junio de 1919 en la Galería de los Espejos del
Palacio de Versalles, por los representantes de todos los países que
habían combatido en la gran Guerra, resultó el germen de la SGM y
su legado no pudo resultar más nefasto, al humillar los vencedores a
los vencidos, sembrando las semillas del rencor.

Recordemos
que los principales acuerdos del Tratado de Versalles fueron los
siguientes:

─Obligar
a Alemania a reconocer su culpabilidad.

─Exigir
a los germanos el pago de 20.000 millones de marcos oro antes del fin
de 1921, a cuenta de las reparaciones de guerra.

─Reparto
de las colonias alemanas entre los Aliados. En total, 2.600.000
kilómetros cuadrados y doce millones de habitantes.

─Cesión
a Francia de Alsacia y Lorena más las minas del Sarre.

─Declarar
a la plaza portuaria de Dantzig como Ciudad Libre.

─Cesiones
territoriales alemanas a Dinamarca, Bélgica, Checoslovaquia, Polonia
y Lituania.

─Prohibición
de la anexión de Austria con Alemania.

─Ocupación
aliada de la Renania por un período de quince años.

─Alemania
quedó obligada a reparar materialmente las zonas invadidas,
sustituir los buques aliados hundidos en la contienda y financiar la
recuperación de muchas poblaciones devastadas.

─Limitación
del ejército germano a cien mil efectivos con un máximo de cuatro
mil oficiales, así como adelgazar su marina de guerra a seis
acorazados, seis cruceros, doce destructores y otros doce torpederos,
con no más de quince mil hombres y ninguna fuerza aérea.

─El
Tratado de Versalles también significó la transformación radical
del mapa de Europa, con la creación de nuevos Estados: Polonia,
Checoslovaquia, Yugoslavia, Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania,
tratando de evitar una nueva expansión de Alemania que, más
adelante, los nazis iban a cuestionar en su Drang
nach Osten

(Camino hacia el Este) durante la SGM.

Además
de la derrota alemana, el colapso del Imperio austro-húngaro supuso
la desmembración de la Europa central: Austria quedó reducida a una
república de 83.000 kilómetros cuadrados y siete millones de
habitantes. Tan caótico y desesperado resultó su estado, que puede
afirmarse que lo perdió todo. Su imperio quedó destruido, su
economía hundida y arruinados todos sus habitantes. Por su parte,
Hungría sufrió las mayores pérdidas de territorio y de riquezas,
además de cosechar el mayor número de muertos durante la guerra.

Turquía
y Bulgaria también sufrieron numerosas pérdidas y la desmembración
de algunos de sus territorios. Los turcos dejaron de ser un imperio y
su país se redujo al triángulo europeo de Estambul y la península
de Anatolia, convirtiéndose en una república y cediendo a Grecia la
Tracia oriental. Rusia, por su parte, se desprendió de Polonia,
Finlandia y los estados bálticos, que se convirtieron en naciones
soberanas. A Rumanía le adjudicaron Transilvania y Bucovina, que
pertenecían a Austria; la parte oriental del Banato de Temesvar, que
era de Hungría, y Besarabia, que había sido rusa.

Serbia,
la desencadenante de la guerra por el asesinato del príncipe
heredero del Imperio austro-húngaro, se adjudicó los territorios
eslavos del sur del Imperio y el occidente del Banato de Temesvar.
Croacia y Montenegro se le unieron también y el nuevo estado recibió
el nombre de Yugoslavia. Luxemburgo recobró su soberanía y salió
de la Unión aduanera alemana, y Polonia resurgió a la vida política
europea como un nuevo Estado independiente a costa de
Austria-Hungría, Rusia y Prusia, las tres potencias que se la habían
repartido en el siglo XVIII. La ciudad libre de Dantzig y su célebre
corredor, proporcionó a Polonia una salida al mar y separó la
Prusia Oriental del resto de Alemania. Pero este corredor,
precisamente, fue el motivo que más adelante provocó, en septiembre
de 1939, la agresión alemana y el estallido de la SGM.

La
consecuencia del Tratado de Versalles fue el aumento extraordinario
de los futuros conflictos territoriales. Los trece mil kilómetros de
fronteras existentes de antes de la guerra, fueron sustituidos por
cerca de diecisiete mil, de los cuales 4.800 correspondían a
fronteras trazadas de nuevo. Con ello, las reivindicaciones
territoriales y las zonas de fricción fueron surgiendo de forma
inesperada y virulenta, constituyendo un quebradero de cabeza
permanente para la nueva Sociedad de Naciones, encargada de mantener
la paz y evitar nuevos enfrentamientos armados.

La
Sociedad de Naciones

Concluida
la Primera Guerra Mundial, la creación de la Sociedad de Naciones
─en 1919 y con sede en Ginebra─ obedeció a la puesta en práctica
de uno de los famosos «Catorce Puntos» formulados por el presidente
norteamericano Woodrow Wilson (1856-1924): «Es necesario que se
forme entre las naciones una Asociación general, en virtud de
convenciones concretas, a fin de procurar a todos los Estados, lo
mismo grandes que pequeños, garantías mutuas de independencia y de
integridad territorial».

El
sueño del bienintencionado presidente americano consistía en la
evitación de la guerra y en la organización del mundo en pro de la
paz, aunque en realidad, lo que se impuso fue asegurar, con todas sus
injusticias, la situación creada por el Tratado de Versalles. Los
Estados fundadores y miembros de la Sociedad de Naciones eran
requeridos para cumplir con las decisiones del nuevo organismo o de
lo contrario, quedarían expuestos a sanciones económicas, políticas
y financieras, incluyendo la expulsión de la misma e incluso la
intervención armada por parte de los demás miembros.

De
esta manera, todos creyeron que se evitarían las agresiones de los
más fuertes. Sin embargo, las ideas contradictorias acerca del papel
y los poderes de la Sociedad de Naciones, la exclusión de Alemania y
de la Unión Soviética, y la muerte del presidente Wilson, que trajo
el retraimiento de Estados Unidos, socavaron el poder de la
organización y la confianza hacia ella de otras naciones
significativas. Al principio, pudo solventar las disputas de los
Estados menores, pero resultó incapaz de solucionar las disputas de
mayor importancia o hacer frente al poder de las grandes potencias.

Todo
esto se hizo evidente durante los años treinta, cuando comenzó la
agresión de los países totalitarios al tiempo que se mantuvo el
aislamiento político de Moscú. La URSS estimuló y apoyó todas las
fuerzas contrarias al statu quo de Versalles, proporcionando a Hitler
y Mussolini los argumentos como únicos defensores de la civilización
occidental contra la barbarie bolchevique. Pero el mayor fracaso de
la Sociedad de Naciones se produjo en el verano de 1936, cuando
resultó incapaz de parar la agresión fascista contra la Segunda
República española y evitar nuestra Guerra Civil. Confiando en su
mediación, el Gobierno español pronto pudo comprobar que pese a
reclamar su apoyo e intervención, la Sociedad de Naciones lo
abandonó a su suerte, aceptando la política cobarde la No
Intervención, patrocinada por Londres, París y Washington.

El
surgimiento de los «ismos»

En
el otoño de 1917, el revolucionario Vladimir Ilitch Ulianov, más
conocido por su pseudónimo de Lenin, dirigió a los llamados
comunistas bolcheviques hasta lograr alcanzar el poder en Rusia.
Había estallado la Revolución de Octubre de 1917. Al principio, los
comunistas creyeron que podrían encabezar una revolución
internacional que habría de barrer del mundo al capitalismo
occidental, mediante una ola de revoluciones de las clases
trabajadoras en el resto de las naciones. De ahí la creación en
Moscú, en 1919, de la Internacional Comunista o Komintern. Pero a la
muerte de Lenin (1924), su sucesor, Iosif Stalin, tomó el poder y la
revolución soviética dejó de ser un elemento subversivo para
convertirse, pese a la propaganda del Kremlin, en la defensora
ultranacionalista de la «Madre Patria Soviética».

Concluida
la Gran Guerra, en marzo de 1919, el periodista y socialista Benito
Mussolini, convocó desde las páginas del periódico Il Popolo d´
Italia,
de Milán, a los patriotas italianos a un encuentro que
tuvo como consecuencia la fundación de los Fascii italiani di
combattimento.
Por aquel entonces, el antiguo socialista y
periodista ─había sido director del diario ¡Avanti!,
órgano oficial del Partido Socialista Italiano─, iba a convertirse
en el «Duce» de esos fascistas que habían adoptado como
distintivos políticos: la camisa negra, los fasces de las legiones y
el saludo a la romana.

Su
activismo, también de tipo nacionalista, reclamaba para sí el amor
en exclusiva a la patria y la lucha contra las supuestas injusticias
sociales de la socialdemocracia y el comunismo, que pronto
desembocarían en un movimiento social y político de masas. La fecha
clave fue el 27 de octubre de 1922, cuando su líder dispuso la
famosa «Marcha sobre Roma», que llevó al poder al segundo régimen
totalitario europeo tras el comunismo soviético. Poco después, el
rey Víctor Manuel III encargaba a Mussolini la formación del nuevo
Gobierno italiano.

En su asalto al poder, Mussolini se rodeó de los hombres que durante
más de veinte años iban a gobernar su país: Grandi, Italo Balbo,
Bianchi, Di Bono, Di Vecchi, y su propio yerno, Gian Galeazzo Ciano,
un joven aristócrata y piloto de la aviación italiana que acompañó
a Mussolini en la Marcha sobre Roma, además de ser uno de los
fundadores del Partido Fascista. Casado con Edda Mussolini en 1930,
el famoso conde Ciano ejercería como ministro de Propaganda y más
adelante de Exteriores (1936-1943), convertido en uno de los mayores
jerarcas del Régimen. Fue otro de los impulsores más destacados del
Pacto de Acero con la Alemania nazi y firmante del Eje
Berlín-Roma-Tokio. Distanciado al final de su suegro y miembro del
Gran Consejo Fascista, Ciano murió fusilado (por la espalda y atado
a una silla) el 11 de enero de 1944, tras ser juzgado y condenado por
traidor en el llamado Proceso de Verona. Un juicio organizado por la
República Social Italiana, el estado títere de la Alemania nazi
presidido por Mussolini, quien se negó a perdonarle la vida.

En
septiembre de 1919, estando aún en el ejército, el cabo austríaco
Adolf Hitler, de treinta años y herido de guerra, quedó admitido
como el séptimo miembro del comité dirigente del recién fundado
Partido Obrero Alemán, que más adelante recibiría el nombre de
Nacional-Socialista. Tanto
el comunismo de los soviets rusos, como el fascismo italiano y el
nacional-socialismo alemán, se declararon enemigos abiertos de la
democracia liberal y los regímenes parlamentarios del capitalismo
occidental, propugnando una economía estrechamente controlada y
centralizada. Bajo el argumento de la supuesta defensa de la patria y
la llamada «clase obrera», políticamente subrayaban la
singularidad de sus destinos nacionales, militares, ideológicos, e
incluso raciales. De la descripción de Mussolini sobre su nuevo
régimen (Stato
Totalitario Corporativo)

nació el término «Totalitarismo», es decir, el control total por
el Estado y la élite monolítica del partido único que lo
gobernaba, de la existencia política, económica, cultural y
personal de la totalidad de sus ciudadanos. Muy pronto, los Gulags,
las prisiones y los campos de concentración se llenarían de los
opositores y disidentes a estas tres dictaduras.

El
auge del militarismo

Pese
a las restricciones impuestas por el Tratado de Versalles, el Estado
Mayor alemán pronto comenzó a planificar el rearme de su nuevo
ejército. Venciendo los temores y los escrúpulos que sentían la
mayoría de los oficiales hacia el comunismo y la Unión Soviética,
el Reichswehr de la República de Weimar conspiró con el Kremlin
para violar el Tratado de Versalles apenas dos años después de
haberse firmado. En 1921 se llegó a un pacto secreto con Moscú, que
se sentía aislado de la escena internacional, y gracias al cual se
permitía a los oficiales alemanes que se entrenaran en Ucrania con
todas aquellas armas y medios que le estaban prohibidas a Alemania,
incluida la aviación, a cambio de instruir a los mandos del Ejército
Rojo en las nuevas tácticas militares, que ya apuntaban el empleo
masivo de la aviación y las unidades blindadas. Una década después,
esos militares y oficiales soviéticos que habían confraternizado
con los alemanes, perecerían en las purgas estalinistas, dejando al
Ejército Rojo descabezado y casi indefenso frente a la acometida
brutal del expansionismo alemán a partir del verano de 1941.

Pero
aún no es el tiempo de esta historia y, regresando a 1922, el
acuerdo ruso-germano firmado el 16 de abril en la ciudad italiana de
Rapallo, sembró el temor entre los antiguos aliados, temiendo que
los pactos entre Moscú y Berlín convirtieran en papel mojado el
precario orden internacional de la posguerra. De ahí que,
gradualmente, los aliados y mayormente Estados Unidos, ayudaran a la
reconstrucción de Alemania mediante abundantes préstamos y
renuncias a las compensaciones de guerra, al tiempo que firmaban el
Pacto de Locarno en 1925. En esta ciudad suiza, los firmantes
garantizaron las fronteras alemanas y de paso, reconocieron al Japón
como la gran potencia económica y militar que ya era.

En
el ascenso y protagonismo de Japón, Washington jugó un papel
esencial, gracias a que el comodoro Matthew C. Perry y Townsend
Harris, primer embajador norteamericano en Tokio, apoyaron las
aspiraciones niponas de la Restauración Meiji, como manera de frenar
a la Unión Soviética y la China nacionalista en el Extremo Oriente.
La sintonía con Estados Unidos permitió a los dirigentes nipones
acelerar la transformación de su país, superando su Estado feudal y
agrario para convertirlo en una nación industrial y expansionista,
con el ánimo de forjarse un gran imperio.
Para
conseguirlo, los militares japoneses explotaron a fondo sus
tradiciones guerreras ─el bushido / camino del guerrero─,
la violencia, el autoritarismo feudal y el militarismo. No en balde,
el Japón ya había derrotado a China y a la Rusia Imperial poco
antes de la Primera Guerra Mundial, jalonando las primeras conquistas
de su soñado imperio. Tras la nueva derrota de los bolcheviques en
Siberia y la anexión del imperio insular germano en el Pacífico,
los aliados asumieron y acaso fomentaron la prepotencia nipona,
suministrando al archipiélago los recursos materiales, energéticos
y financieros que sus dirigentes necesitaban, sembrando,
inconscientemente, los fuertes vientos kamikazes que Occidente habría
de soportar dos décadas después.

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